cuentos de hadas
Un ambiente mágico para compartir con la familia

27 de Septiembre, 2008 ·  especial Mujica Lainez

Unicornio Cap II- LA ENDEMONIADA DE POITIERS

II

LA ENDEMONIADA DE POITIERS

Las obras de Nuestra Señora la Grande se desarrollaban con un entusiasmo en el que la cristiana piedad y sus proyecciones universales se sumaban al propósito localista de sobrepasar los similares esfuerzos constructores realizados por los pueblos vecinos. Lo cierto es que, en esa época, Francia era un inmenso taller del que brotaba una iglesia por cada doscientos habitantes. Y en torno de cada una de esas iglesias, en torno de los monasterios y de las catedrales, se condensaba una humana nube, que fluctuaba de un lugar al otro, hasta que terminaba por fijarse alrededor de las canteras y de las nacientes estructuras religiosas. Durante cinco días por semana --porque, si bien es verdad que trabajaban de sol a sol, los hombres medioevales sabían organizar sus descansos, con multiplicación de fiestas oportunas--, los arquitectos, proveedores, delegados de los capítulos, maestros, ayudantes, tallistas de la piedra y sus aprendices, expertos en albañilería, yeseros (entre los cuales no faltaban mujeres), picapedreros, colocadores de vidrios, plomeros que manejaban la teja y la pizarra, carpinteros, herreros, conductores de carros, manipuladores de ruedas para izar los materiales y un sinfín de auxiliares menores, reclutados entre los siervos y los hijos de los aldeanos, se afanaban por ganar, simultáneamente, un salario en la Tierra y un lugar en los coros divinos, cuando les llegara su turno, pues es harto conocido que, para expiar las propias faltas, se aconsejaba tanto la contribución física a una obra de esta índole como la participación en una cruzada contra los infieles, y que el ilustre Reinaldo de Montalbán purgó sus culpas secundando a los alarifes de la catedral de Colonia, mientras que Gerardo de Rosellón se humilló acarreando los bloques para levantar la basílica de la Magdalena, en Vézelay.


Yo estoy muy vinculada, como se recordará, con cuanto concierne a estas tareas. Aun más: puede decirse sin exagerar que he sido una técnica de la construcción, y probablemente seguiría siéndolo ahora, con estudiar un poco las novedades. Me sorprende que los obreros de esa especialidad no me hayan elegido por la patrona, con lo bien que llevé a cabo mi labor en Lusignan, en Melle, en Vouvant y en otras partes, como tienen a San Lorenzo los que cocinan en parrillas, y los curtidores a San Bartolomé, que fue desollado vivo (y que, en ambos casos, alcanzaron su patronazgo con sobrados méritos); y no se piense, por ello, que me atrevo sacrílegamente a rivalizar con santos, sino que creo, con toda sinceridad, que es bueno darle a cada uno lo suyo. Por lo demás, mi familia más inmediata figura sin desmedro en la nómina de los arrepentidos edificadores. Véase, como ejemplo, el caso de mi hijo Geoffroy, el del largo diente, quien luego de incendiar la abadía de Maillezais y en ella a su hermano el monje, el de la piel de topo en la nariz, restauró los claustros y los dotó con magnificencia. Se comprenderá, entonces, el interés con que ingresé en la atmósfera activa de Nuestra Señora la Grande. De mí hubiera podido depender la aceleración eficaz de la empresa. Si no lo hice fue por dos razones: porque con ello hubiera restado puntos a quienes se esmeraban arquitectónicamente por conquistar el Cielo; y porque no estaba muy segura, luego de tan larga vacación y falta de ejercicio, de la inmediata virtud de mi empeño, y en tales circunstancias es mejor, para conservar la propia e ilusionada estima, abstenerse. Pero fui feliz ahí, desde las primeras luces, asistiendo al ajetreo de los que convertían a la fachada de Nuestra Señora la Grande en una excelsa página de libro fervoroso. Se respiraba un aire de milagro, singularmente propicio para los pulmones delicados de un hada. Los juglares exhibían reliquias, a fin de mantener viva la unción y el morbus aedificandi. A algunas reliquias las enviaban de viaje, a los alrededores o a través de Francia, en giras limosneras, y los estudiantes burlones iban de acá para allá, colgado del cuello el cuerno de la tinta, detrás de la oreja la pluma de ganso o la ligera caña, mostrando también, por dinero, ciertos inventados vestigios místicos, que juraban proceder del mercado pío de Constantinopla, y que incluían desde uno de los platos utilizados en las bodas de  Cana, hasta el anillo de casamiento de la Virgen María y el Santo Prepucio. Pero frente a esas extravagancias, falsías y mofas, que engatusaban a las pobres gentes ahítas de leyenda, y que eran más dignas de apóstatas procaces y de esclavos de Mahoma que de hijos de la suprema fe romana, maravillaba la exaltación auténtica que ardía en  los  talleres de Nuestra Señora la Grande.


Pons pertenecía a una categoría superior, dentro de los obreros de la piedra: tallaba imágenes, y aunque el concepto de artista surgió mucho después y la noción de escultor todavía no se había afirmado, el marido de Berta se destacaba por la consideración de que gozaba ante los distintos maestros de obras, delegados del capítulo, que tenían a su cargo la dirección financiera de la fábrica. Nómade, como la mayoría de los de su clase, que llegaban en sus andanzas profesionales, fuera de Francia, hasta Burgos y Alemania y Suecia y aun acompañaban a los cruzados a Oriente, donde se requerían templos y castillos, hacía cinco años ya, empero, que se había establecido en Poitiers. Conoció en dicha ciudad a Berta quien, ansiosa por darle un tono regular a su vida, había instalado una pequeña posada, en la que los canónigos de Nuestra Señora alojaban a determinados menestrales, de acuerdo con sus contratos. A pesar de ser un hombre ejemplar, celoso de las prácticas devotas y de una austeridad notable, los comentarios que circulaban acerca del pasado profesionalmente libertino de la hostelera no debilitaron la admiración que en seguida sintió por su belleza madura y por su eficiencia económica, estimulando, al contrario, su apostólica ambición de redimirla. Berta, movida a su vez por el halago de la seducción que ejercía sobre un hombre de costumbres tan puras, que no sería muy atrayente pero contaba con un sano prestigio, dedujo que se le ofrecía la ocasión de encauzar su destino seriamente y se casó con él. Tenía hambre de respeto. Desde entonces, todo su ahínco tendió a consolidar su posición burguesa. Habló, más que nunca, de su abuelo Pedro Barthélemy, el descubridor de la Santa Lanza que salvó a Antioquía, y si aludió a los archisabidos desaciertos de su juventud, sólo mencionó, pues no había modo de evitarlo, al caballero de Lusignan, padre de su hijo, relegando al padre de Azelaís, de cuna seguramente menos espléndida, y corrió un velo de silencio sobre los numerosos compañeros de placeres fugaces que le atribuía la liberalidad cizañera, murmuradora, del envidioso mercado, y cuya nómina, sin cesar enriquecida y exagerada, incluía a Manassé d´ Hyergues, condestable del rey Baudoin III; a Efrén, el decorador de mosaicos, a quien se debe la encantadora taracea de piedras multicolores de la basílica de Belén; a Basilius, el pintor que iluminó las páginas del salterio de la reina Melisenda; y a infinitos capitanes,   soldados,  estudiantes,  juglares,  peregrinos,   titiriteros, flautistas, gaiteros, algún moro, varios judíos, volatineros, danzarines y vagabundos en general, que según el consenso público habían saboreado su intimidad complaciente y tarifada. Robusta, guapa, hacendosa, se la encontraba desde el alba fregando y ordenando. Era obvio que Aiol y Azelaís, pruebas irrefutables de sus extravíos en las tierras evangélicas, la incomodaban. Al  primero quiso alejarlo,  impulsándolo, con ayuda de los canónigos, a los éxtasis rituales de la vida claustral. Soñaba con llamarlo prior, obispo: mi hijo, el obispo Aiol de Lusignan; y hasta había hecho una promesa --la de cortarse la cabellera caudalosa-- a la Santa Lanza, para cumplirla el día en que eso sucediera. Pero los acontecimientos no demostraban la potencia del hierro que su antecesor había hallado providencialmente, y Berta conservaba, para beneficio exclusivo de Pons, sus guedejas que antaño fueron refugio de las caricias de la muchedumbre. Sobre ese hierro de Antioquía hay mucho que decir. Yo he analizado el tema, hace poco, valiéndome de un libro de F. de Mély, Exuviae sacrae constantinopolitanae, y en el tomo III he clasificado referencias que copio en provecho del lector. 1°)  la única Santa Lanza tolerablemente auténtica, es la que se vio en Jerusalén desde el promedio del siglo VI y pasó, en parte, a Constantinopla; Bayaceto la obsequió al papa Inocencio VIII en 1492 y hoy se la venera en Roma, en la basílica de San Pedro. 2°) la punta, la moharra de esa Lanza, había sido desprendida en el año 614, pero también fue conducida a Constantinopla, cuyo emperador latino, Baudoin II, la cedió en 1248 a San Luis, quien la colocó en la Santa Capilla de su palacio; luego de la Revolución Francesa, la gloriosa reliquia desapareció, a fines del siglo XVIII, robada a la Biblioteca Nacional de París. 3°) la Santa Lanza de Antioquía  (que es la que nos interesa), descubierta por Barthélemy el 14 de junio de 1098 y que el papa Benedicto XIV declaró falsa, se habría perdido ya en 1101, de manera que no se puede aceptar sin vacilaciones el texto de Anselmo de Gembloux que asevera que Ponce, ex abad de Cluny, esgrimió la Santa Lanza de Antioquía en la batalla de Ascalón, el año  1124. 4°)   los historiadores armenios, desde los comienzos del siglo XIII, reivindicaron para su país una Santa Lanza, que se exhibía primero en el monasterio de Kiekart y luego en Estchmiatzine, la cual sería la de Antioquía y es, en realidad, la sección alta de una enseña y no exactamente un arma. 5°)   existe, asimismo, la Lanza de Constantino, la de Pavía en el siglo X, signo de la investidura del reino de Italia, que se transformó en la lanza de San Mauricio y más adelante en la de la Pasión, y se custodia en el Tesoro Imperial de Viena. 6°)   la lista, por ahora, concluye con la Santa Lanza de Cracovia, mera copia de la precedente. Se me disculpará la aglomeración de datos eruditos, característica  de mi espíritu investigador.  Expongo esta panoplia de lanzas para que quien me lee colija que si Aiol no vistió la religiosa estameña y no ciñó la mitra episcopal, pese, al voto de Berta, fue porque la Santa Lanza a la que iban dirigidas las maternas preces  (y por culpa de la cual el pobre abuelo Barthélemy murió prácticamente cocinado, a raíz de la prueba del fuego inobjetable), no parecía estar en condiciones de actuar como un férreo puente, tendido entre las aspiraciones de la posadera y los divinos poderes absolutos. Aiol se negó a seguir el camino eclesiástico, y la acendrada piedad de Pons, que preveía también la tonsura del muchacho, con la dispensa otorgada por el prelado a su bastardía, se resignó a instruirlo en su oficio de modelador de la piedra. Pero su hermano Ithier, por afecto y acaso por snobismo, pues cifraba esperanzas relucientes en los vínculos de su sobrino, o sobrinastro o no sobrino o como eso se designe, con los majestuosos señores de Lusignan, añadió a tal aprendizaje las parcas enseñanzas de cortesanía que era capaz de inculcarle su propia condición de ex pensionista juglaresco de los palacios españoles. Y Aiol floreció, terriblemente hermoso, mitad obrero de la piedra y mitad doncel aristocrático, entre el recelo irritado de Berta, las didácticas obstinaciones de Pons y de Ithier y el amor excluyente  de Azelaís.  Esta última resultó indomable. Así como Aiol obtuvo su relativa independencia utilizando la forma de amable desdén, heredado de los Lusignan, que lo distinguía, y contra cuyo aparente candor distraído, desentendido, se estrellaban los mandatos más impetuosos, Azelaís alcanzó la suya merced a su carácter justamente contrario, hecho de una brusquedad casi masculina y de la distancia que establecía su mutismo taciturno. Mientras Aiol se encaramaba con Pons en los trabados andamios y, por unos mínimos sueldos de cobre, acarreaba en su bolsa las herramientas y martillaba, limaba y pulía, siguiendo las indicaciones de su maestro, Azelaís, en lugar de encerrarse en la posada a hilar o a atender a los huéspedes, andaba sola por las márgenes del Clain y del Boivre, se sentaba durante horas en un sarcófago ruinoso, o se perdía en la floresta, enmarañada como una selva virgen, donde únicamente se atrevían a internarse los cazadores audaces y las brujas y, cuando la interrogaban sobre la meta de sus correrías, ni las imprecaciones proféticas de Pons, que apelaba al rayo de Dios omnipotente, ni los celos y sospechas de su madre, cuya experiencia insistía en que las muchachas que andan solas, o supuestamente solas, no andan en nada bueno, conseguían arrancarle palabra. Más fuerte que ellos, los desafiaba y vencía con su tozuda aspereza. Como es natural, llovían sobre su cabeza rubia las censuras amasadas por la cólera de las mujeres gazmoñas de Poitiers, las que repetían que era igual a su madre, olvidando que Berta había sido, durante su vida entera, un modelo de laboriosidad, tanto cuando ejercía, en el Oriente cercano, un comercio reconocidamente antiguo y útil, bálsamo, paliativo y narcótico de pasiones, como cuando, en el Poitou, echaba hasta la hiel en su empeño de que su mesón brillara como una custodia. De todo ello me fui enterando, a lo largo de nuestra estada en la casa de Berta, como me percaté de que Azelaís participaba de los planes de Ithier para modificar el destino de Aiol, barruntando posiblemente, como el juglar, que si el mozo no había nacido para sacerdote tampoco había nacido para adornar iglesias.

