cuentos de hadas
Un ambiente mágico para compartir con la familia

22 de Agosto, 2008 ·  especial Mujica Lainez

Cecil (Mujica Lainez)

Para Cecilia Con Amor.AJM(Xaver)



MANUEL MUJICA LAINEZ




CECIL




"Tu te piáis a plonger au sein de ton image..."
L'homme et la mer. BAUDELAIRE



'... desde que tuve fuerza para roer un hueso tuve
deseo de hablar, para decir cosas que
depositaba en la memoria..."
Novela y coloquio que pasó entre
Cipión y Berganza, perros del
Hospital de la Resurrección...
CERVANTES




 

I
DEL AMOR


Creoque lo he fascinado, y sé que él me ha fascinado también. Presumo quenos perteneceremos el uno al otro hasta que la muerte ocurra. ¿Cuálvendrá primero, desnuda, fría y alta, a visitarnos? ¿La suya, la mía?La mía, probablemente, pese a que él está lejos ya de ser un niño,porque mi vida, por inexorable capricho biológico, cuenta con un plazomucho más corto que el acordado en general por el Destino a los de suprivilegiada especie.
Hace un año que es mi dueño y vivo en su casa,y me asombra todavía, dado mi carácter, que me haya conquistado en tanpoco tiempo. Al principio quise resistirle. No había amado aún —soy muyjoven, pero de edades prefiero no hablar... por él, por el que amo—, yantes de encontrarlo les temía, quizás instintivamente, a los riesgosdel amor. Ahora me he entregado, con la intensidad de una pasiónprimera que sospecho será también la última. Es hermoso amar. Hermoso yterrible. No conozco gozo y tortura equiparables. No pienso queexistan. Basta que me deslice una mano por el cuerpo, en caricialarga, para que vibre y me estremezca, como si me encendieran unapequeña fogata en el corazón. Pero, asimismo, si mi compañera se arrimay lo besa, sufro como si a mi pobre corazón lo rozase una mano dehielo. Entonces, sin poder impedirlo, cedo ante el atroz reclamoceloso, me adelanto, me impongo, no importándome las presenciasextrañas y, haciendo de lado el orgullo, exijo lo que me corresponde.Él me mira, entre bondadoso y burlón, adivinando mi martirio, y sushábiles dedos logran apaciguarme. Siento, en esos instantes en que eldolor y la alegría se suceden, rápidos, crueles y dulces, hasta dóndedependo de su voluntad. Pero, con simultánea lucidez, intuyo,misteriosamente, secretamente, hasta dónde es mío, hasta dónde sufugaz traición no reviste más trascendencia que la de un frívolo juego.
Sí,al principio quise resistirle. Recuerdo el terror y el rencor que mesofocaban, cuando me trajo a la quinta en automóvil, desde la estanciaen que nací. Yo no había andado en automóvil nunca. Mis díastranscurrieron, hasta aquel que cambió mi suerte, en la perrera y enel parque, uno de doce, entre mis hermanos y primos, tan similarestodos que ni siquiera el hombre encargado de nuestro cuidado yalimentación conseguía distinguirnos cabalmente. Allá, las mañanas ylas tardes se confundían dentro de una carrera loca. Corríamos sincesar, ágiles y finos, sobre el césped, sorteando los árboles, en losalrededores de la casa, en el prado vecino y su ondulación. Si algunavez merecí que se me cotejase con un lebrel de tapiz
Como han hecholuego en oportunidades sin número— fue entonces. Las ramas, las hojas,me prestaban su fondo trémulo. Y yo iba, con mis hermanos, con misprimos, bebiendo el aire, ebrio de libertad. Acaso, vagamente, algo quecorría conmigo, en la penumbra de mi sangre alerta, me insinuaba, yaen aquel período inicial, que debía aprovecharlo, porque la libertad esincompatible con el amor, y el amor me acechaba, oculto. Y yo, delgadolebrel de Inglaterra, devoraba los vientos, las orejas echadas haciaatrás, la punta de la lengua asomada entre los dientes, comoluciérnagas brillantes los ojos.
Pero el amor me rondaba. No mequejo, ¡ay! no me quejo. Por nada cambiaría mi situación actual, suinquietud y su delicia profundas. Aquello era un Limbo de tapicería. Ysin embargo, de repente, la nostalgia de la libre inocencia me clavasu colmillo. En esas ocasiones, la imagen veloz de mi familia cruza mimente con brincos cadenciosos. No, no, no regresaría yo al estado degracia. Soy feliz. Y sin embargo...
Me cuesta comprender que meregalaran así, de buenas a primeras, sin mayor trámite. Tal vez miantiguo dueño y mi antigua dueña comprendieron que el Escritor menecesitaba. De ser esto exacto, procedieron de modo muy sutil. Yo nolo entendí hasta más adelante. A ellos los quería sin amarlos. Otros demi raza, anteriores a mí, habían ganado sus corazones; otros, a quienesse permitía entrar en la gran casa rica, mientras que yo quedaba conel resto afuera. Y lo singular es que yo no fui elegido por elEscritor; no le dijeron que escogiese, antes de partir, a uno de loslebreles. Mi dueña me señaló, en la jauría, pero yo barrunto que juntoa ella estaba, en ese segundo crucial, el Destino, y que fue él quiencondujo su mano. Lo cierto es que ni me percaté de lo que acontecía yde su gravedad. Me pareció insólito, eso sí, que me sujetaran unacorrea al cuello y me condujeran al vestíbulo de piedra del caserón.¡Cómo temblaba! ¡Cómo entrecerraba los ojos asustados! ¡Con quédesesperación oía, más allá de los fuertes muros, los ladridos de losonce lebreles cuya exhalación atravesaba el parque crepuscular!
Meacurruqué debajo de un banco y hundí el hocico en las patas. Desde eserefugio lo entreví, sin imaginar el vínculo que nos enlazaría. Elseductor pretendió ensayar su caricia primera y yo retrocedí y meapelotoné, cuanto permitió la traílla tirante. Luego me metió en elautomóvil.
El viaje de la estancia a la quinta es largo y, según heoído comentar, notable por la belleza de sus panoramas. El Escritordice que le recuerda a Escocia, pero a él cualquier paisaje, cualquiersitio le recuerda otro, pues ha ambulado mucho, y si su memoria no lebrinda de inmediato la perseguida imagen, me parece que la substituyecon una aproximada, para no quedarse sin su comparación. Le encantacomparar. Escocia o no, la verdad es que yo no vi nada, durante elrecorrido. Echado, ovillado bajo los pies de mi nuevo señor, cuyocontacto evitaba en lo posible, reduciéndome a mi expresión mínima, novi ni las rocas que simulan ruinas de castillos ni los valles lejanosque la niebla esfuma. El terror y el rencor me ahogaban. Odiabaentonces y temía al que amo hoy. Me negaba a cederle. Durante dossemanas me negué, no obstante su paciencia. Ahora soy suyo. Me haganado. Y eso que no es un hombre de perros. Los ha tenido, porsupuesto (¡y gatos, Dios mío!), y hasta está retratado en subiblioteca, por un pintor famoso, con una perrita que murió y hacia lacual no logro eliminar mis celos de ultratumba. Pero me he hecho unacomposición de lugar y, como quien toma un calmante, me repito que laincluyó en el óleo por razones estéticas, decorativas, superficiales,mientras que lo que por mí experimenta es la punzante maravilla de unauténtico sentimiento hondo. Supongo que los enamorados proceden así,para serenarse, que conjuran el fantasma de los pretéritos amores conel argumento discutible de que, hasta que el suyo apareció, los demásno alcanzaron más valor que el de meros ensayos.