La llegada de Ozil de Lusignan revolucionó a la posada. A Berta, luego de tantos años, no le disgustó enfrentarse con el caballero. Si él, desmejorado por el tiempo, las privaciones y la guerra, no era ya lo que fue cuando escoltaba en sus cabalgatas tumultuosas a Reinaldo de Chátillon, también ella había cambiado desde los días de Jerusalén en que, como una elegante musulmana, se teñía los cabellos de color rojizo, se pintaba los ojos, las mejillas y las uñas y se frotaba los dientes con una mezcla de nácar, de cáscara de huevo y de molido carbón de leña. El uno se había metamorfoseado en un caballero pobrísimo, un triste explotador de torneos, veteado de cicatrices, y la otra en un ama hacendosa, en quien no hubiera sido fácil recuperar la imagen de las liviandades accesibles de la hembra que quedó atrás en la ruta de la vida y del mundo. Él había descendido y ella había progresado; pero él continuaba siendo, porque siempre lo sería, el caballero de Lusignan, el que sentía en las venas el cálido aleteo del hada Melusina y el fluir de la sangre histórica de los grandes vasallos y parientes de los condes de Poitiers, y ella, a la puerta de una posada, prolongaba una existencia de servidumbre. Ambos experimentaban una nostalgia y una desilusión similares: el tránsito por el humano concierto no les había otorgado lo que querían; a Ozil le negó el triunfo de volver a Lusignan --de donde había partido con las dudas y esperanzas propias de un primo desdichado, lacerioso-- para ocupar un cómodo sitio indiscutido entre los varones granados de su estirpe; y a Berta le redujo las aspiraciones de honor y vanidad a la jerarquía de esposa de un imaginero y a las flacas astucias con las cuales pretendía disimular su pasado y que a nadie engañaban.

Tornaron a verse, y aunque el amor que alguna vez los había unido había muerto, se conmovieron los dos y dejaron brotar el manantial de sus ternuras patéticas, que suponían reseco, ante el espectáculo que el uno al otro se ofrecían y que certificaba, bajo sendas máscaras convencionales, sus respectivas derrotas. Yo no me aparté de ellos, en los arduos minutos del encuentro, en tanto el cielo se tornaba rosa y malva, con la mañana de fines del verano --los minutos en que se imponía un rápido reajuste de los  sentimientos y  de los puntos de vista--, y creo que mi  presencia invisible logró el  portento de restituirles, durante unos instantes, su traza de antaño, porque Berta se esponjó, dobló algo la cabeza delicada y tendió una mano, como cuando recibía las visitas amatorias del condestable del rey Baudoin o las del propio Ozil, y el caballero se enderezó y adelantó una  pierna repentinamente flexible, como en sus tiempos de doncel de la reina Alienor y de capitán del príncipe de Antioquía. Alrededor de la pareja se tejió una atmósfera --acaso la tejí yo,  con luces del amanecer y reflejos de mis escamas-- lujosa, argéntea, rutilante, una claridad que aisló al paladín y a la meretriz, bellos y finos, de la cotidiana modestia que los circundaba, y que los transportó al aire protocolar de las salas de Jerusalén y del Cairo. Pero el prodigio, como los que yo elaboraba a esa altura de mi feérica carrera --si en verdad fue provocado por mi anhelo de devolverles algo del remoto lustre--, duró poco; al cabo de unos instantes, la  tensión disminuyó y recuperaron   (sensata mesonera obsequiosa y viejo guerrero errabundo)   los rasgos que les había impreso el rigor de la vida. Sin embargo, aquella emoción y su encendido vibrar pasajero, los acompañó, en cierto modo, los efímeros días en que las circunstancias los  aproximaron nuevamente, y eso, por lo que uno y otra pudieron haber sido o soñaron haber sido, le confirió a la posada una calidad distinta  y refinada que, mientras Ozil  permaneció en la casa, captaron los azorados moradores del hostal.

Ithier, otro vencido, tomó a su cargo la tarea compleja de conseguir que Pons, menos sutil que los demás personajes de este episodio, por moverse en un cerrado círculo austero de convicciones estrictas, donde lo bueno y lo malo se encastillaban en exactas posiciones y donde todo se regulaba de acuerdo con las exigencias de una religión inflexible, captara los matices del vínculo que, al cabo de los años, prevalecía entre Ozil y Berta, y no entorpeciera con actitudes insólitas un diálogo del cual dependía el futuro de Aiol. No fue sencillo lograrlo. Pons actuaba como un hombre para el cual dos y dos son invariablemente cuatro, y para quien Ozil no representaba nada más que la imagen de un pecador, de un ser que desvirtuaba, con cada uno de sus gestos, el santo espíritu de la cruzada, de los cruce signati, un individuo que había contribuido a empujar a Berta por la senda viciosa (como si ella lo necesitara), y no le importaba un comino el detalle de que perteneciera al linaje feudal de Lusignan y de que hubiera paladeado la intimidad de los reyes de Jerusalén. Dividía a los humanos en dos clases únicas y adversarias: pecadores y no pecadores; Ozil formaba parte de la primera, de la que él, con sus oraciones y propósitos de disciplinada vida, había rescatado a Berta, llevándola del lado de los virtuosos. Y no había más vueltas que darle, porque la verdad no se confunde con una zanfonía cuyo manubrio se hace girar a gusto. Así como una estatua de la Virgen o de un apóstol, está bien o mal esculpida y es imposible errar sobre sus justos méritos, resultaba vano acumular argumentos para demostrarle a Pons que una conciencia negra era blanca. Se reía de los señores (lo dijo, con una risa forzada, al disgustado Ithier que aspiró a empinarse como favorito del rey de Castilla); para él no había más señores que los canónigos que encargaban sus obras. Además, a esa disposición intransigente se añadían sus celos que apenas velaba. Lo sacaba de quicio la atrevida confianza de ese caballero, sin duda más pobre que él, a quien tildaba de inútil, un hueco apostador incorregible en torneos donde se juega la cabeza (nueva infracción de los preceptos divinos) y, pero eso no se advertía casi, pues era lo que más quería esconder, lo espantaba e indignaba la idea de que Ozil, obviamente más fascinante que él, pudiera inquietar con su encanto personal a la sosegada Berta y modificar el cristiano ritmo que le había comunicado a sus actividades. El tolerante y trivial Ithier, mucho más elástico y mañoso, empleó en la función de convencerlo los razonamientos que le procuraba la extraña moda de entonces, en lo que atañe a las relaciones entre esposos, sin tener en cuenta que su dialéctica frívola y mundana, inspirada por las costumbres de un medio aristocrático que en nada correspondía a la realidad del tallista y la posadera, sólo lograría acentuar las suspicacias irascibles de su hermano.

Le puntualizó que el criterio había evolucionado diametralmente desde que Pons, veinteañero cincelador de pórticos catedralicios, recorría con el atado al hombro las carreteras de Francia y de Alemania. No se concedía, ahora, trascendencia a prejuicios que antes habían embotado a las gentes. Ahora un amor cortés, inteligente, razonado, en que si el cuerpo concernía al marido, el corazón concernía al amador --puesto que no podía florecer el amor verdadero dentro del matrimonio--, sucedía al apadrinado por las viejas condiciones. El marido debía sentirse orgulloso de los homenajes de los cuales era objeto su cónyuge, y oponerse a ellos constituía una falta garrafal de gusto. Chrétien de Troyes lo había explicado nítidamente en sus novelas, como heraldo de la condesa de Champaña. Tanto la mojigatería de la dama como los celos del esposo eran considerados vulgares. Gracias a esas ideas progresistas --recalcaba Ithier-- se había terminado el aburrimiento feroz de los castillos; ya nadie se aburría en los castillos, donde anteriormente, después de la misa matinal, la jornada se estiraba con temible pesadez para el castellano, cuando no era época de cacería o de guerra. Hoy en día quedaba el recurso intrincado de ocuparse de los sentimientos, jugando a un juego peligroso y exquisito: la nobleza y los juglares se amaban sin que la obsesión torpe de la posesión física prevaleciera; se aspiraba a poseer el alma, primorosamente, poéticamente, conservando en su lugar exacto a los privilegios fundamentales que otorga el matrimonio. Pero Pons no entendía o se negaba a entender. Él no era ni un gran señor atosigado de tedio ni un trovador atormentado por el alambique ingenioso del trovar oscuro, clus; era un tallista de imágenes y como tal trabajaba mientras el sol lo permitía. Carecía de tiempo para fantasías ociosas. Amaba decentemente a su mujer y eso era todo. ¿Con qué le salían, entonces? ¿Cuál era esa diferencia ridícula, ese matiz entre esposo y amante? ¿El caballero Ozil era el amante de su mujer? No... no. . . no... (hay que comprender, Pons, hay que comprender), no era el amante; era un caballero, y por su condición afrontaba los asuntos del amor de otro modo, muy diverso. ¿El amor? ¿Estaba Ozil enamorado de Berta? No, no estaba. Se trataba de algo mucho más complejo, que Pons no comprendía y debía esforzarse por comprender. Y dale, dale. Ithier se extraviaba en el dédalo de su retórico embrollo, que se apartaba cardinalmente de la realidad, pues ni Ozil ni Berta participaban del travieso deporte cortesano: el caballero, porque no iba a rectificar, a la vera de sus cincuenta mohinos años, sus esenciales  nociones,  la ruda entereza propia de la clase militar, que la frecuentación de la reina Alienor, durante su adolescencia, había barnizado de urbanidad gentil, sin despojarla de sus enérgicos caracteres; y la posadera, porque su afán de placidez burguesa y de respeto la alejaba de cuanto insinuaba una tentativa de retroceso hacia su pasado disoluto. El encuentro, al cabo de años, les había devuelto una corta ficción de felicidad y juventud. Eso fue todo. Ni uno ni otra se proponían nada más. Si se lo hubieran declarado así, probablemente Pons lo hubiera captado, pese a su naturaleza cavilosa. Ithier tuvo que enmarañarlo. Ya no pensaba en el caso particular de su cuñada y de su ex amante. Pensaba en abstracto, como un poeta, como un miembro de la casta y de la generación que había revolucionado, con invenciones tan peregrinas como la de las Cortes de Amor  (sin parar mientes en lo que su lirismo entrañaba de inmoral y de adúltero), el código de la relación apasionada, creando una turbia mística nueva, a la que defendía estéticamente --él, que nunca consiguió intervenir en los retozos de ese pasatiempo brillante--, aguijoneado por su apetito de terciar, aunque sólo fuera a través de los artificios de una solidaridad elocuente con su cofradía, en los manejos de la elegancia que es fruto de la moda. Insistía y Pons no lo escuchaba. Lo único que lo detuvo a este último, en la revesada exposición, era lo pertinente al futuro de Aiol. Sí, quizás sería ventajoso que el muchacho partiera con su padre. No había en él pasta de artesano. Se martillaba los dedos y equivocaba las mezclas. Como contaban del niño Perceval, la primera vez que vio a unos caballeros en mitad del bosque, y los confundió con ángeles, Aiol había sido deslumbrado por el resplandor, por el reclamo ancestral de las armas. Que se fuera, que se fuera, pues... Pons lo quería, pero le faltaban argucias para retenerlo. Además, demasiado bien sabía él cuánto le pesaban a su mujer los bastardos, y no obstante que su caridad lo incitaba a guardarlos y educarlos de acuerdo con las normas de la santa religión, adivinaba que su existencia marital se desarrollaría mucho más serenamente y Berta alcanzaría su plena redención, si desaparecían los importunos testigos.

Decidió acomodarse a las transitorias circunstancias, de las cuales acaso resultaran considerables beneficios, y aceptó la presencia de Ozil en el mesón, limitándose a no cruzarse con él y sobre todo a simular que no percibía la atmósfera especial, conmovedora y afligente, que envolvía a su mujer y a su casa, con menciones constantes al califa de Egipto, a Jerusalén, a los Lusignan y al Barthélemy de la Santa Lanza de Antioquía, una atmósfera de la cual, por otra parte, estaba excluido. Y se entregó, con denodado transporte, a su tarea de escultor, durante la semana en que Ozil permaneció en Poitiers. Desde el alba, se oían en el interior de Nuestra Señora la Grande los golpes y chirridos de sus herramientas y el vozarrón con que azuzaba a sus auxiliares.

Pero las cosas, claro está, no podían producirse tan sencillamente. Las cosas se torcieron, quizás por obra del laborioso Demonio, que en la Edad Media se manifestaba con fruición continua y andaba en todo. Para contrarrestarlo, hubiera sido propicia la ayuda de un ángel, y el único al que yo conocía y cuyo socorro hubiera sido capaz de servirnos --aunque, como ya he subrayado, no mediaba entre nosotros, por altas razones, una amistad directa-- se hallaba lejos del escenario de estos episodios, lejos, en su celda de Lusignan, leyendo su libro de horas a la luz de un candil nocturno o de la tarde soñolienta de verano.

Creo que lo que voy a narrar aconteció al tercer día, o con más precisión a la tercera noche de nuestra estada en Lusignan. Se había resuelto ya que Aiol partiría con el caballero, y su madre se preocupaba de aprestarle un pequeño equipo. Azelaís se esfumó, enconada. Seguramente vagaría por la cercana floresta. Ozil obtuvo que el herrero de Nuestra Señora reparase su armamento, que harto lo requería. Inactivo, merodeaba por el pueblo y por los corredores de la posada, apoyándose, como en un báculo, en el asta de unicornio, lo que le confería, por su rareza, una autoridad más, como si fuera un patriarca antiguo, e Ithier lo acompañaba, con su zanfonía, cantando al azar unas historias de amor bastante difusas. Me parece que el caballero rondaba a Berta, de puro no tener qué hacer. A Pons nunca lo encontrábamos en nuestro camino. Esculpía, en el ángulo del crucero, dentro de Nuestra Señora la Grande, el capitel de la muerte de San Hilario. Aiol lo secundaba apenas. Solía quedarse, en la habitación baja del mesón, mirando hacia afuera, por la ventana que dejaba colar el rumor de los pájaros y la pereza del estío. Sentado en un banco, meditaba. Yo me acomodaba entonces en el banco frontero, como una quieta esfinge, dejando caer hacia atrás la curva de mi cola, afirmado el rostro en las palmas de las manos, fijos los codos en la comba del vientre, los pechos apretados, escondidos. Escrutaba la cara secreta del doncel, sus ojos de inquietante hermosura. A veces no resistía a la tentación de estirar los dedos hasta casi rozar sus mejillas y sus lacias crenchas, y en esas ocasiones me acometía un ligero temblor que se comunicaba a mis alas vibrantes, con lo que una frescura inesperada movía el aire del aposento, como si en él oscilara uno de los flabelos de plumas de pavo real que en las iglesias mecían los diáconos para espantar a las moscas de los altares, durante los oficios; y Berta, sensible a la dulce corriente, gritaba desde el taburete vecino de la hornilla, donde remendaba unas calzas de Aiol, que no podíamos quejarnos del rigor del verano. ¿En qué pensaría Aiol, en esos momentos? ¿Prevería, acaso, el destino que lo aguardaba en tierras crueles? El ojo azul y el ojo dorado miraban hacia afuera, como si miraran hacia la vida, y la vida se ofrecía ahí, en ésa calle que reverberaba como una armadura, en el camino que se perdía más allá, entre ríos y onduladas sombras.

Quería la costumbre que a la sazón durmieran varios en la misma cama. En ocasiones hasta seis ocupantes se metían en una sola. Eso le acarreó a la noche medioeval consecuencias enredosas, situaciones que evocan, puesto que se dormía totalmente desnudo, la imagen de los dioses del Asia lejana, con muchos retorcidos y entrelazados brazos y piernas. Pero es inútil pretender vituperar las consolidadas costumbres de cada período. Las cosas fueron como fueron y son como son. Se dormía así y basta. De cualquier modo, quienes en la Edad Media dormían de esa suerte, realizaron notables proezas que hoy contamos con maravilla. No resultaron tan mal. Alrededor de cada superpoblado mueble, crujiente, sacudido y sudoroso, ronroneaban y gruñían, según la bondad de sus sueños, los perros y los gatos, y si en vez de pernoctar en una humilde posada lo hubiéramos hecho en un ufano castillo, no es difícil que algún caballo predilecto hubiera compartido, como sucedía en la fortaleza señoril de Lusignan, la henchida cámara, de lo cual se deduce que en determinadas circunstancias la humildad de los que andan a pie presenta ventajas nada desdeñables.

Una noche, pues, y repito que creo que sucedió al tercer día, los miembros de la original familia que se había constituido en la posada, se distribuyeron en los lechos, luego de rezadas las preces. Berta y Pons usufructuaban, solos, un tálamo, lo cual es justo, reverenciable, tradicional y, si se compara con la condición del resto, cómodo; Ozil, Ithier y Aiol cabeceaban juntos, sobre un ancho jergón; Azelaís lo hacía con tres mozas de la servidumbre. Yo me alargaba en el sitio que más me convenía, aprovechando unas bolsas de harina o unas brazadas de heno, las gafas al alcance de la mano, dilatadas las alas para gozar con más holgura del menor soplo de la brisa floja. Venían, de la distancia, de los campos donde el trigo balanceaba su modorra, ecos de ladridos y de rebuznos y algún frágil tintineo de campanas. El verano nos gobernaba, con su corona de insectos, como si guiara las horas por un lago inmóvil. La luna, filtrándose por las ventanas, o la claridad de una vela encendida delante de una de las figuras de bulto que tallaba Pons --las mayestáticas, torvas, severísimas y tiernísimas vírgenes de madera policroma, con el divino muñeco sostenido en el regazo por las manazas duras-- destacaban los suaves contornos y la fantasmal palidez de los cuerpos horizontales: las formas blandas y relajadas de Pons, cuya carne había cedido a la corrosión de una existencia de trabajo, y que era el único que protegía su cabeza con un gorro; las de Berta, espléndidas, sensuales, exaltadas por la generosidad de las caderas sinuosas y de los pechos llenos, mullidos por años de erótica acrobacia; las formas de Azelaís, de una transparencia y una blancura marmórea, que infundían, tan admirable era la pureza de su dibujo, una suerte de pavor, y probablemente despertaban deseos equívocos, con sus aristas y pulidos todavía adolescentes, casi animales, felinas, recogidas en una instintiva vigilancia que no cesaba en el reposo; las de las mujeres del servicio, paisanas vigorosas, frescas y sin embargo ajadas, con encantadores hoyuelos y penumbras de axilas y, en las piernas, un triste cordaje de venas en relieve; y las tres espigadas, magras hechuras del caballero, el juglar y el muchacho, cuyos largos esqueletos asomaban bajo la tirantez de las epidermis y que mostraban, en los músculos del torso de Ozil, una gris maraña velluda; en el de Ithier, las miserias de una enjutez y un costillar hechos a las oblicuidades de la zalema y la adulación; y en el de Aiol, a los quince años, el limpio burilado de un bronce de tibios reflejos, que proclamaba, con su libre abandono involuntario, la graciosa exactitud de sus proporciones y que correspondía, artísticamente, a una época muy posterior a la que vio florecer las obras compactas y austeras de Pons y sus colegas del siglo XII.