 

II
ORGULLO DE SIR CECIL


Healudido a mi orgullo, al orgullo que hago de lado cuando mi prevenciónconjetura, equivocadamente, que mi dueño comparte mi amor con el de micompañera Miel. Miel es una perra bastarda, recogida, moribunda, en latrabazón de un alambrado. Posee una simpatía innegable, acaso esasimpatía que caracteriza a los desheredados, a los que trajeron almundo la obligación de conquistar cada una de las pequeñas ventajasque en él usufructúan. Es, por descontado, mucho más simpática que yo.Vigorosa, barullera, espontánea, asombrosamente desprovista decomplejos —pues el bochorno de las mezcladas sangres tendría queimponerle una inseguridad muy superior a la mía—, su sencilla paz meirrita a veces. Es en todo distinta a mí, lo opuesto a misinhibiciones, mis escrúpulos, mi desconfianza, mi reserva. Sinembargo, hemos establecido una desequilibrada amistad. Probablementeel aislamiento nos une. Ella, además, no pertenece al Escritor, sino asu mujer, y el asunto de la propiedad, en lo que concierne a losperros, es harto más importante y nítido que en lo relativo a loshumanos: entre estos últimos resulta a menudo difícil discriminarquién es de quién, siempre que alguien sea plenamente de alguien. Entrenosotros, no. A eso, a esa dependencia nuestra, los hombres lollamarán instinto; yo lo llamo nobleza, por el desprendimiento queimplica. Pero no hablaré de Miel ahora. Hablaré del orgullo, mi pecado.Me aterra, obsesiva, la idea de que mi orgullo, mi anticuado orgullo,se funde en un error. .
Soy un whippet. Eso, estrictamente: unwhippet. Los de la estancia, al obsequiarme, hicieron restallar elvocablo que yo había oído antes en la perrera (en el kennel, como ladenominan allá) y que nos colmaba de ufanía. Era ese —y lo es— miapellido. Me llamo Cecil Whippet; acaso mereciera llamarme LordWhippet o Sir Cecil Whippet. De ahí mi canina vanidad. Distingamos,empero, y analicemos la espina hundida en mi presunción.
Laembajadora de Italia, tomando el té en la quinta, me pasó la mano porel lomo, me observó largamente y declaró: —Yo conozco estos perros;son los más antiguos del mundo; los he visto en el norte de África.Fíjese —añadió dirigiéndose al Escritor— que han conservado en lapelambre el color de las arenas del desierto. Son los descendientes deldios Anubis, los mismos que figuran en los jeroglíficos.
Fingí noenterarme, más mi soberbia rebosaba. Alcé las orejas puntiagudas yadopté una actitud estatuaria de chacal de alabastro. En la mente demi amo leí su compartida satisfacción. No obstante, las palabras de laembajadora, que hubieran debido servirme de ejecutoria, causaron miincertidumbre. De su siguiente viaje a Buenos Aires, mi amo trajo a laquinta tres libros sobre perros. Los hojeó y estudió delante de mí, ynoté que en su ánimo crecía también el escepticismo.
Deduje deellos lo siguiente: que un whippet no es un perro de raza antiquísima,sino, al contrario, el fruto técnico de una combinación cercana.Existimos, según parece, sólo hace un siglo, y procedemos del enlacemeditado, calculado, de un galgo inglés (un greyhound) con unfox-terrier. Así, como suena: somos una mezcla, lo mismo que Miel. Menegué a creerlo, si bien un libro confirmaba al otro. Perodetengámonos. Los textos enseñan que el greyhound resulta, junto conel sloughi, uno de los vastagos directos del lebrel de Egipto. El reySan Luis llevó con él varios casales a Europa, de regreso de TierraSanta, y en Europa se multiplicaron. Los grandes se destinaban a lacaza del ciervo y del lobo, y los pequeños a la del zorro y la liebre.Son, después del lebrel, los más rápidos. No está mal, nada mal. Por larama paterna, provengo, pues, de los canes flexibles que pueblan lospaños góticos. No alcanzo la incomparable elegancia del PiccoloLevriere Italiano, la delicada Levrette d'Italie que Watteau incluyó ensus cuadros, pero gozo de su parentesco y del de todos los otroslebreles a quienes exalta la gloria ancestral egipcia: el afgano delargo pelo; el árabe de negra máscara; el rojo colérico de lasBaleares; el de Escocia, señorial; el español, pictórico; el ruso, delas pompas imperiales y de las cocottes de París. Adorable. Esta parteespléndida re-firma lo aseverado por la embajadora de Italia yenriquece mi sangre con príncipes y dioses. Claro que hay que tomar encuenta la otra rama, la materna, la de los fox-terriers burgueses.Repiten los libros que ha sido imposible determinar su raíz. Más alládel siglo XV se pierde su imagen, y debo confesar que ni siquiera eseplazo es verificable. Se trata, por supuesto, de eficaces cazadores dezorros, aunque el andar de los tiempos ha reducido a la mayoría aacompañantes, a favoritos. En fin... no se puede tener todo en lavida... Hace un siglo, no había whip-pets ni en Inglaterra ni en ningúnlugar. De cualquier forma, compararme con Miel, con su ignorado, casualmestizaje en el que sobresale el fecundo aporte del boxer... ¡quéabsurdo! Reconozco —y me acuso de ello, para terminar con esta revisiónenaltecedora y mortificante— que cada vez que se menciona ante mí a miestirpe, me esfuerzo por reproducir la silueta de Anubis. Sir Cecil,tataranieto de los seres supremos de Egipto, hijos de Osiris: ese soyyo. Y por favor, no discutamos más.


 

III

EN LA MENTE DEL ESCRITOR


Deberíaexplicar ahora cómo veo y leo con sus ojos; cómo me refugio en la mentedel Escritor y observo lo que piensa. Sería explicar lo inexplicable.De todos modos, me arriesgaré a intentarlo.
Yo creo que si seproduce ese singular fenómeno, es por obra del amor. El amor, que hacede dos uno, ha logrado lo que nunca me atreví a esperar, o sea salvarla distancia inmensa que media entre él, su experiencia y susconocimientos, y mi pequeñez. Claro que esa compenetración, esaunificación, no se obtuvo en seguida. Fue, como todo lo que se vinculacon los sentimientos arduos y profundos, la consecuencia de un proceso,de un progreso. Al principio, era totalmente imposible para míentender sus reacciones. Luego, poco a poco, las entendí y lascompartí. El amor me secundaba, me franqueaba puertas, me llevabaadelante, me internaba más y más en el laberinto de su sensibilidad.Un día comprobé que cuando él miraba, yo miraba también; que cuando élleía, leía también yo; que cuando escribía, seguía yo sobre el papel,aunque estuviera echado a su vera, el dibujo vacilante de las palabras.Por supuesto, el Escritor no podía percatarse de ello. Siempre hay unoque ama más, de los dos interesados, y en este caso me ha tocado a míesa suerte o esa desventura. Él aprecia de mi amor los reflejosexternos; mi alborozo si llega; mi melancolía si parte. Pero yo, adiferencia de Miel, soy reservado. Detesto el entusiasmo y los ladridoscon que mi amiga se arroja sobre su ama, la lame y, siendo tan grande,quiere acomodarse en sus faldas. Nieto de galgos ingleses, heredero delebreles egipcios, participo de su hierática circunspección. En mí noqueda casi nada de fox-terrier, loado sea Anubis. Le pertenezco alEscritor y si embargo no sé darme. Apenas traiciona mi emoción unvibrar tembloroso. Él ignora que cuando me acurruco en el sillónVoltaire color ladrillo y lo vigilo con los párpados entreabiertos, meestoy quemando de amor. Soy así ¡qué puedo hacerle! Me estremezco porbesarlo y desaparezco bajo una mesa.
Lo cierto es que un díaverifiqué, atónito, vacilando entre el miedo y la felicidad, que medeslizaba en los meandros oscuros de su alma, como ando por loscorredores y las salas del caserón de la quinta, y alcanzaba al tallerpor donde desfilan sus ideas vertiginosas. Estoy allí lo mismo que enese cinematógrafo del pueblo al que me conduce en los meses fríos,porque entonces, como únicamente seis o siete fanáticos (o aburridos)osan ubicarse frente a la pantalla y su vieja lluvia, cerca delcalorífero sonoro, el acomodador tolera mi presencia. Sí, me sitúo—reitero que tal vez por la magia del amor— en el cinematógrafo de sucabeza. Sé lo que sabe; soy testigo de lo que imagina; lo disfruto y losufro.
Esto es lo más similar a una explicación que se me ocurre.Los de afuera, los otros, naturalmente no captarán una interpretacióntan extraña. A menos —cosa rara— que se trate de auténticos enamorados.Yo no puedo expresar sino lo que siento, y aquí está.

 

IV

VISITA GUIADA


Loprimero que percibí, en su penumbra interior, fue la jerarquía esencialque concede a los objetos. Quizás crea en ellos más que en laspersonas. Entiendo que ha subrayado esa relación en alguno de suslibros. Los objetos lo preocupan y, no obstante el largo tiempotranscurrido desde que empezó a interesarse por ellos, continúanhechizándolo. Por eso no me equivoco si digo que el interior de sucabeza está amueblado como su casa; que su casa se reproduce en esazona invisible, con exacta precisión, y que aunque suele parecerdistraído y su vista no es demasiado buena, nada escapa a suinventario cuando recorre sus vastas habitaciones.
La casa es muygrande, demasiado grande, tal vez. La encontró por casualidad, en estalejanía, en pleno corazón de la República, sombreada por enormesárboles, y, según le place repetir, la compró por monedas. Es unacasona cuyo tenaz, peligroso hispanismo acaso excede a susaspiraciones, porque cuando muestra su larga fachada puntualiza lapresencia de cuatro bustos, erigidos en la balaustrada de la terrazaprincipal, y dice: "Los he mandado poner ahí, para 'italianizar' laquinta, para que tenga más el aire de una 'villa', que de un cortijo oun cigarral español." Desde la altura, el poeta Jean Rotrou, Apolo,Diana y un joven filósofo romano, nos contemplan, indiferentes, en elsilencio del mármol y la piedra, ignorando su función.
Le he oídoesa frase muchas veces. Muchas veces le he oído otras, en lasoportunidades en que sirve de guía a través del edificio. Era lógicoque sucediera. La reiteración de los ademanes, de los gestos y de lasinformaciones, acostumbra desembocar en el automatismo. Sé que lopiensa —lo he visto, desde adentro, pensarlo—, pero si en algunaocasión se propuso luchar contra esa teatral reincidencia, abandonó,por comodidad, el propósito, y las escasas "visitas" en que se leocurrió algo nuevo, lo incorporó definitivamente a su perfeccionadomonólogo.
Al principio, tales giras lo deleitaban. Tardó un año, conla sola ayuda de su mujer, en arreglar la casa, en distribuir en ellalas cosas incontables que transportó de Buenos Aires; en encaminar cadauna hasta el sitio para el cual parecía predestinada, por arcanodesignio, desde que la adquirió, decenios antes de que ni soñase veniraquí; y no bien consiguió su fin —que en verdad no se concretará nunca,pues siempre habrá algo que añadir a la minuciosa composición—, gozóenseñándola. Cuando se cansó de los "tours" de museo, era tarde. Losfugaces huéspedes, acogidos con feliz hospitalidad, enviaron a otros yestos a otros más. Se defendió como pudo, pero los invasores, sobretodo en verano, fueron más fuertes. Supongo que es por eso que hace dosaños que no escribe. A esto, tan fundamental, me referiré más adelante.
Yome sé la "visita" de memoria. Lo he escoltado durante su curso entardes innúmeras. Lo hago porque sé que le gusta tenerme a su ladoentonces, y me he resignado a considerarme como un elemento decorativomás. Lo hago también porque mis celos avizores de enamorado perpetuotemen que en una de esas caminatas tope, de súbito, con alguien que loatraiga en especial. Naturalmente, eso ha acontecido y yo ¡pobre de mí!columbré en el secreto de sus cámaras escondidas, allá donde el perrohipersabio y ultraamante tiene enigmático y solitario acceso, la luzbreve e intensa que indica el posible riesgo de una interferenciaadversaria. Entonces abandoné mi aristocrática mesura y me condujepeor que Miel, como un bufón estúpido, brincando, ladrando,lloriqueando, babeando los zapatos, para distraer hacia mí la adoradaatención.
Sí, a la "visita" me la sé de memoria. Si pudiera hablar,me encargaría de ella y no lo haría mal. ¿Quién asegura, de continuarevolucionando, que no consigo hablar algún día? En la quinta,aparentemente, es posible todo, y se dijera que el futuro de un perrosabio (pero sabio de verdad y no un mero azotado histrión de circo)carece de límites.
La "visita" comienza delante de los iconos "quetraje de las islas griegas" y de una tallada máscara de apóstol, "queme regalaron después del incendio de los templos, en Buenos Aires, yprocede eventual-mente del de San Juan". A esto último lo manifiestacon un tono dubitativo, encaminado con destreza a convencer. Losintrusos se detienen instantes, suspiran en honor de Délos, de Patmos,de Salamina, de Egina, de Míkonos, de la quemazón célebre, y sonprecipitados por la escalera angosta que irrumpe en la biblioteca. Aambos lados de su curva, penden diplomas, títulos, testimonios depremios y la cómica fotografía del Escritor con peluca. Yo sé querecitará, con una sonrisa leve, haciéndose el desentendido: "Estas sonmis vanidades..." Lo son. Y lo recita. Se llega así a la biblioteca,estrecha y larga, dividida por dos arcos conventuales. Los volúmenes,alineados por temas y por orden alfabético —lo que significó sietemeses de tenaz trabajo sin socorro y una enfermedad misteriosa,literaria, originada vengativamente en los hongos de los libros—,tapizan los muros. El Escritor señala la fotografía del bailarínNureyev, firmada por su autor, Cecil Beatón a quien debo mi nombre, yaque le fuimos presentados los dos el mismo día; el horóscopo de XulSolar; el grabado de homenaje a Brandsley y el diseño de homenaje aLautréamont; el recado de Garibaldi, que hace parpadear a losforasteros italianos; los autógrafos de gente de letras y susfotografías, el texto de magia que perteneció al terrible Stanislas deGuaita, "marqués, poeta y morfinómano". Enciende la lámpara de pie,junto a la vitrina, y pone el dedo sobre el manuscrito de la traduccióndel Amadís de Gaula al francés, de 1540; sobre los rasgos caligráficosde Darío, de Proust, de Lorca, de Juan Ramón; sobre la acuarela deAlberti; sobre las ediciones princeps que de su abuelo conserva. Estámuy contento. En el fondo es un ingenuo; de ahí proviene su discutidoencanto pueril, esa ilusión que hace que no envejezca como sería lógicoy que tanto me conmueve. Luego gira, abarca la extensión del cuarto, yse desquita de los dueños iniciales de la casa (los que laconstruyeron, magnánimamente, para él y se arruinaron más de cuarentaaños atrás) y a quienes sin embargo jamás les perdona su recelo de quela habitaran antes. Dice: "Los primeros propietarios tenían aquí uncuarto de juegos, con un trencito eléctrico y un ping-pong." Y la gentese maravilla de que el sitio haya sido purificado en aras del arte.
¿Locritico? ¿Soy un mal perro? ¿Un hijo de perra, en el triste sentido? Medejaría descuartizar por él, pero nadie lo conoce mejor, ya quecomparto su conciencia, y no hago más que reproducir, como un servildisco de fonógrafo, lo que mis orejas recogen continuamente. Además,si alguien se atreviera a insinuar que no lo amo, porque lo juzgo conequidad, que abrigo un despecho, un resentimiento incompresibles,¡cuidado! : soy frágil, pero tengo los dientes agudos y afirmados enlas encías, unos dientes pétreos como los del gran Anubis.
Terminadoel ambular bibliográfico, el itinerario prosigue escalera arriba. Seentra en la "Sala de Mamá", una de cuyas paredes acoge a dibujos yacuarelas motivados por la obra del Escritor: dos de los modelos detrajes surrealistas que inspiró su traducción de Moliere; el de uno delos personajes de la prohibida, zarandeada ópera que sugirió sunovela; dibujos del castillo en el cual se desarrolla; un temple en elque un mascarón de proa y una sirena se abrazan... "Mi cabeza porFioravanti —murmura, y está idéntico—. Aquí, en la nuca, quedó laimpresión de mi anillo, con la que marqué el barro, para atestiguar miasentimiento de la interpretación psicológica." Yo pienso en suverdadera cabeza, la caja de huesos y el relleno intrincado, mialbergue espiritual; ésta, de bronce, es impenetrable. Después se paraante el cuadro que ya mencioné, del pintor de la cúpula del teatrolírico de Buenos Aires, aquel en el cual se le contrapone la perritamuerta, y una punzada segura me araña el corazón. Intuyo que exagera,dramático, el afecto que lo unió a su bicho negro, y me empeño, conpayasadas, en diversificar su contemplación, arrancándolo de ese oasisde nostalgia presunta. "El retrato de d'Annunzio, firmado en 1908",pero no añade que un amigo lo adquirió en una feria de caridad; "Lafundación de Buenos Aires", la única pintura de la casa que compré; elresto son regalos. (Esto es legítimo; no olvidemos que fue crítico dearte y que impulsó a una generación semirrelegada.) "El hada Melusina,el hada de mi libro, con alas, cola y anteojos, hecha por mí para mimujer. La dibujé parecida a ella." Los turistas se retardan,respetuosos, frente a los divertidos trazos torpes, como frente a unLeonardo da Vinci; el más inocente toma notas; late el "clic" de lasfotografías. "La vitrina con libros familiares" (la. tragedia delclásico, tío tatarabuelo, que imitaba a Alfieri; las publicaciones deltatarabuelo periodista, el "mártir"; los volúmenes y folletos que más omenos justifican la tradición literaria de la estirpe; el haloromántico). "Esta porcelana fue de Mariquita Mendeville, la del Himno;la cigarrera de mi suegro, que antes fue de un príncipe ruso; el sellodel presidente de la República emparentado con mi mujer; el sahumadordel Renacimiento, de Andrea Riccio, que integró la colección de broncesde mi bisabuelo; la palmatoria de plata de la colección de su hermano,el de los versos pesados y el de los versos cochinos." El orgullo desangre del Escritor, gastado por el hábito, ya no funciona. Habla comoun muñeco de ventrílocuo. "Ahí abajo —indica al pasar— están mislibros", y yo, por más próximo al suelo, husmeo las encuadernaciones;los altos cuadernos de dura tapa que encierran la telaraña de susmanuscritos; los de apuntes, de hule negro; los estantes que conservanaños y años de investigación paciente y de ansiedad imaginativa y queél aparenta, sólo aparenta, omitir casi en la prolija enumeración. Perosu tono se aviva, porque hemos llegado al momento del gran truco y yo,Cecil, tan sobrio, meneo el rabo que habitualmente escondo entre laspatas, para adherirme al ¡ah! de admiración infalible del públicosolitario.