Yo holgazaneaba hasta tarde entre los cuerpos indefensos. No era únicamente mi amor por Aiol el que a ello me impelía, sino la necesidad de saber que participaba de esas alegrías, esos titubeos y esas angustias, y de que ya no estaba sola, descartada de las desazones de la vida, en la fatua prisión de Lusignan. Oía sus respiraciones, sus quejas, sus ronquidos, sus palabras tartamudas, infantiles, su rechinar de dientes, y respiraba el olor que se levantaba del encierro caldeado, y así como cuando Aiol, al atisbar por la ventana, pensativo, tenía la sensación de que espiaba al futuro, yo sentía que en los instantes en que más se me entregaba la inerme intimidad de aquellos seres, me acercaba a las enigmáticas raíces del mundo, y que el mundo se resumía y concretaba y crecía, como una rica planta de distintas hojas y flores en el abrigo de un invernáculo, en la fértil fraternidad de un mesón de Poitiers. Hasta que terminaba la silenciosa ronda y yo también me echaba a descansar, aguardando el momento en que todos reanudaríamos, con el alba, el diario trajín.

Esa vez, empero, se rompió el ritmo de los acontecimientos. Me había tendido en un rincón de la cámara de los tres hombres, y puesto que mi desmesurada vejez se evidencia en la levedad de mi sueño, un susurro me hizo abrir los ojos. En seguida mi atención estuvo alerta, porque el rumor no procedía de un ratón que roía la paja, en torno del apoyado cuerno de unicornio, ni de un perro que se rascaba, ni de una paloma que en el techo desfallecía con enamorados arrullos, ni de un hada viajera, mi cofrade, que se había deslizado por la chimenea y danzaba, inventando tenues pasos sobre la ceniza, sino de una encapuchada aparición que avanzaba hacia el lecho. A pesar de la oscuridad y del rebozo que tapaba su desnudez y sólo descubría sus pies y sus brazos, blancos en el contraste de la sombra, como diseños de tiza, por ese blancor me di cuenta de que se trataba de Azelaís. Venía calladamente, reteniendo el aliento, y se detuvo junto a la cama. Allí alargó un brazo y alcanzó a tocar la frente de Aiol. Comprendí que quería lograr que despertase, sin que los otros, que dormían a pierna suelta, lo advirtiesen, y a poco lo consiguió, pues el mancebo parpadeó y la reconoció en la negrura. Púsose ella el índice sobre los labios y le indicó que la siguiera. Aiol se incorporó sin ruido, se sujetó rápidamente las bragas y se fue detrás. Ni qué decir que yo, picada mi curiosidad por lo insólito de la escena, salí a la zaga de la habitación. Había junto a ésta un cobertizo, que albergaba una vaca y algunas gallinas, y allá se encaminaron, bajo los reflectores de la luna que caían en cascada celeste.

  Me correspondió entonces ser testigo de un suceso que añadió su turbación al ambiente excepcional que nos envolvía. Ázelaís se sentó en un poyo, atrajo al muchacho al mismo asiento, y comenzó a hablarle en voz tan baja y vehemente que debí arrimarme mucho para entender qué decía. Y aun así, tardé en captar el giro de su entrecortado discurso, pues estaba mechado de alusiones a circunstancias que yo desconocía, y la impetuosidad con que Ázelaís monologaba me hacía perder el hilo de sus ansiosas preguntas y afirmaciones. Pero pronto me pareció que si la muchacha insistía y volvía a insistir en el tema de que su hermano no debía partir con su padre, dejándola en Poitiers, sino llevarla con ellos a enfrentar las aventuras que les aguardaban quizás en otras ciudades y otros países, tal imposición derivaba de su desesperación de quedar en una casa donde no representaba papel alguno y donde no se deseaba su permanencia, mas también se originaba en la fuerza de sentimientos que sin duda habían discutido antes y que infundían a su vínculo un carácter realmente singular. Creí deducir, a través de lo que iba balbuciendo, que esa inexplicable mujer, que por momentos daba la impresión, con su hosquedad y su arrogante energía, de ser un hombre, de ser uno de esos muchachos que andaban por las calles de Poitiers afirmando su viril desplante, experimentaba, con relación a su hermano apenas menor, una mezcla efusiva de cariño, piedad, admiración, dependencia y necesidad de ampararlo, susceptible de confundirse con el amor más apasionado y maduro, y como sus palabras, farfulladas en la soledad del cobertizo, venían acompañadas por el trémulo arrullo de una tórtola que, ahora sí, porfiaba entre las tejas con su encelado canturreo, la escena, acentuada por el modo en que Ázelaís lo tenía medio abrazado a Aiol y le besaba la cara y los hombros descubiertos, mientras gemía hasta las lágrimas que no la abandonase, alcanzó una culminación tan punzante que el mozuelo, asustado, forcejeó para desasirse. Pero ella podía más y lo estrechaba contra su pecho, sin cesar de hablar, murmurando unas frases deshilvanadas y entreveradas en las que el motivo del miedo y el motivo del amor iban y venían y se acordaban y respondían, como en una patética música. Sus largas manos, semejantes a las de Aiol, descendían hacia la cintura del adolescente, implorando y arañando, y la estupefacción me embargaba tan completamente, ante la situación extraña y chocante (por más que entre esos personajes alterados cabían posibilidades distintas de las comunes), que asistí a sus alternativas petrificada y como si no estuviera más enterada de ellas y de su locura que la vaca que en ese instante mismo rumiaba en el establo y que las encaramadas gallinas que nos rodeaban inmóviles.

En verdad, los seres humanos escapan a toda previsión y cálculo. Cierran una puerta y hacen, detrás, cosas vesánicas y horribles; luego regresan al salón convencional, oficial, y nadie --fuera de alguno muy astuto o muy mal pensado-- se atrevería ni siquiera a sospechar de qué son capaces en la impunidad del secreto. Buena parte del suspenso bajo cuya amenaza vivimos permanentemente nace de dichos desdoblamientos, engendrado por un detalle tan baladí como una puerta abierta o cerrada. Y eso, siendo a menudo espantoso, sin embargo enriquece a la vida y le otorga perspectivas que multiplican monstruosamente su vigor. Empero no deseo extenderme sobre este tipo de reflexiones que me arrastrarían lejos. Me basta conque el lector haya apreciado el tono del episodio que intento describirle.

Aiol, vencido por la urgencia del rapto de su hermana, sucumbía ya y resbalaba hacia el colchón de paja apilado en el suelo y apenas acertaba a repetir:

--Vendrás con nosotros, Ázelaís, pero déjame...  déjame.. .

Yo, que había roto el embrujo que me embotaba y que, temblorosa de celos, con un breve golpe de alas, había ascendido sobre sus cabezas, flotaba allí, como una gran lámpara colgada de las vigas por impalpables hilos, o más bien como un insecto gigantesco que se sostenía en el aire, aparentemente fijo y detenido, sin que se advirtiera la vibración que lo mantenía en la altura. Estaba indecisa acerca de lo que me convenía hacer, hasta que Aiol pudo por fin escurrirse entre las manos de su hermana y huyó en busca de su lecho. De nuevo vacilé, ignorando qué partido tomar, si seguir a mi amado hasta su refugio o espiar la reacción de Azelaís. Opté por lo primero, que era, lógicamente, lo que más anhelaba mi viejo corazón, y en la cámara de los hombres me encontré con que  Ozil también faltaba del aposento. Habría despertado y, al observar la ausencia de su hijo, posiblemente habría calculado que ella le facilitaba la ocasión de acercarse a Berta. Después me enteré de que Berta y él habían concertado un encuentro furtivo, para las  últimas horas  de  aquella noche,  pero  por el momento, ayuna de ese plan, lo único que conjeturé es que el caballero dejaría al azar la probabilidad de concederle una entrevista. Aiol se acostó junto al poeta y poco a poco se fue calmando. Lo velé unos minutos, hasta que se aquietaron los latidos de su pulso y, exhausto, mojadas las mejillas por un llanto que era tan suyo como de Azelaís, se entregó al sueño. Entonces, puesto que resultaba obvio que ese sería para mí un amanecer de vigilia, regresé al tinglado de las gallinas, con la esperanza de encontrar a la muchacha.

No la distinguí al principio, dado que las sombras se habían apeñuscado entre los comederos y algunas piedras a medio tallar y en los flancos de la pesada vaca, tiesa, ocre. Cuando la hallé en el suelo, tornó a avivarse mi sorpresa --en la posada de Berta y de Pons las razones de sobresalto se sucedían continuamente--, porque el vago ropaje y su caperuza se habían corrido a un lado y yacía, desnuda, sobre el heno. Hincaba los dientes en las briznas; tartajeaba unas palabras ahogadas, en añicos, como si hubiera perdido la razón, y todo su cuerpo, luminoso de tan blanco, se agitaba violentamente en la tenebrosidad del improvisado pórtico. En ese instante preciso fue descubierta por el escultor. El marido de Berta, que iba en persecución de su mujer, había surgido detrás de mí y, tan azorado como yo, asistía al inocente espectáculo que se complicó al punto: porque allí se produjo lo que luego se debatió minuciosamente y exacerbó tantas disputas enconadas de escépticos, de teólogos y de comadres. A Pons y a mí nos pareció que encima de aquel cuerpo convulso se alzaba, como si se desprendiera de la tenaza de los muslos febriles, un negro vapor, que podía asumir la estatura de un hombre y que, después de oscilar brevemente, se desflecaba, desvaneciéndose en el aire. Yo había dejado las gafas en la cámara de Aiol, y Pons, a causa de la distancia en que estaba ubicado, no podía ver con exactitud qué pasaba, pues el temor y el desconcierto lo habían paralizado. Evidentemente, era admisible que se tratara de una mera ilusión de los sentidos. Fluctuaban en el cobertizo unos jirones de niebla, la que invadía el patizuelo y la huerta próximos, y lo que vimos o creímos ver --pues Pons lo proclamó en seguida, gritando: ¡Ay! esa sombra... ¿qué es esa forma negra?--, bien pudo ser un vaho de bruma, o una exhalación sutil fermentada en el propio establo, o un espejismo del claroscuro suscitado por la luz inicial del día, que se insinuaba en la atmósfera.