Estamos, en efecto, en el "Salón de los Retratos" ("hayaquí ochenta retratos, entre óleos, grabados y miniaturas"), el másamplio del caserón, que por un lado comunica con la terraza de losbustos y por él opuesto con la galería que centra, en azulejos, elblasón de mi amo: los dragones de oro que tironean de la banda, comosi aspirasen a comerla, los escudetes de sinople y azur... Guipúzcoa,Villafranca de Oria, la casa solariega y demás... ¿Y mis armas? ¿Cómoserían mis armas, si las tuviese, las armas de Sir Cecil Whippet? Miseñor sostiene que ostentarían una liebre y un zorro escapando, contres pirámides por fondo, un hueso roído y el lema "I run". Se ríe demí. Y ¿por qué no? Las pirámides de Egipto; las bestias tantas vecesvencidas por mis antepasados; el hueso que concreta nuestra cotidianafortuna; y dos palabras en inglés que recuerdan que los mejores de miespecie se tragan hoy 183 metros, detrás de una liebre mecánica, endoce segundos. Él se reirá, pero cuando estoy solo copio, delante delespejo, las figuras del álbum de heráldica: rampante, de perfil,levantadas las patas derechas, enarcada la cola que añora un pompónterminal; pasante, en posición horizontal, con la mano y la pataderecha alzadas; contornado, o sea mirando a la parte siniestra. Comoquedo más favorecido es rampante, pero me cuesta lograrlo, por elequilibrio; todo es cuestión de paciencia: también existe una gimnasia,un yoga heráldico.
El salón es espléndido. A él y a mí nos sigueentusiasmando ese aposento que enmarcan las losas blanquinegras, lasvigas y el humo pálido de los vitrales. "Ochenta retratos." Con grandesojos, son ojos diminutos, atisban a los extranjeros; rastrean suspistas mientras se desplazan, como si estuvieran prontos para avisar,en caso de que a alguno se le ocurriera llevarse un cenicero que cabeen el bolsillo. "Ochenta retratos." Agobian, pero la sala es ancha.Trepan por los muros, ordenados como series filatélicas; observan,como asomados a palcos y tertulias. Sobre la chimenea, triunfa laseñoril melancolía del "mártir", delgado, moreno, con reflejos de oroen la cara. "¡Qué buen mozo!" —exclaman hombres y mujeres. No evocan niel asesinato, ni los años de penuria, de guerra, de horror; se fijan enla elegancia de la ropa, de la actitud. Y el Escritor pone la púa sobresu disco: "Sí, felizmente no desciendo de Sarmiento; sería terribletenerlo allí."
Se alinean las piezas arqueológicas debajo, en larepisa, y se desata el baile de los siglos: el torso de Baalbek delsiglo III; la cabeza romana de pórfido, del siglo II; el fragmento demármol que el artista, amigo querido del Escritor, encontró en OstiaAntica —"nosotros nunca encontramos nada", suspiran los hurgadores deescombros que anduvieron por Europa—; el vaso fenicio para ungüento;el relicario etrusco; el borroso monstruo tibetano; el Apolo desnudohallado en Tebas, del siglo IV antes de Cristo (es el que gana, haciaatrás, la carrera del Tiempo); las cabecitas de barro del Ecuador, quese confunden con máscaras griegas de actores ("¡es verdad, esverdad!"). La catarata de las centurias retumba entre los mueblesdistribuidos para una exacta partida de ajedrez: "Virgen de marfilfrancesa, del siglo XV; Niño Dios español, de marfil, del XVII;alabarda ceremonial del Palatinado, del XVIII." Los huéspedes no sabena dónde mirar. Giran los rostros, se estiran, corretean, preguntan yse equivocan. La historia argentina los calma. "Estas sillas inglesasfueron del hermano de Dorrego, 1830." "El general San Martín regalóeste escritorio de viaje a mi tatarabuela peruana, cuando casó allí en1821; este Cristo de plata, tan sencillo, perteneció a su abuelo,virrey del Perú. Las violetas que la emperatriz Eugenia recogió enChileshurst, durante el destierro, y le entregó a Don Carlos." Losvisitantes sosiegan su respiración; pisan suelo conocido. "El abanicode la generala y sus varillas de amatista; los brasileños derrotadoshuyen en el paisaje." Huyen como si intervinieran en un balletecuestre. "El chaleco del prócer asesinado, su navaja, su daguerrotipo,el mechón que le cortó el autor de 'Amalia', cuando cayó bajo el puñalen Montevideo." Es cosa resabida, desde el texto de Grosso, Grossochico. Y la mención de la sangre, vertida profusamente, gusta.
Entretanto,altaneros y espinosos, los militares, los intelectuales, losfuncionarios, planean allá arriba, en el fulgor de los uniformes deteatro, la nieve de las pelucas, las corazas discutibles, el luto delas levitas. "A los antepasados de mi mujer se los distingue por lasespadas; a los míos, por las plumas." Y así es, en efecto: las plumasparecen pasar de mano en mano, a lo largo de las generaciones, como losaceros. "Mi madre, con el sombrero de terciopelo, tan sentador, puestodel revés, para escapar a la moda. Mi suegra, en 1915, que se diríafrívola como un personaje de Proust y sin embargo no lo fue. A estaotra, mis hijos la llaman, burlones, 'dama criolla'." Es la antecesorarobusta, medio impresentable, tremendamente hogareña, frecuentadora demates, de locros y de misas del alba, que cuelga sobre la puerta delantecomedor, lejos.
Cuesta tolerar los ciento sesenta ojos.Evitándolos, los de afuera se agolpan en torno de la caja de cristalque reúne los recuerdos de viaje, los pequeños obsequios. "Un comboloide turquesas que me dió en Atenas una amiga, cuando cumplí cincuentaaños. No, no, no es un rosario: es el vicio módico del Cercano Oriente,el calmador de nervios que substituye al ci-gárrulo. Los hay atroces,de material plástico. El material plástico está en todas partes, comoDios." "¿Y la amiga?" (absurdas miradas cómplices). La amiga,escritora y pintora, ganadora de un premio internacional del PENClub, fue distinguida por mi señor con la dedicatoria impresa de uno desus libros más importantes, a lo que ella retribuyó dedicándole unapieza de teatro. El uno está en castellano y en griego la otra. Ningunode los dos ha podido valorar la consistencia del homenaje. "¿Y esto?adivinen qué es esto." (La infaltable pregunta.) "¿Una batuta, unavarita mágica? ¿Qué es, qué es?" Nadie responde. "Es un mango desombrilla." "¡Ah!" Tanta cosa... "A mi vez, nunca he logrado, entenderpara qué sirve esto, que descubrí en Londres, hace años." Muestra unlabrado instrumento de bronce, con traza de extraña tijera. "¿Undespabilador de cirios? ¿un cortador de cigarros? ¿un fabricante deeunucos? No, no, no. Acaso jamás lo sepa. Una tarde, el BritishCouncil presentó, en el hotel frontero, el de los ingleses, una seriede películas cortas. Había, entre ellas, una consagrada alCommon-wealth y sus artesanías. De repente, en el relámpago de lavitrina del Pakistán, vi un objeto idéntico a éste. Por supuesto, eraimposible detener el film y preguntarle a su director de qué setrataba. De modo que ahora sé que es algo pakistano y sólo eso. Quizásun obtenedor de eunucos. ¿Hay eunucos allá?" Las señoras ríenmoderadamente. "Una cruz de madera del Monte Athos, del que visitécuatro monasterios y entreví los monjes archicélebres, copistas deiconos y perseguidores de niños suecos.'' "¡Oh!" "El collar de cuentasque en Grecia y en Turquía les colocan a los chicos y a los asnos paraconjurar el mal de ojo. El león de San Marcos (¿o es un dragónetrusco?) que me confió el poeta, después de la repentina muerte de sumujer, la pintora admirable. Lo hizo, pienso yo, porque le conmovió quecuando la velaron, en la sociedad de artistas de la calle Florida, unsolitario domingo, se me ocurriera a mí que rodeasen su ataúd con losóleos que habían formado su última exposición y que se guardaban enuna galería próxima. Había concretado en el lienzo sus visionesmísticas, de montañas blancas, sin que en ellas entrara casi ningúnotro color, como si mi pobre amiga hubiera franqueado las puertas delmisterio poco antes de su fin. Ahora descansaba, en medio de la nievesecreta. Y este león, este dragón, fue suyo."