¿Cabía la eventualidad de que un elemento diabólico hubiera intervenido en un incidente tan herméticamente obsceno? Cabía, sin duda, y ya dije que a la sazón el Demonio se inmiscuía en todo. Y lo que más me irritaba, y todavía ahora me irrita, es que comprobé que mis poderes de hada, que debieron haberme servido por lo menos para detectar una presencia sobrenatural, ya que lo sobrenatural constituía mi dominio y me había graduado en las asignaturas que codifican al misterio, no me sirvieron en absoluto, reduciéndome a la misma pobre ineficacia de Pons, que no disponía de más ayuda que la que le suministraban su vista, su oído y su olfato. Pero Pons contaba con otro recurso, incomparable, pues sacó un crucifijo de sus ropas y, esgrimiéndolo, presentándolo hacia el sitio donde se había desdibujado la ligera columna maléfica, exclamó:

--¡Por esta Cruz te conjuro, Satán, para que liberes a esa mujer!

Al escucharlo y notar, consiguientemente, su presencia, Azelaís lanzó unos aullidos atroces, que mucho más tarde, en los desiertos de Oriente, volvieron a mi recuerdo, cuando en la noche se lamentaba el hambre de los chacales. Hiciéronles eco la vaca, las gárrulas gallinas y el alboroto de los perros que acudieron en legión. Fue tal el tumulto, que nadie quedó en la cama, y el patizuelo se llenó de amigos y de huéspedes escasamente vestidos, coyuntura que --como reparé desde mi privilegiada atalaya-- Berta y Ozil aprovecharon para sumarse al corro, viniendo de quién sabe qué familiaridades evocativas de sus impudores del Cairo y de Jerusalén, ella con la chaisne, suerte de bata de interior, echada sobre los hombros, destapados los globos de los pechos, él con la camisa estampada de arrugas, que no le bajaba de la cintura, pues el resto había sido dedicado a remiendos, lo que configuraba la deducible inmodestia de su atavío. Y aunque Pons, algo después, prestó también atención a su desarreglo culpable, ahora el asunto de las actividades de esta pareja quedaba relegado, para él, al círculo triste y accesible de las humanas flaquezas, que nada tiene que ver con los cortesanos lirismos enumerados por Ithier, en tanto que las reacciones de Azelaís cobraban una trascendencia infinitamente más importante, al incidir tal vez en el plano de lo diabólico, al que la religiosa obsesión del tallista debía conceder una prioridad absoluta. La propia Azelaís, ignorando si Pons había sido testigo de sus torpes maniobras con Aiol,  y  consciente  del  escándalo que  ellas desencadenarían, extremó los desesperados aspavientos, si bien éstos pudieron resultar también de su angustia ante la secuela de un pecado en el que tuvo por guía a un demonio  (que una y otra conjetura eran en el momento admisibles), y ya fuera para disimular sus incestuosas tretas, o sus solitarios artificios voluptuosos, ya fuera porque, como el suspecto vapor parecía confirmar, había caído en las zarpas de un íncubo --feliz o no, a causa de esta última posibilidad que habría llegado en el instante psicológica y fisiológicamente oportuno--, se puso a vocear, a bramar y a ulular con irracional energía, lo que aseveró en el ánimo de los aterrorizados presentes la idea de que era víctima de la satánica lubricidad. Intérprete de ese pensamiento general fue Pons, quien declaró gravemente: --¡Estás poseída Azelaís, que Dios te ampare! Y mientras Berta, Ozil, Ithier y Aiol, más asustado que ninguno, se esforzaban por sujetar a la histérica muchacha, que se encrespaba, zarandeaba, babeaba, revolvía los ojos y multiplicaba los golpes ciegos, y pretendían cubrir su trépida desnudez y evitar que se arrancara la rubia cabellera a puñados, volcándole agua encima, con lo que empaparon la larga camisa que al cuerpo le adhirieron y quedó más imponentemente desnuda, el piadoso escultor, que postergó, pues hubieran sido estúpidas frente a la magnitud de este otro acontecimiento, las recriminaciones a su esposa desleal, echó a correr hacia Nuestra Señora la Grande, en demanda de sacerdotes, cirios, reliquias y agua bendita. Yo fui la única que conservó la cabeza, en medio del barullo --a parte de las tres criadas, que o eran idiotas o disponían de incalculables reservas de cazurrería, pues permanecieron en un ángulo, calladas, con unas semisonrisas maliciosas-- y anduve revoloteando sobre los grupos,  rozando  al  atribulado Aiol cuando me  atrevía,  y husmeando la paja, en la pesquisa de algún rastro de olor a azufre o a mixtura del Infierno. Pero nada especialmente perverso olí, si bien es cierto que las emanaciones de la vaca, de las gallinas y de la gente excitada y desarrapada que se condensaba en el patizuelo y en el cobertizo y a la que seguían agregándose vecinos preguntones, dificultaban una seria investigación.

Durante los dos días siguientes, mañana, tarde y noche, la posada recibió la visita de numerosos eclesiásticos. Acudían, movidos por el deber y por la curiosidad, por las súplicas de Pons también, que contaba en esos medios con altas protecciones. Cuando pienso en ello ahora, llego a la conclusión de que alguna forma de posesión diabólica debió existir, pues en todo el tiempo Azelaís no paró de gañir rabiosamente y de sacudirse, como si la martirizara un demonio. Su bella cara asumía expresiones grotescas o feroces. Aseguraban las mujeres del barrio, que se turnaban en su cabecera, que le habían oído la voz al engendro tenebroso que la dominaba, y que era una voz baja, ronca, semejante al gruñido de un cerdo y a un bramido lejano. Por los labios de la muchacha, profería insultos y blasfemias. Yo no la oí, porque en esos momentos tuvo el asunto una derivación que me obligó a desatender su vigilancia: Aiol, con un cuchillo, dando una prueba de fortaleza que me dejó atónita, se cortó la cara profundamente, de la sien casi hasta la boca, en el lado izquierdo, el del ojo azul, para castigar así, colegí yo que estaba al tanto de los antecedentes, a un rostro culpable de los descarríos de su hermana. Hubo que someterlo a curaciones peligrosas (toda curación era peligrosa entonces; el sesenta por ciento de los niños moría en los primeros meses de su venida al mundo, y el promedio de la vida oscilaba entre los veinticinco y los treinta y cinco años) y que recluirlo en el lecho. Algunos vecinos murmuraron que había querido violarla a Azelaís, lo que explicaba su desesperada actitud; otros anduvieron más cerca de la verdad y hasta recordaron, cargándole a Azelaís el delito, la antigua profesión de su madre; pero nadie se resignó a descartar completamente la posibilidad de la intromisión de un legionario de Lucifer en el espinoso enredo, porque suprimirlo de cuajo hubiera significado renunciar a una contingencia que, siendo terrible, aportaba a la lugareña monotonía las distracciones propias de su espanto novedoso, con gran ajetreo de clérigos y consultas y preces. Los mozos que habían intervenido en la representación de la parábola de las Vírgenes Prudentes y las Vírgenes Locas sitiaron la posada, esos días, sin lograr ser admitidos en su interior. Querían saber de Aiol y de Azelaís.

Sospechaban que algo gordo se estaba cocinando allá adentro, a expensas de sus amigos, y cada vez que un sacerdote, portador de relicarios, aparecía en la puerta, lo acosaban a preguntas y tironeos, hasta que unos hombres de armas del conde de Poitiers vinieron a imponer orden.

Yo no me apartaba de Aiol, como el lector imaginará, aunque ardía en deseos de fisgonear qué pasaba en la habitación de su hermana. El muchacho deliraba bajo las vendas; lo habían maniatado, para evitar que en el desvarío se las arrancase; y, fuera de su padre, de Ithier y, en contadísimas ocasiones, de su madre --roída por el arrepentimiento egoísta, y más inquieta, sin duda, por las amenazas que se cernían sobre su propio trance que por las que tenían en jaque a sus hijos--, nadie contribuía a ocuparse de él. Ozil sufría dignamente, como corresponde a un caballero. Quizás le atribuía a la forma en que había cedido a la incontinencia, luego de años de herrumbrosa castidad, parte de la tormenta que se había abatido sobre la tranquila casa. Berta y él apenas se atrevían a mirarse. Los protegía de las iras de Pons, que integraban también el complejo cuadro, el hecho de que, por un voto, el artífice no pudiera abandonar sus tareas en Nuestra Señora la Grande, donde esculpía el capitel de la muerte de San Hilario con tan devota rabia, que se dijera que sus martillazos iban dirigidos al demonio seductor de su hijastra y al humano seductor de su mujer, ligados en su cólera y en sus desilusiones. Y lo curioso es que el voto en cuestión, que lo condenaba a multiplicar sus sudores de artesano de la piedra, perseguía por objeto la redención de Berta y el recobro robusto de su virtud, restaurada por la purificación del matrimonio. Claro está que hubiera sido absurdo suponer que Ozil de Lusignan, héroe de batallas y torneos, abrigaba la menor ansiedad frente a la perspectiva de los desmanes del tallista, pero el remordimiento trastornaba al paladín y lo enervaba. Él no estaba hecho al desorden de las circunstancias confusas, originadoras de la ironía y el disparate de que nobles y villanos cambiaran sus papeles. Podía ser un caballero pobre, a veces relegado al extremo de las mesas castellanas, pero seguía siendo un caballero, descendiente del hada Melusina, flor genealógica del Poitou. Lo que ansiaba era partir cuanto antes. Lo repitió a Berta. No bien Aiol estuviera en condiciones, acaso dos o tres días más tarde, partirían, dejando atrás, como un mal sueño, el recuerdo del escándalo. Las reacciones de Ozil se escalonaban, como se observará, sencillamente, con una sencillez militar. Sentado al pie de la cama de su hijo, bruñía sus armas, con la ayuda de Ithier, y si las quejas del muchacho subían de tono, le rociaba de agua fresca el vendaje. Hacía lo que yo, desventurada de mí, hubiera debido hacer. El cruzado no entendía qué pasaba con Aiol, por qué se había cortado tan vesánicamente el pómulo; qué pasaba con Azelaís, esa muchacha rara, insensata, firme y orgullosa como un muchacho, y sin embargo capaz de volverse de súbito muy femenina. Desde que había descabalgado en el hostal de Berta y había hallado a la prostituta convertida en señora y luego había caído, con esa misma señora obsequiosa, favorecida por los canónigos, en los lazos de una sensualidad que presumía muerta o por lo menos agonizante, no entendía nada. Enfurruñado, llena la cabeza de imágenes de guerra en los desiertos y de lances en honor de la reina de Francia y de la princesa de Antioquía, mucho más claros, siendo remotos, que estas inmediatas ambigüedades y ofuscaciones, frotaba el yelmo, la cota, las espuelas, el escudo de mis dos esmaltes. A la hora en que Pons regresaba, él desaparecía. Se iba con Ithier y su música, a ambular por el bosque, y no volvían hasta la madrugada. De todos modos, el tallista no tenía tiempo para dedicarlo a su preocupación doméstica. En la posada, vivía consagrado a la endemoniada Azelaís.