"Laminiatura de la faz de Cristo, que según el autor de la novela deÁvila procede del relicario de una reina. Un esmalte de Limoges, deLaudin, del siglo XVIII. Un coral gótico, de Ana de Pombo, bailarina,diseñadora de vestidos, española extravagante si las hay." Y así... yasí... Por momentos, el amo de la quinta parece un narrador de mágicasleyendas, y por momentos un rematador esperanzado.
"Los guantes queArturito lució en un baile y que la misma Ana de Pombo cosió para él.El terciopelo púrpura es del Renacimiento. ¿Arturito? Dilapidó variasfortunas; compuso sonetos curiosos; editó libros perfectos; ha sidodueño de uno de los telones que Picasso creó para los ballets deDiaghilev, el telón de 'Parade; dio una fiesta a la cual yo asistí —yen la que casi todos conocimos a nuestro extraordinario anfitrión—,durante cuya cena cada mesa ostentó por centro un objeto raro. En lamía había un tintero que perteneció al rey Carlos X de Francia.Mientras nos servían, entraron unos perros amaestrados, vestidosexóticamente, que eran una maravilla." Esto de los perros, a mí no megusta en absoluto. ¿Por qué no lo suprimirá? ¿No intuye que meincomodan? "Después sufrió un accidente; se empobreció, se enriqueció,se empobreció... las herencias tenaces... ahora puede decirse que hadesaparecido. Pero queda su rastro —ese sí, proustiano— como unfulgor..."
Ya basta del salón grande. Como siempre, los amaestradosperros, mis congéneres comicastros, partiquinos, me amargan la visita.Los veo saltar locamente en la memoria del Escritor. Sus trajes conlentejuelas y campanillas relumbran y cantan. Son demasiado hermosos,demasiado inteligentes. ¡Ay, ay del amor, ay de su estupidez, ay de sussospechas! A veces me convenzo de que es una ventaja que yo no sepahablar, pues si hablara sería insoportable, como tantos enamorados. Ylos celos me sirven de séquito policromo, trémulo de luces, cuando porsuerte salimos a la última sala y, servil, me apresuro, si puedo, alamer la mano abandonada del recitador.
Nos hallamos en unahabitación menos amplia y mucho más alegre. Los ánimos se relajan allí.Avanza el sol por los ventanales de reja que la hiedra a mediastapiza. Inúndase el cuarto de verde claridad y tengo la impresión deflotar en una piscina; de que nos movemos como lentos peces en ladensidad de un acuario. Afuera, los árboles y los arbustos funden susmatices, cual si tendieran un largo paño para la coreografía de Cecil,lebrel medieval, cuyos mayores poblaron las telas tendidas en losclaustros del rey San Luis. Al punto, recupero mi estabilidad. Soy, denuevo, Sir Cecil Whippet, el incomparable, el de Cluny y los Cloisters.O presumo serlo, tan desdeñoso de los tristes perros amaestrados comode los fox-terriers.
"Con ese arco, dividí este ambiente por lamitad. Acá se encontraba el jardín de invierno, pero yo destiné suespacio al comedor. Los pasados dueños, tenían su comedor en el actual'Salón de los Retratos', harto más imponente, y yo prefiero que lahabitación donde se come, en la que, después de todo, se está pocotiempo, sea reducida. Por eso dividí el ambiente: allí el comedor yaquí una especie de fumoir, de verdadero living, la parte menos solemnede la casa, el sitio en que se oye música, se toma el café y el whisky,se leen los diarios, se fuma, se conversa."
En el primero se exhibenlos cuadros rioplatenses, los testimonios del afecto de los pintores.Delante de cada uno, menciona el nombre prestigioso y la rondamulticolor enlaza a los gauchos, al candombe, al circo, a loscompadritos, al bodegón cubista del que murió en París. "Raquel ideópara mí este San Manuel desnudo, espiritual; de Victoria conservo esteCastel Sant-Angelo, tenue, transparente como el recuerdo; a suautorretrato debí venderlo, en la época en que decidimos comprar laquinta." Lo aflige esa mención. Quería al viejo maestro, al hechiceroambiguo, y de él no puedo estar celoso. Sufrió al desprenderse de suefigie, digna en su opinión de Gutiérrez Solana.
"El carro de plata,traído de San Petersburgo por mi abuelo y en el cual servía el vino. Yano sabemos cómo usarlo, cómo ubicar la movible botella en su interior.La civilización progresa en determinado sentido y retrocede en elotro. De un lado avanza la comodidad, y del opuesto el refinamientorecula y se retrae. Las vasijas que el gran duque llevaba en su coche,llenas de vodka. He aquí su escudo: la corona imperial, el águilabicéfala. La regadera de plata con la que las negras bañaban a mibisabuela. Ya no existen ni la tina ni la palangana. Me deja absortoque esta pieza se salvase." Los excursionistas bajan los párpados,mientras digieren tanto metal. Por un instante, en sus imaginaciones,se funden la imponente señora desvestida, acurrucada, en el lebrilloinglés, sobre cuyas trenzas cae el agua que las hijas de esclavosvuelcan delicadamente, y el magnate ruso que la avizora, en la mano elvaso argentado de la doble águila, repleto de alcohol. La misma visiónpasa por la mente de mi amo, quien se apresura, por respeto póstumo, adescartarla.
Regresamos al fumoir y su chimenea ("hay seis en lacasa; en invierno se encienden todas; me encanta el fuego, su calor ysu pasión"), y los visitantes se entretienen frente a los óleossingulares, libres de la bisabuela y del príncipe: los gatos delmuchacho empeñado en teñir canales y ríos; los suaves grises delasceta de Santa Fe; la composición candorosa y alucinante del queacompañó al Escritor durante años y halló el fragmento esculpido enOstia Antica.