Los sacerdotes, interrogados por él y por las comadres, hablaban de las curas milagrosas de Bernardo de Claraval, fallecido hacía más de veinte años, que según el vulgo, había fortalecido su poder con el rigor extremo de las privaciones, pues sólo se alimentaba de trozos de pan mojado en agua caliente. Recordaban sus prodigios de Bar-sur-Aube, de Milán, de Pavía, las mujeres medio estranguladas por los diablos, que se debatían entre espumarajos, y que él había recuperado para Cristo. Una hubo tan atribulada, que no podía meter la lengua dentro de la boca, y ésta pendía afuera, como una trompa de elefante. Exageraban, pero el pavor de sus relatos se sumaba al que oprimía al mesón de Poitiers. Encendían cirios y cirios y cirios, y el caserón semejaba un enorme altar, sobre el cual estallaban los aullidos de la posesa presunta, mezclados, en opinión de algunas viejas mujeres, con las risotadas de un ser extraño, y si la brisa estremecía las llamas o un movimiento aturdido derribaba un candelabro traído de Nuestra Señora y hacía bailotear las sombras, crecía en lo oscuro la grita general, porque todos juraban que habían visto arrastrarse más allá de las temblorosas lenguas de fuego una forma negra, un perro de ojos ardientes o un monstruo indefinible.

Algún vagabundo, cargado de amuletos, uno de esos clerici vagantes que habían conocido comarcas lueñes, añadía al miedo de las narraciones inflamadas por la evidencia de que Lucifer podía apoderarse de un cuerpo humano y ser su dueño a lo largo de años de tortura, el misterioso terror que deriva de los espantajos exóticos, aliados del Infierno, que  andan por el mundo como andarán las bestias del Apocalipsis, y que son idóneos en el arte de deslizarse entre las llamas y de insuflar a los mortales su ponzoña. Y entonces el fondo tétrico, detrás de la cama revuelta de Azelaís, se animaba como un tapiz ilusorio por cuya hojarasca negra y bermeja corrían los sátiros cornudos; los esciapodios que no poseen más que una pata velocísima, la cual les sirve de quitasol; los hipopodios de los desiertos escitas; los cinocéfalos indios, perros-hombres a cuya estirpe dicen que perteneció San Cristóbal; los etíopes de cuatro ojos; los grifos, los basiliscos, las sirenas, los centauros; las leucrocotas, asnos con cabeza de tejón, que simulan la suave voz humana, aunque cuentan con un único hueso continuo en lugar de dientes; los panotii, de orejas desmesuradas; las mantícoras, con tres filas dentales, hombres y leones, raudas como pájaros, con timbres de flauta; las quimeras de tres rostros... Si hasta a mí, que he dado a luz unos fenómenos que merecían incluirse en la reseña medrosa, me conmovían las descripciones del infrecuente turista, se comprenderá cómo operaban sobra los grupos arracimados en los aposentos. Sólo cuando el caballero atravesaba la tristeza de esas cámaras, en la ondulación latina de los rezos, con el cuerno de unicornio en la diestra, como si llevara una rama mágica y benigna, cedían algo el sobresalto y la aprensión, pero al punto referían la historia de la desgraciada mujer a quien el Diablo había alzado a varios codos de altura, para luego balancearla, precipitarla a tierra y obligarla a hablar rápidamente en un idioma que nadie dominaba ya, ni siquiera los sabios en letras arábigas y hebreas, o aludían a las aves de cabeza de mujer que son portadoras de los malos sueños, y el horror tornaba a enseñorearse de la posada. Quise aventarlo y no lo conseguí.  Un segundo logré manifestarme, calculando que la presencia del hada bienhechora del Poitou sería acogida con transportes de júbilo. Me embocé en mis dos alas y me asomé al mundo brevemente. La única anciana que me distinguió entre el humo de la cera se desmayó gimoteando: --¡La Virgen, la madre de Dios, la he visto!, pero por suerte ninguno la creyó; los tonsurados la sacaron a empellones y yo no me atreví a reiterar la experiencia, a fin de no complicar las cosas. Nadie pensaba, cegado por la evocación de los seres extraordinarios, que un ser de tan espléndida fantasía como yo, con mi cola de sierpe y mis membranas de murciélago, estaba muy cerca, al alcance de esas manos que los cuitados escondían en las ropas, para evitar que algo indescifrable se las rozase con los dedos peludos o con el rugoso hocico: pues suele suceder que, por vigilar a la distancia, no acechemos a nuestro alrededor, donde también pululan las maravillas y los monstruos, velados por la perspectiva que encubre a lo inmediato, y donde bullen, como en un oportuno caldo de cultivo, invisibles, los que deben interesarnos y desazonarnos más.

Un grupo numeroso de peregrinos, camino de Santiago de Compostela, llegó por entonces, y aunque las anormales condiciones aconsejaban que no se les diese albergue, Berta, mujer práctica, habrá calculado que no convenía menospreciar su aporte, en horas en que el gasto suplementario de los cirios y emplastos aumentaba sin cesar. Los acomodó como pudo, en las habitaciones, en las galerías y en el patio pequeño. Muchos de ellos venían del norte y de París. Se habían detenido en Orleáns, a rezar ante un fragmento de la Santa Cruz, y en Tours, a prosternarse ante la sepultura de San Martín. Preguntaban ahora por la tumba de San Hilario y por el monasterio fundado por Santa Radegunda, donde había otra reliquia de la verdadera Cruz, donativo de un emperador de Constantinopla, pues su voracidad de reliquias no conocía límites. También querían saber si la mesonera descendía del varón, inspirado que descubrió la Lanza de Antioquía. Luego pasarían por Saint-Jean d Angély, por Saintes y Pons, tierras que habían sido de Raimondín de Lusignan y que yo había defendido con mis mágicas arquitecturas. Su ruta era larga. Atravesarían, tanteando las rocas con los bordones, los Pirineos, por Roncesvalles, atentos los oídos, en las solitarias breñas, al eco del olifante de Roldan, y con etapas en Pamplona, en Burgos, en León, siguiendo la antigua vía romana que los españoles llamaban el camino francés, terminarían su andanza trabajosa ante el sepulcro del apóstol. Cuando se movían, sus cruces, sus medallas y sus conchas tintineaban. Fueron ellos, al enterarse del daño maldito que fatigaba a Azelaís, quienes más insistieron para que en seguida la exorcizasen, y como eran especialmente considerados y doquier les reservaban el mejor sitio, en los hospitales, en las casas cruzadas y en los castillos, por su doble jerarquía de hombres santos y de viajeros y porque el prestigio de cada lugar dependía en buena parte de lo que ellos irían repitiendo e informando, Berta no se atrevió a oponerse. Metían gran bulla, hablando a un tiempo, golpeando con los cayados y las muletas, sacudiendo los andrajos, mostrando palmas y mugrientos envoltorios cuyas excelencias proclamaban. Se introdujeron en la cámara sofocante de Azelaís, con plegarias y canturreos, y encendieron más velas. Su hedor llenó la posada, y sus oraciones --como esa novedosa Salve Regina que algunos atribuían a Adhemar de Monteil, legado papal, muerto en Antioquía, y otros a los propios celestes chantres del Paraíso-- tenían respuesta en el clamor de los que se agolpaban en la calle: --Madre de Misericordia...

Pero Pons no necesitaba de tales sufragios para llevar adelante su plan expurgatorio. Sus ruegos habían alcanzado al obispo, quien ordenó que al alba siguiente Azelaís fuera conducida de viva fuerza, si no cabía más remedio, a asistir a la primera misa, en Nuestra Señora la Grande. La noticia colmó de alborozo a los romeros, golosos de liturgia y de cuanto significase una pía comunicación con el trasmundo, y, por distintas razones, a las ex Vírgenes Prudentes y las ex Vírgenes Locas, quienes presintieron en ese espectáculo una fuente de distracción. Los peregrinos armaron una famosa tremolina. Recorrieron la posada con sus cirios, asperjando las paredes de agua del río Jordán, y si no entraron en el aposento de Aiol fue porque el caballero se plantó ante su puerta, con la corta espada en  la  mano.  Hasta el  amanecer,  las  voces  nasales se relevaron en las galerías, donde los predicadores andariegos --a quienes no hay que desdeñar, pues se les debían abjuraciones y contriciones valiosas-- alternaron con los mercaderes ambulantes, tan despreciativamente llamados pedes pulverosi, que exhibían sus baratijas, sentados en cuclillas como moros, a la luz de candiles malolientes. Supongo que entonces se produjo la verdadera conversión de Berta. Todo coadyuvaba a lograrla: los lamentos salvajes de su hija, presa del Demonio; la cortada faz de su hijo, acongojado por impenetrable amargura; el arribo de Ozil, que la conmovió y alarmó, patentizando qué próxima estaba todavía esa ocasión de pecado a la que suponía definitivamente   eliminada;   la pesadumbre   del  buen   Pons, agraviado de modo tan injusto; y la forma casi milagrosa en que su casa había sido ocupada por una multitud de evangelizadores y de comerciantes, los primeros de los cuales reiteraban su generosidad misionera con sermones que sólo perseguían la salvación de las almas, mientras que afirmaban los segundos, al querer imponer su pacotilla, empujándola por los ojos, la mezquindad de las mundanas vanidades. Y es cierto que sí las pláticas piadosas eran pobretonas, no lo era la gloria de las antífonas que brotaban de los labios místicos, en tanto que los géneros, los peines, los broches y las sartas de cuentas, desplegados al claror bilioso de los candiles, llamaban la atención con su  triste  ordinariez, lo cual contribuía, como una metáfora oportuna, a subrayar el triunfo del espíritu sobre la materia. Yo  percibí,  como  un   aroma  puro,   bienaventurado,   eterno, cuyos matices se infiltraban en el medio nauseabundo, el perfume que comenzaba a expandir la pecadora esencia de Berta, agitada por la contigüidad de los hombres de Dios, y, en breve vuelo, fui y vine varias veces, con aleteo pausado, brindándoles a los afortunados inocentes la ilusión de que un ángel estaba cerca --que tal fue lo que me propuse, para completar la arrobada imaginería--, sobre las cabezas pringosas y liendrosas de los santos peregrinos, que a mi paso se levantaban, iluminados los ojos insólitamente bellos, pese a las légañas y las oftálmicas molestias, como si ellos también respiraran, en la cargazón del aire veraniego, el florecer del prodigio. Pero ese clima de taumaturgia duraba poco, por su excesiva tensión delicada, y entonces, como si los sátiros, las leucrocotas, los basiliscos y las mantícoras tornaran a apoderarse del mesón, renacía el grosero tumulto y las preces se sumaban a las invitaciones de los traficantes, prolongadas en la luz similar de los cirios eclesiásticos y de los candiles buhoneros, hasta identificarse en un coro de rezongos que serpenteaba de una habitación a la otra, ligando los loores de la Virgen, de San Martín de Tours, de San Hilario y de Santa Radegunda, con la alabanza de los falsos productos de España y de Siria que los vendedores juraban haber llegado directamente a las ferias. Ithier revolvía, con gesto displicente, las mercaderías, inquiría los precios y, ante las almibaradas respuestas, simulaba taparse las narices y retornaba majestuosamente a la cámara de Aiol, a frotar las armas del caballero, a escuchar los versos del Pater que recitaban los peregrinos y a acariciar el lacio pelo del muchacho, que escapaba del vendaje en negros mechones y se derramaba sobre los cojines que sostenían su cabeza, tan conmovedoramente parecida a la de Raimondín.