Sobre la chimenea y a sus lados, más piezasarqueológicas y más anécdotas preludian el término del recorrido. Loshuéspedes no deciden ya en qué pie les conviene apoyarse. "Conseguí esaestela funeraria en Mukden, en Manchuria. Es del siglo XIII. Detráslleva una inquietante inscripción: 'Que nadie ose tocar esta piedra enforma de Buda, que hice tallar en tal mes de primavera, de tal reinadode la dinastía Yuan (es lo que la sitúa en el Tiempo), porque sobre élcaerá mi maldición'." El grupo, fatigado, hace un esfuerzo porespantarse amablemente. "No, yo no soy el maldito, como lo compruebanlos treinta años transcurridos desde que está en mi poder. Elespecialista que tradujo el texto para mí, en el Museo Imperial deTokio, me hizo notar que la estela había sido arrancada antes de que yola encontrase en el patio de un templo. El maldito es el que laarrancó. Que Buda se apiade de él." Y Buda, representado como una damagruesa, con diadema, que debería sostener un impertinente en la coquetamano alzada, nos mira, displicente, como nos miraron los generales ylos poetas desde sus marcos. Reposa encima de un fénix, oportuno comoun almohadón; bailarinas y bodhisattvas lo circundan, quizásespantándole las moscas. "Me lo robaron; parece increíble, dado supeso, pero me lo robaron, y lo recuperé en el Banco Municipal de BuenosAires. A esta otra pieza me la robaron también y la recobré junto conla anterior. El Banco Municipal es la desembocadura de muchoscomplicados arroyos." Los huéspedes observan la lisa imagen del Budajoven, del XVI, rosada, que el Escritor obtuvo en Corea; observan losdos seres fabulosos, idénticos, que se besan con los duros picos,recortados en una. piedra redonda, francesa, del XIII ("casi unsímbolo alquímico de la homosexualidad"), y preguntan por los trespersonajes que se alinean sobre la repisa: “Son cerámicas del Perú, deChancay, y tienen mil años." ¡Mil años! El tiempo gravita sobrenosotros, como una losa colosal.
Los ídolos incaicos y orientalesse enfrentan con los embajadores del catolicismo que colman una mesa;dos teams: paganos versus cristianos. La patria misionera (Corrientes,Santa Fe, Córdoba) tiene por campeones a unos santos frágiles, demiembros articulados, de rostros impávidos o dolientes. "¿Cuándocomenzará el duelo retórico? ¿Cuándo se reunirá el destempladoconcilio? De noche, al apagar las luces y retirarnos, supongo quereanudan la disputa teológica en torno de la divinidad."
Con esto,para satisfacción general, concluye la gira. Los extraños salen alparque desertado por los jardineros, tan dilatado, tan intrincado, quese transformó en bosque de la Bella Durmiente. Eso es lo que desearíael Escritor: dormir como la Bella; pero si entre los turistas algunose queda atrás, balbucea una recomendación e insiste para asomarse "unmomentito" a la planta alta, todavía hay que enseñarle el cuarto dehuéspedes que decoran las fachadas encantadoras, típicas, que SusanaAguirre pintó al temple ("aquí está ella, retratada cerca del palaciode los arzobispos de Sens, en París, el Hotel de Sens"). Y hay quetrepar el empinamiento de la segunda escalera, enseñar el "museo", enel vestíbulo superior cuyas paredes desaparecen bajo las centenariascartas autógrafas y las fotografías; y el otro cuarto de huéspedes y sucolección iconográfica americana.
Sólo falta el dormitorio delEscritor. Sé que sus ojos huyen hacia el lecho, donde ansía acostarse,sonámbulo. Antes, es menester desarrollar el catálogo con los nombresde los artistas que inventaron sus dibujos. "Proust y Rilke, porBasaldúa; un Batlle Planas; otro; un Aizenberg; dos estudiosexcepcionales del perfil de la Señora Evita (la llama así), porCuratella Manes; los Leonor Fini; el cuerpo masculino debido aSpilimbergo, tan robusto, y el debido a Josefina Robirosa, tangrácil..." Su voz desfallece. La recupera delante de un desnudo deTiglio. Actuó de modelo para él un muchacho lánguido, voluptuoso. "Unatarde vino aquí un cordobés, aparentemente dotado de una vista normal.Sería distraído. Se plantó frente a este dibujo y declaró: '¡Qué lindamina!' Yo no traté de desengañarlo. Verdad es que el elementofundamental que certifica el sexo del modelo resulta bastantechiquito, pero... quand même…!" Ríe el privilegiado que participó delsanctasanctórum de los descansos, de las buenas siestas, del olvido, ycuando el Escritor cree que se deshace de él, el intruso se mete en elcuarto de baño, no por motivos obvios sino para admirarse ante lascincuenta "figas" brasileñas que cuelgan de la pared sus brazostoscos, sus manos que reproducen, con el pulgar dentro del índice, elademán desvergonzado, ritualmente obsceno, que conjura la mala suerte.Interroga: "¿Es usted supersticioso?" "Sí, muy supersticioso. ComoByron. Doy por esa ruta el paso inicial hacia el misticismo. Curso, sinproponérmelo, el primer grado inferior de místico. De acuerdo con mihoróscopo —con mis horóscopos, pues me han trazado tres— el desenlacede mi vida será muy particular. Anuncia uno que moriré precipitado enel agua, empujado por alguien que evidentemente no me tendrá cariño;pero los demás calculan que el misticismo será mi meta inesperada. Pordescontado, prefiero este último remate, menos súbito y húmedo, yaguardo el signo del deslumbramiento sobrenatural. Día a día, mepropongo leer a Buda, para empezar, aunque les temo a los éxtasis demoda y sospecho que es demasiado tarde y que mis músculos y mis huesosse negarán ya a asumir la excelsa y ardua posición del loto."
Ahorasí se ha levantado la sesión. Se aleja el insistente explorador deintimidades, y mi amo, mi dueño, mi amor, se tumba con un suspiro en lacama de hierro negro que protege el San Antonio rubicundo. La lasitudlo muele, lo consume. Yo me extiendo a sus pies, sobre la alfombraroja. Levanto el largo cuello exquisito, cierro los ojos de cambiantetinte, y calco el contorno de los galgos marmóreos que, en lossepulcros medievales, brindan apoyo a los armados borceguíes de loscaballeros. Pronto, del lecho, se levanta un ronquido feliz que ganaráen intensidad y en musicales hallazgos. Es el himno a la paz, a latregua. Ojalá —que nos lo conceda Anubis; que nos lo otorgue Cerbero;que nos lo allanen los veinticuatro dogos de Acteón; que nos lofacilite Argos, el perro de Ulises; que nos lo permita también el perrode San Roque— mañana no venga nadie, absolutamente nadie.
 



V

FRACASOS DEL ESCRITOR



Aparecen,de tanto en tanto, periodistas: cada vez menos, porque ya ha dejado deser "noticia", por ventura, el retiro del Escritor a estas soledades.Al principio les intrigaba el porqué de ese alejamiento. No loentendían entonces y tampoco lo entienden ahora pero el hecho ha dejadode interesar ya a esos núcleos inofensivos que se alimentan —quizás porañoranza, por probarse que existe la posibilidad de evadirse de larealidad cotidiana y sus tentáculos, quizás por insistir en imaginar,desde su monotonía ilusa, que la vida es para algunos (un jugador defútbol, un guitarrero, una actriz, un escritor) una especie deinventado cuento— de lo que les sucede a los que persiguen sus vidasfuera del montón.
No comprendían, en lo que a mi amo respecta, sunecesidad de apartarse, a esta altura del camino, de las sendasdemasiado transitadas, para que ese otro "smog" que es la novelerabruma no le impidiese ver con lucidez dentro de sí mismo. Como él secaracterizó, pues la frivolidad es uno de sus muchos ingredientespsicológicos, por la tenacidad con que participaba del mundanoestrépito, aun en sus manifestaciones más tontas —sin captar que alnarrador todo lo nutre—, resolvieron al fin que su exilio voluntarioconstituía una actitud, una "pose" más, y un medio astuto paracontinuar llamando la atención con un nuevo artificio, y cada vez queel Escritor regresó a Buenos Aires, muchos lo comentaron como si fueseuna traición y un testimonio de su flaqueza. Varios de ellos se negarona discernir que, al alejarse, el Escritor no había firmado un pactocon nadie; que no se había convertido, de la noche a la mañana, en unermitaño o un Fausto al revés. A la imagen convencional del mundano,substituyeron, elementalmente, la imagen convencional del anacoretaimposible. No entró dentro de sus esquemas la idea de que pudierapasar un mes y medio en la serrana soledad y largarse luego a estaruna semana en la metrópoli; una semana en el curso de la cual,flamante provinciano, se apresuraría a recuperar lo inalcanzable de losteatros, de los cines, de los almuerzos, de los salones, de los cafés,de la amistad. Y no percibieron que mientras reanudaba, pasajeramente,su caricaturizado y explotado trajín anterior, la visión de la quintaremota enriquecía su seductor poderío y lo atraía más que nunca.Desconcertados o despechados, terminaron por dejarlo tranquilo;resolvieron que perdía su condición de "noticia"; que lo probable esque sus contradicciones respondieran a los mecanismos propios de unviejo caprichoso, y apartaron de él los reflectores de la publicidad,que antaño lo habían hostigado. Eso refirmó su certidumbre de que nohabía errado al ausentarse. No le importó que alguno recurriese, en lacharla, a la metáfora remanida de la torre de marfil. Para meterse enuna torre de marfil —pensó— hay que conquistarla. Al contrario de loque se dice, la torre de marfil es el gran premio y la gran aspiraciónde quienes son sinceros consigo mismos. La torre tiene ventanas,numerosas ventanas, y un encendido fuego. La mía dispone también de unapuerta, no para que por ella entren los de afuera, sino para que el deadentro salga. Es menester, eso sí, ganarla, como en la Edad Media seganaba un bastión. Quienes no la logran —que son los más— fingenmirarla con desdén y berrean la urgencia imprescindible, para unescritor, de hundirse en la ciénaga de la multitud. Pero la torreconstituye para ellos un desesperante espejismo no confesado.
Hubogente de prensa, más sutil, más inteligente, que no abandonó la ruta dela sierra y que llegó a la quinta con otras inquietudes. Uno, enparticular, fue más profundo. Le intrigaba que el Escritor noescribiese ya y quería, por afán profesional y acaso por curiosidadpropia, aprehender su porqué.
Mi dueño midió la responsabilidad deser especialmente claro, en esa oportunidad, y de que no se deformasesu opinión, como había acontecido en tantas ocasiones, y para evitarloredactó su pensamiento.
"Hay una etapa en mi vida de escritor,singularmente angustiosa: es la que se estira entre la terminación deun libro y el comienzo del siguiente. Como lapso empezó cada vez quepuse fin a una obra, ya múltiples los períodos arduos que he debidoatravesar. Supongo que otro tanto les sucederá a los demás escritores,y en particular a los novelistas, porque el autor de cuentos, por elesfuerzo breve de composición que requieren los relatos, no está sujetoa esa desazón, y porque el poeta no depende del esfuerzo cotidianosino de la inspiración instantánea. Sólo puedo hablar de mi experienciay transmitirla con honradez: el desasosiego que en ese tiempo me invadees muy afligente. He cerrado el último capítulo de un libro; me hedespedido de los personajes que durante meses, quizá durante años,poblaron mi imaginación y mis horas, y de repente me siento despojado,vacío. El lapso dedicado a inventar, a poner en marcha la máquinacompleja, a cuidar sus ruedecillas sin olvidar detalle, se distingue,en lo que me atañe, por su honda felicidad. Escribo, aun cuando tratoun tema dramático, en medio de la alegría de la creación. Para otros,según he oído, esos son los grandes momentos que torturan. Para mí no,por suerte. Son, al contrario, los del alivio que exalta a quien davida. Pero, transcurrida la fase más o menos extensa —para mí muycorta— que trae la satisfacción de la obra realizada, se abre el ciclointermedio, el que precede a la obra siguiente, y tengo la certeza deque todos los novelistas, aun los más avezados, compartimos suansiedad. Aunque el conocimiento práctico me repite, por lo bajo, queno debo temer, que es cuestión de esperar, me atenacea la congoja deque el libro que he llevado a conclusión puede ser el último, y amedida que las semanas transcurren sin nada nuevo, la zozobra crece,ante la perspectiva de una impotencia que me vedará el júbilo deconcebir nuevas formas. Esa alarma se intensifica si el libro cumplidoha sido largo y absorbente. La impresión de ausencia, de carencia, deorfandad —esa es la palabra: orfandad—, que reemplaza entonces a lassensaciones radiantes que me dio el libro en gestación, alcanza en esasoportunidades a extremos casi dolorosos. Recuerdo que cuando estampé lapalabra 'fin' en mi dilatada novela del Renacimiento italiano, luego demás de dos años de redacción, me sobrecogió el desconsuelo de que ya novolvería a escribir, tanto había puesto de mí mismo en sus 650 páginas.Sin embargo, al cabo de un período de opresivo tormento, empezaron aagitarse en mi ánimo las figuras del libro siguiente, el de laevocación medieval, y respiré al saber que una vez más sobreviviría. Lasiniestra etapa que vino después de su conclusión fue agudamente mala.Había redondeado, una tras otra, dos novelas de aliento, y me sentíadesposeído como nunca. A tal grado de intensidad llegó mipreocupación, que me equivoqué, y me lancé a planear otro libro deigual trascendencia: el que debía ser la novela de los príncipesmisteriosos que, después de la victoria de Pizarro, se refugiaron enMachu-Pichu y tuvieron un trágico desenlace. Había leído yaincontables textos de comentaristas e historiadores, cuando, listopara iniciar la construcción, me amilanó el esfuerzo que me aguardaba.En horas se desmoronó el edificio en cierne y estuve a la vera delpánico. Me refugié en otro tema, en la idea de 'El entierro del condede Orgaz', una novela que hubiera sido un conjunto de cuentosenlazados, cada uno de los cuales tendría por personaje a uno de losinmortalizados por el Greco, en su cuadro célebre, y que se reuniríanen el capítulo postrero, dentro del taller del pintor, frente a la telablanca. Leí y anoté, pero dejé caer al Greco, si bien en Toledo, mástarde, quizás por sugestión de la atmósfera, volví a tomar apuntes. Enverdad, y pese a que la razón me repetía que no me intranquilizara,pensé en esa época fatal que ya no sería capaz de escribir. Ysúbitamente, en pleno desaliento, se presentó ante mí con nitidez, caside punta a punta, como un tapiz completo, el libro que debía componer.Eran los relatos que, unidos entre sí, organizan una novela, y que alreferir las vicisitudes de una dinastía imaginaria, en un imaginariopaís del centro de Europa, me facilitaron la ocasión reconfortante demandar al diablo el terror del anacronismo y de desquitarme de lospavores que me habían comunicado mis dos novelas históricas, lascuales, si bien me procuraron, como todos mis demás libros, intensasfelicidades, mezclaron a sus goces el permanente miedo que suscita eltrato con la verdad verdadera. En tres meses y una semana brotaron, atoda máquina, en medio del placer más hondo que hasta entonces habíaprobado, las doce 'crónicas'. Con ellas, abrióse para mí la puerta deun mundo que había entrevisto apenas: el de la ironía pura, el de lasátira, rico en fecundas probabilidades. Acontecimientosinexplicables, desventurados y ridículos, vinculados con el destino dela ópera que sugirió mi novela italiana, me distrajeron después de mistareas, pero esa vez estaba raramente tranquillo, y cuando la serenidadsubstituyó al barullo compré un cuaderno grande y di principio a otranovela. La escribí en cinco meses, movido por el espíritu que inspirómis 'crónicas', pero en ella traté un asunto sudamericano, la historiade una ciudad —tan imaginaria como la de dichas 'crónicas'— desde sufundación hasta el año 3000. Luego renació la inquietud, la terribleinquietud que se instala entre un libro y otro y que me acosa hoytodavía. Varios proyectos frustrados se sumaron al cortejo fúnebre demis libros muertos sin nacer. Detrás de los incas y de los caballerostoledanos, desaparecieron en esa estela 'los parientes'. Su planteo noera malo. Se me ocurrió dedicar una serie de relatos a los parientesde las celebridades, a los que estuvieron más próximos a ellas y, poreso mismo, las conocieron mejor y peor. Sólo completé el reservado a laviuda del Greco, que recogía algo del material acumulado con destino alos nobles sepultureros del conde de Orgaz. El resto —el cuñado deVoltaire, la abuela del marqués de Sade— quedó en el camino, y leregalé el título a un joven escritor. No me arrepiento de ese abandono.El libro corría el riesgo de tornarse monocorde, de concretarse en unmontón de quejas y de repetidas inexactitudes familiares, fruto de laenvidia, de la incomprensión, de la estupidez. La duda volvía ahincarme los dientes, cuando compré la quinta. Otro tipo de creación seofrecía a mi ánimo, como admirable substituto. En Córdoba trabajédurante un año, con una aplicación que me extenuó. Me ocupé de libros,en lugar de ocuparme de un libro. Debía colocar y ordenar los trece milde la biblioteca. Debía proyectar la distribución de los cuadros, delos objetos. Enflaquecí, enfermé, y la enfermedad me distrajo. Perotodo el tiempo, oculto en lo más secreto de mi corazón, un demoniomicroscópico me repetía: 'Ya no escribirás, ya no escribirás', y suspalabras circulaban con mi sangre. No bien recuperé las fuerzas, mearrojé con denuedo a estudiar a Doña Juana la Loca. La cultivé, laanalicé, como si yo fuese Felipe el Hermoso. Y luego, como él, medesentendí de ella. Un cadáver más flotaba a la deriva, en mi estelaoscilante. A la reina demente (o no demente, eso está por aclararse)la sucedió Patroclo, el amigo de Aquiles, y en pos de él desmenucé laIlíada, la 'Aquileida' de Publio Papinio Estacio. Pero no era tampocoése. ¡Cuánto desaliento! ¡Qué desilusiones! Las sombras se condensarondetrás, en mi huella, rastros de mi búsqueda estéril. La Historiacambia sus máscaras. Clío se mofa de mí, se venga de la traición de mis'crónicas'. Ahora, un personaje inesperado me intriga. ¿Le consagraréun libro? ¿Lo conseguiré? ¿Romperé el hechizo tenaz? No lo sé... Yespero. Tiemblo y espero. Tal es el sino del escritor."

 