Fuimos en procesión al cercano portal de Nuestra Señora la Grande. Varios peregrinos transportaban a Azelaís, asegurada en unas angarillas, sobre las cuales se enroscaba, retorcía y gemía sin parar. A un lado, Berta e Ithier procuraban inútilmente calmarla. Detrás iban Ozil, que centelleaba con los reflejos de su cota y yelmo, y el vendado Aiol, de verde y amarillo, afirmado en el cuerno de unicornio, con lo cual, al concederle ese privilegio, el caballero entendía proclamar su paternidad oficialmente, en público; y luego se sucedían en dos filas los romeros, enarbolando cirios encendidos y palmas secas, y buen concurso de gente que cantaba:

Ave regina caelorum

Ave domina angelorum

Salve radix, salve porta

Ex qua mundo lux est orta.

Abríanse las puertas en nuestro camino, y hombres y mujeres se nos sumaban, erectos los pabilos llameantes. Llegamos así frente a la fachada de la iglesia, casi velada por los andamios que dejaban entrever ensayos de cruda policromía, en las esculturas, algunas de ellas entonces esbozadas, que todavía hoy reseñan artísticamente el tema de la divinidad de Cristo y de su Encarnación. Nuestra comitiva atrajo los ojos de maestros y aprendices, sin duda avisados de la ceremonia excepcional que iba a desarrollarse. A pesar de los reclamos autoritarios de los mayores, los muchachos --entre quienes reconocí a cinco o seis de mis vírgenes de teatro-- se descolgaron de las plataformas, presto seguidos por los tallistas principales; por los gañanes que empezaban a descargar las carretas que de las canteras venían; y por los que izaban trozos de pizarra, por medio de ruedas, hacia los artesanos techadores de los breves campaniles, en lo alto. Dicho alto es muy poco. Nuestra Señora la Grande, que apenas parece levantar cabeza sobre los edificios vecinos, debería llamarse Nuestra Señora la Pequeña. En ello finca mucho de su encanto, en los quince metros de ancho de la fachada; en los diecisiete de su elevación (y que se me disculpe la fruición numérica, al recordar mis técnicas especialidades de constructora). Engrosado de esa suerte, el cortejo entró en la nave mayor.

Se nos agregó, en la penumbra interna, contribuyendo a la trascendencia del espectáculo curioso, la ilustre, la exquisita Seramunda, esposa del señor de Castel-Roussillon, de paso, desde el día anterior, por Poitiers. Era célebre a causa de los amores trovadorescos que provocaba, aunque aún le faltaba vivir la gran hora, trágicamente horrible, de su vida, que contaré en otro capítulo. Pero en el momento en que apareció entre sus damas, por la nave de Poitiers, sonriente bajo el velo y la fina corona de esmeraldas, con el exótico detalle bizantino de un par de largas arracadas de esmalte y piedras preciosas, temblándole en las orejas y en los hombros, ninguno de la concurrencia hubiera imaginado que sufriría un destino tan feroz. Ignorante de la amenaza del desenlace que sobre ella se cernía, un desenlace diametralmente opuesto, por su truculento mal gusto, a las ideas de coquetería, de elegancia y de halago que rodeaban a su delicada figura, Seramunda caminaba despacio, haciendo crujir las sedas recamadas de su ropaje de estío, y nosotros, que íbamos adelante, hacia el coro y sus brillantes frescos de la Virgen, del Cristo majestuoso, del Cordero, los ángeles y los apóstoles, como si avanzáramos hacia un Paraíso multicolor, le dimos paso, de modo que se ubicó junto a lo mejor que por el instante podíamos ofrecerle y que era Ozil de Lusignan, retumbante de hierros recién pulimentados y pintados. Allí, las doncellas desplegaron un tapiz de Persia, exiguo como un cojín, y la joven señora, fingiendo desentenderse de la compañía que la circundaba, se puso de hinojos.

¿Y dónde estaba entre tanto, preguntará el lector prolijo, el esposo de Berta, el verdadero organizador del complejo cuadro? Estaba, como es natural, en el centro mismo de la iglesia, cumpliendo su voto desde el alba y desde la armazón que envolvía a la columna situada en el ángulo del crucero y de la nave, por la parte del norte, a la que remata el capitel de la muerte de San Hilario. Sus golpes eran lo único que se oía --pues, para su infortunio, como se deducirá después, no abandonó el trabajo y permaneció en su puesto eminente-- y allá volé yo también, deseosa de apreciar la escena, en la diestra las gafas, como si me asomase a un palco o a un balcón. A través del maderamen y la neblina de incienso, abarqué la intimidad de la iglesia. De acuerdo con la costumbre medioeval, no había sillas ni bancos, y el templo se utilizaba como una auténtica casa común, en la que existían sectores dentro de los cuales se comía, se dormía y se hablaba en voz alta, discutiendo negocios. Esa misma mañana, por lo desusado de la ceremonia, callaban todos, hasta los mercaderes. Sólo unos galgos alborotaron con sus ladridos, irritando a un halcón que un mozo, servidor de la familia condal, había llevado en el puño, mas pronto renació el sosiego, y los golpes de Pons, que modelaba en la piedra las siluetas aéreas de los ángeles, portadores del alma de San Hilario hacia la Gloria, resonaron en el silencio de las naves. Hasta que los gritos de Azelaís recomenzaron, en el instante en que el obispo se aproximó al altar, con sus acólitos.

Visto de mi atalaya, el rito que se desenvolvía con réplicas cadenciosas, graves saludos, genuflexiones y brazos extendidos, cobró una irrealidad mágica, de cuento oriental, porque las casullas y las dalmáticas de los oficiantes habían sido cortadas y cosidas por las señoras del lugar, empleando las telas traídas por los cruzados, desde los tiempos del conde trovador y de su hijo, el que fue príncipe de Antioquía, procedentes de los talleres de Tiro, de Alejandría, de Panópolis, de Bagdad y de Mosul, y ostentaban en su dibujo, entremezclando los hilos de oro con los de color de ceniza y de fuego, los contornos de simétricos leones afrontados, a los que separaba el Árbol de la Vida, y los de pájaros, gacelas y bicéfalas águilas, de manera que si Ozil hubiera alzado la cabeza hacia la función del altar, hubiera podido ocurrírsele, al ver aquellos restos de banderas y trofeos tomados a los árabes --tejidos por las hadas, según aseguraban algunos audaces, lo que juro ser mentira-- que estaba de vuelta en el palacio del califa del Cairo y que el visir acababa de descorrer el enorme velo de perlas y rubíes para mostrar la pompa de su amo. Pero Ozil mantenía bajos los párpados, detrás de los metálicos guanteletes con los cuales se cubría la cara, y se sentía tan angustiado como cuando había compartido la cárcel de Alepo con Reinaldo de Chátillon. Quizás meditaba en las circunstancias que lo habían conducido a Nuestra Señora la Grande y en su infidelidad a las exigencias de la orden de la Caballería que impone --además de observar la fe jurada al soberano, la piedad, la defensa de la Iglesia, la generosidad y la bravura-- el socorro a las mujeres desaconsejadas y el auxilio a las viudas y a los huérfanos. A su lado, amarillo y verde, sobre la frente y las orejas la lluvia del indócil pelo negro, Aiol, también de rodillas, había unido las palmas y oraba moviendo los labios. Yo sabía, pues había aprendido a conocerlo, que la desesperación resultante del episodio del tinglado continuaba agrediéndolo, con las dudas acerca de su culpa inocente y los escrúpulos suscitados por el amor de Azelaís. Y era tal la concentración de ambos, que ninguno de ellos se percató de las miradas que la ilustre Seramunda lanzaba de soslayo al caballero, como si la viajera aristocrática otorgara más importancia a la presencia de Ozil que al acto religioso al cual asistían, cumplido por aquellos inverosímiles personajes de las Mil y una noches, que exhibían mitras y tonsuras en vez de turbantes, que se respondían en sonoro latín, bajo los ojos estilizados de la Virgen María y de su divino Hijo, y de cuya eficacia podía depender la salvación de una endemoniada. La señora de Castel-Roussillon suspiraba, parpadeaba, recogía graciosamente los pliegues de su brial y contestaba, con una voz muy fina, a las palabras del oficio, y hubiera sido necesario ser muy tonto o estar tan distraído como Ozil y Aiol, para no advertir --hasta yo lo noté, desde mi palco distante, calándome los anteojos-- la evidente picardía de su manejo.

El obispo era muy anciano. Le pesaban las sacras vestiduras y, para arrodillarse, se apoyaba en los brazos de sus acólitos. No obstante la tibieza del aire, que pronto cedería ante un calor más y más acentuado, cuando se sentaba en su silla de estrecho espaldar, dejaba las manos sobre un pequeño calentador, cuya ingeniosa estufa siempre permanecía derecha. Se veía entonces brillar los numerosos anillos que usaba hasta en los pulgares y que, a la altura de la segunda falange, en los restantes dedos, declaraban la munificencia de reyes y señores. Entre las gemas sobresalía un zafiro, color de la Virgen, que según la sabiduría que otorgaba a las piedras preciosas herméticos poderes, poseía en especial el de subyugar al deseo, oscureciéndose si lo llevaba quien no lo merecía: el de aquel viejo obispo lanzaba purísimos rayos; en verdad, resultaba arduo concebir para qué podía necesitar, a sus años, el socorro de un zafiro; mucho más necesitaba el de su calorífero diminuto. Esas manos alhajadas y temblorosas se mojaron con el vino sublime del cáliz que sobre ellas volcó, quitando la patena, mientras arreciaban los gritos de Azelaís que llamaba a Aiol con voces iracundas y lo acusaba de traición. Y, en tanto el hijo de Ozil se tapaba los oídos y se apretaba contra el pecho de su padre, el prelado hizo avanzar las angarillas que levantaron seis canónigos. No bien la tuvo cerca, el diocesano aplicó unas gotas del consagrado líquido sobre los labios convulsos de la doncella y asperjó con la sangre omnipotente el cuerpo retorcido que pugnaba por arrancar las cuerdas y las ropas y que ya mostraba la albura de un pecho desnudo. Luego le tomó la cabeza que se resistía, con ambas manos, le colocó su estola sobre los hombros --ella se revolvía, como si el paramento la quemase--, y pronunció las palabras de san Bernardo de Claraval, señalándole la hostia que acababa de poner encima de la patena:

--He aquí, espíritu inicuo, a tu juez, el Todopoderoso. ¡Resístete ahora, si puedes! He ahí al que debe sufrir por nuestra salud. ¡Que el príncipe de este mundo sea ahora arrojado! Mira el cuerpo que salió del cuerpo de la Virgen, que fue extendido sobre la cruz y en la tumba, que resucitó de entre los muertos y ascendió a los Cielos en presencia de sus discípulos. ¡Por el dominio terrible de su majestad, te ordeno, espíritu maligno, que abandones el cuerpo de su servidora y que no oses volver a tocarlo!

Azelaís lanzó un bramido tan atroz, que las palomas que anidaban afuera, en los andamios, se echaron juntas a volar. Fue como si yo, yo misma, hubiera gritado en el parapeto de Lusignan, ante el cadáver de uno de mi estirpe. Berta se deshizo en llanto:

--¡Perdón, perdón, perdón! --plañía y se golpeaba el pecho, y los peregrinos se lo golpeaban también y golpeaban el suelo con la frente.

Yo no conseguí estimar la escena en la plenitud de su recóndito alcance, porque algo sucedió entonces, algo funesto, injusto y sañoso, que me distrajo con una nueva preocupación. ¡Ay, en vano tendí mis brazos! ¿Qué eran mis brazos, mis leves, transparentes brazos de hada, sino una irisada bruma, menos consistente que el vaho de incienso que ascendía hacia los capiteles? ¿Qué podía hacer yo, cuitada, sino ver cómo pasaba a través de mis brazos inútiles, como a través de un aromático vapor, apenas condensado, el cuerpo del tallista Pons que, asomado peligrosamente a su refugio de la plataforma, se estiraba hacia la escena del altar, perdía pie, vacilaba y luego se precipitaba al vacío, añadiendo su gemido largo al clamor que rodeaba al exorcista en el relámpago oriental de las casullas? Poco medían las columnas de la colegiata. Cada detalle se ajustaba allí a una exacta y rítmica proporción reducida. Y sin embargo Pons cayó con tan mala suerte que su alarido se quebró en las losas del piso y entregó su alma al instante. Pero la concurrencia no se percató inmediatamente de la gravedad del caso. Embargados por la ceremonia, por el doblar de las campanas, por el escrito que el obispo fijó sobre el vientre de la inmóvil Azelaís y en el que se leía: En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, te ordeno, Demonio, que no vuelvas a tocar a esta mujer, y porque muchos aseguraron a la sazón que habían oído un rumor semejante al zumbido de millares de moscas que escapaban a un tiempo, los peregrinos se adelantaron, bloqueando el cuerpo exánime de Pons. Sólo después advirtieron que estaba muerto. Lo recogieron y lo trasladaron hasta el altar, donde el viejo obispo meneó la cabeza y exhaló una queja tan honda que nos pareció que debía desmayarse, hasta que se recuperó y, ayudado por el abad y por los canónigos, ungió de óleos benditos al escultor sin ventura. Fue menester arrastrarla a Berta, que se arrancaba los cabellos rubios, los cabellos que habían sido tan besados y acariciados y adornados de flores en fiestas pecadoras, y sacarla del templo, como sacaron en las parihuelas a Azelaís, que se estremecía y llamaba a San Hilario y a su hermano Aiol, dulcemente, dulcemente...

Así regresamos a la posada. A Pons lo sepultaron esa tarde, en la iglesia que había contribuido a embellecer y donde, acaso, los ángeles que había tallado para que condujeran el alma de San Hilario al Paraíso, guiaron la suya hasta el trono flamígero de Dios. Sí, nosotros regresamos, pesarosos, meditabundos, entre apagados cirios humeantes. El prelado se habría sentido más anciano todavía y más frágil, cuando doblaba piadosamente la dalmática que enriquecía su entrelazado dibujo con una inscripción que pregonaba, sin que él lo supiese, la gloria de Alá, y sus lagrimas cristianas humedecieron la grafía exótica de los hilos de oro y los espléndidos pendientes de Seramunda, de los que la señora se había despojado para obsequiárselos. Seguida por sus damiselas, Seramunda se aproximó a Ozil, lo besó con triste sonrisa, bajo la pieza metálica que le cubría la nariz, y desapareció hacia los blancos, coceantes palafrenes, que a un lado de la fachada cuidaban sus pajes de pelo rizado.

Al crepúsculo partieron Ozil y Aiol de Lusignan. Iba el primero en su caballo y el otro llevaba de la brida al rucio, con los equipajes. Ozil levantaba la lanza férrea y Aiol el cuerno de unicornio. Yo me ubiqué sobre las armas, en el rucio al que mi peso inexistente no podía incomodar. Durante una legua, a medida que nos internábamos en la zona boscosa, rumbo a la floresta de Lussac, nos acompañó el carro tirado por blancos bueyes, en el que los muchachos que habían interpretado la parábola dramática de las Vírgenes cantaban proezas de Carlomagno, de Roldan, de Olivero, como los juglares que precedían a los condes y a los duques en las cabalgatas interminables. El cielo se fue oscureciendo detrás del follaje, hasta que se puso negro como las capas de los caballeros Hospitalarios, y una estrella surgió en su inmensidad, a modo de la cruz blanca con ocho puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, que esos mismos caballeros lucían sobre el pecho izquierdo. Los muchachos habían quedado atrás, entonando despedidas. Se despertó un aire ligero y sonaron las arpas de los árboles.

Ahora estábamos solos y únicamente los mochuelos nos daban escolta con la prendida y apagada reiteración de sus iris amarillos. Aiol encendió una tea; espejearon la cota de Ozil, las armas atadas encima del rucio, como otras antorchas fantasmales, y es cierto que formábamos un cortejo de extraña poesía, a semejanza de ese de los Reyes Magos que en ciertas iglesias, durante la misa de la Epifanía, avanzaba por la nave, iluminado por suaves lenguas de fuego que bruñían el metal de los trajes color de otoño, en pos de una estrella que pendía de un cordel. Me llegué hasta el mozo, revoloteando, pues me pareció que lloraba. Pero no lloraba Aiol. El ojo azul y el ojo dorado fulguraban, limpios, en contraste con la mugre de la venda. Y continuamos por el angosto camino zigzagueante, silenciosos, alejándonos de Poitiers, hasta que el doncel le tuvo el estribo a su padre, para que desmontara. Comieron queso, bebieron agua de una fuente y se echaron a dormir. Yo leí páginas y páginas de Yvain, el caballero del León, la obra de Chrétien de Troyes publicada tres años antes, que hacía furor en Europa y que Ithier, luego de recibirla en obsequio de la ilustre Seramunda, le había regalado a Aiol con harto sacrificio. Los paladines que en ella realizan prodigios fabulosos, son muy diversos de los míos: se me excusará que prefiriera a mis Lusignan de carne y hueso, tan confiadamente entregados a un destino de improbable maravilla. De vez en cuando, aventaba las moscas que insistían en posarse sobre la venda sucia y sobre la cara perfecta de Aiol, y conjuraba los malos sueños que le arrugaban la frente y aceleraban su anhelosa respiración, hasta que, sin poder ya retenerme, vencida y humillada, posaba mis labios sobre su boca joven. Pero mis besos no existían; mis besos no eran ¡ay! más que un soplo, el tonto y triste juego de una brisa vana: en esa execrable impotencia, tan contraria a los preceptos fundamentales de la higiene, se origina una de mis mayores torturas, la de ir por el mundo, eternamente, remedando gestos pasados, como si cuanto yo hago fuera sombra, reflejo, recuerdo y espejismo y no lograra concretarse... y, sin embargo ¡con qué ensañamiento me atenacea el hambre que sólo una boca real, unos labios, una lengua, unos dientes, sacian! ... la tortura de ir por el mundo, eternamente, sin besar, sin besar de veras.


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Alberto Javier Maidana

Soy coleccionista de cuentos (sobre todo de hadas, antiguas sagas, mitos y leyendas) me fascina las historias Nórdicas, Germanas, Celtas y Griegas. Recopilo cuentos en la red y en libros. Cito las fuentes por sobre todo por respeto a la labor como autor, editor , traductor

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No soy escritor, poeta, ni licenciado en letras, soy: programador de oficio, ex-estudiante de física, estudiante de ingeniería , y empleado publico, pero también soy coleccionista de cuentos (sobre todo de hadas, antiguas sagas, mitos y leyendas) me fascina las historias Nórdicas, Germanas, Celtas y Griegas. Recopilo cuentos en la red y en libros. Cito las fuentes por sobre todo por respeto a su labor como autor, editor , traductor. Espero algún día poder publicar algo 100% mio ya que no solo acopio, sino que también aprendo. También invito a quien tenga alguna historia, cuento o mito que desee compartir , me lo envían por email y lo publico formando este parte de la colección.
Dedico este blog a dos personas muy especiales para mi, a Cecilia (que será ;yo siento; en un futuro cercano, una gran y prestigiosa Licenciada en letras "y por que no Doctora en letras") y Juanito (un ángel con todo una vida por delante) quienes compartieron un momentos de su vida conmigo pero el destino nos separo, pero siempre estarán en mi corazón.
Agradezco a todos que se tomaron su valioso tiempo en ver mis publicaciones y quienes ingresen al blog por lo mismo, a quienes se tomaron el trabajo de comentar, pero por mi carencia no pude contestar.
Y no puedo terminar sin decir perdón por mis faltas y gracias por compartir conmigo este rincón que quise que sea mágico y puro ya que no soy escritor pero me siento un NARRADOR DE CUENTOS y ese es el fin de este blog. saludos Xaver
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