VI

ESPECTROS DE LA LITERATURA



Aloírle leer sus declaraciones en voz alta, comprobé qué culpablementedesviado anduve en los últimos tiempos. Mi vanidad me hizo suponer quelo poseía, tanto como él me poseía a mí, y debilité la guardia,olvidándome de vigilarlo. Dejé sola a su intimidad, deserté losvericuetos de su alma, a los que había obtenido tan franco acceso, y enellos se infiltraron perturbaciones nuevas que yo desconocía. No podíaabrigar celos de un fantasma, como no los abrigaba de los seresmágicos surgidos de su cabeza antes de tenerme, pero me alarmó laeventualidad de que no compartiese conmigo algo tan hondamente suyo. Demodo que, mientras el Escritor continuaba conversando con elperiodista, recorrí una vez más la senda penumbrosa de su mente. En sureducto más recóndito se disimulaba el "personaje inesperado" queacababa de mencionar. Era todavía tan densa la bruma que lo envolvíaque apenas avisté la silueta vaga de alguien que me pareció ser unadolescente semidesnudo. Un instante, quizás porque, ante elrequerimiento del reportero, al que no dio respuesta, su atenciónenfocó con más intensidad a esa escondida figura, se desgarró el veloque la ocultaba, y entonces alcancé a divisar su rostro; sus ojossoñolientos; su boca henchida de sensualidad; la mezcla de crueldad yde inocencia que emanaba de su expresión, bajo el corto pelo; elcuerpo moreno, flexible, áureo.
Al punto reconocí al muchacho delretrato que hay en la biblioteca, al de la mascarilla, también, deterracota, que para él modeló un joven artista cordobés, Y recordé queen el curso de las "visitas", cuando un inquisidor le preguntó poresas efigies, el patrón de la quinta contestó que se trataba deHeliogábalo. "¿Heliogábalo, emperador de Roma? —dijo el otro—: no sénada de él, fuera de aquello de comer como Heliogábalo." "Tampoco losabía yo —prosiguió mi amo— y creía que comer como Heliogábalo es comercomo un glotón. Pero no hay tal. Eso queda para Claudio, para Vitelio,para Caracalla. Al contrario, Heliogábalo fue refinadísimo."
¿Cómono advertí yo entonces la vehemencia que en sus frases ponía? ¿Así queese era su ídolo actual? Me propuse acecharlo, descubrirlo. Pero habíaque postergar la preciosa tarea. Otro hallazgo, un prodigio, medeslumbraba entonces. Comprendía por fin qué eran las escenas de lascuales había sido testigo, durante las solitarias caminatas de mi señorpor el bosque, y a las que no había encontrado una explicación lógica,terminando por considerarlas como razonable parte de la quinta, porquesu esencia burlaba mi entendimiento y, por falta de experiencia, hastacalculé que eran habituales en el mundo complejo de los hombres.
Aveces, cuando salimos juntos a pasear por la calle de tosco pavimentoque él llama "la Via Appia", o cuando nos retrasamos a admirar lossauces sin consuelo que bordean al claroscuro verdoso del lago,aparecen en la fronda infrecuentes figuras. La primera ocasión en queeso se produjo, les ladré, fiel a la tradición de los míos, pero porla expresión de mi amo, por la manera en que su mirada indagó tras lacausa de mi alerta, tuve que inferir que sus ojos no captaban lo queera para mí, en cambio, tan evidente. Y como las ignotas presencias sereiteraban y no daban muestras de perseguir nuestro daño, puescontinuaban cumpliendo sus propias y extrañas evoluciones,desentendidas de nosotros, depuse mi cólera racial y repito que melimité a juzgarlas como algo que fuese corriente y raro a un tiempo.Sólo ahora, después de escuchar la lectura del Escritor, me di cuentade qué se trataba. Eran, en verdad, algo tan misterioso que sejustifica mi desconcierto. Lo que acontecía —que muchos escépticosdiscutirán y negarán, por descontado—, mas que para mí fue más claroque la luz tolerada por los sauces hasta nosotros, es que el Escritordedicaba esos vagabundeos a pensar en los seres nacidos de suimaginación. Me adentré en su espíritu, y allí reconocí, reproducidasexactamente, las escenas que yo veía en la arboleda. Pero era tal laintensidad con que el Escritor evocaba sus figuras, era tal sudesesperación por que actuasen, por concretarlas en los libros que sehurtaban a su pluma, que las proyectaba, sin advertirlo, fuera de sí, yentonces el cinematógrafo singular del cual yo había disfrutado en elarcano de su cerebro se desplazaba de la máquina secreta y cobrabasilenciosa vida efímera, como en una pantalla verdinegra, en lavacilación del paisaje.
De esa suerte me ha tocado asistir, cerca delas ruinas del tenis, a los meneos de una anciana iracunda, a quienidentifiqué con la abuela del marqués de Sade, y que abría como unafantástica flor la falda opulenta, en la que depositaba, delicados,firmes y feroces, los pequeños juguetes de tortura. Sobre su pelucón,tremaba el plumaje de ave de presa, de inexorable gavilán, y suslabios inexistentes sonreían en éxtasis, como los de las mártiresbienaventuradas. Me ha tocado ser espectador de los movimientoscoordinados que, como un despacioso aparato de relojería, realizabanlos hidalgos reunidos en el entierro del conde de Orgaz, cuyareproducción trajo mi amo de Toledo para su biblioteca. Los viinclinarse en torno de los dos santos eclesiásticos que sostienen elcadáver y su armadura. Vi revolotear, como mariposas blancas, lasmanos y las gorgueras. De modo que me incumbió el privilegio, a mí,pobre perro, de apreciar aquella magia estética mejor que quienes pagancinco pesetas para sentarse frente al óleo, en la iglesia de SantoTomé, porque recayó en mi insignificancia atestiguar, como lasmudanzas de una callada música, el ritmo perfecto que regula, en losdesplazamientos, a la aristocrática compañía que el Greco convocó. Esafue la única ocasión en que abarqué al lienzo entero, erigido, como unbreve teatro de mimos, a un paso de la casa de las tías del Escritorque amo. Otras tardes, casi tropecé —aunque sé que el encontronazo nohubiese tenido lugar, pues dichos personajes están hechos con la aéreamateria de los sueños— con dos o tres de esos caballeros de Castilla(los de las cruces rojas de Santiago al pecho), quienes descendían laVía Appia en plática silente, cuidadosos, eso sí, del aleteo de losdedos y de los encajes. También disfruté la maravilla de divisar, en laribera opuesta del lago, a Aquiles y Patroclo, rígidos como dosabrazadas esculturas griegas que coronaban los cascos guerreros; y deotear, en distintos casos, el cortejo del joven inca Túpac, que huía delos españoles transportando la imagen del Sol, rumbo a la sierra, comosi allí se fortaleciese el santuario de Vilcapampa; y el cortejo de lareina loca y sus aventados velos, que escoltaba al ataúd de su marido,con embajadores y frailes, camino de la piscina sin agua. De maneraque, como para mi imaginativo dueño, las hectáreas intrincadas que seextienden a espaldas de nuestro caserón y trepan hacia los montespedregosos, albergaron para mí, en tal o cual momento y según fuese ladirección que tomaban las reflexiones del Escritor, arcaicas imágenesdotadas de una vida propia a la que el Escritor mantenía. Semana asemana, noté el crecer del abatimiento de mi amo, su debilidadnerviosa, reflejados en la consunción de su cuerpo y de su cara, amedida que aquellos simulacros exigían su atención, para que lesconcediese vida perdurable, y a medida que se resignaba a confesarsesu incapacidad y su cansancio.
Pero no eran esos los únicos espectros que ambulaban por la quinta.
 


VII

EL FANTASMA DE MR. LITTLEMORE


Sinlugar a dudas, este es un sitio encantado. Sin lugar a dudas, el enigmade una predestinación lo une por lazos imprevisibles, a partir de suscomienzos, con el Escritor que hace tres años ignoraba su existencia.Desde que construyeron la casa, en la iniciación de la década delveinte, la propiedad ostenta por nombre el mismo que lleva por títulouna de las novelas de mi amo y que es, también en ese libro, el nombrede una quinta. La calle frente a la cual se alarga la fachada principalde la residencia —la de los bustos de itálico recuerdo— se llama comoel héroe antepasado de la mujer del Escritor. Son coincidencias, sedirá. Tal vez. He aquí otra. Una dama bondadosa y especial, muertahace poco, a cuya generosidad mi dueño adeuda algunos regalosnotables, entre los cuales se destaca el torso femenino de Baalbek queestá en la chimenea del "Salón de los Retratos", le obsequió, cuandoempezaban los trabajos de restauración de la finca, un portón dehierro y unos trozos de verja, procedentes de su estancia próxima aBuenos Aires. El portón reemplazó enseguida al modesto de madera, enla entrada, y se adaptó con exactitud a su emplazamiento mientras quelas verjas se depositaron en el garaje. Quedaron allí meses y meses.No servían para nada. Entretanto, concluidos los arreglos del comedor,inquietó a los señores su inseguridad. Puertas-ventanas rodean doquieral antiguo jardín de invierno que hospeda en la actualidad cuadrosvaliosos, porcelanas y platerías. El Escritor y su mujer se devanaronlos sesos en pos de un medio protector que reforzara tan débilesestructuras. Pensaron en persianas férreas, en postigos de madera, encortinas metálicas, y los desecharon por feos, por groseros. Hasta querepentinamente recordaron el regalo, casi póstumo, de la dama amiga.Midieron las verjas y los dejó atónitos, no sólo la conformidadabsoluta de sus proporciones con la de los vanos, sino el hecho de quedispusieran, ni uno menos ni uno más, de tantos trozos de reja comoventanas hay en esa habitación. Si las hubiesen encargado a unforjador, no hubiesen sido más justas, ni más hermosas en susimplicidad. Ahí están ahora. Y ¿acaso no he comentado la presteza conque el sinfín de objetos, muebles y pinturas de toda índole que loscamiones fueron descargando en el patio, ocuparon sus sitios, como si aellos regresasen, o como si los flamantes dueños y sus antecesores loshubieran ido adquiriendo, durante ciento cincuenta años, para quealgún día llegasen al puerto ideal de la quinta inexistente oincógnita? Coincidencias... coincidencias... destino... misterio. ¡Haytanto que se nos escapa!
Sí, este es un lugar encantado, yostensiblemente, un fantasma mora en él. Si le faltase, le faltaría uncomplemento esencial. Yo fui el primero en percatarme de su presencia.
Nome refiero exclusivamente a mí que, por obra del acendrado amor, soysin vueltas un perro extraordinario: los de mi especie, desde elendeble gozque hasta el sanguinario mastín, poseemos dones depercepción, los cuales, en ciertas zonas difíciles de precisar,sobrepasan a los del humano ser. Puesto que el radio habitual denuestras preocupaciones es incomparablemente más limitado que el suyo,ejercemos en nuestro dominio una custodia mucho más estrecha. Ningúndetalle, dentro de él, burla a nuestra guardia. A lo largo de lasgeneraciones, hemos afinado esa vigilancia, de modo que descubrimos loque el hombre alcanzó quizás hace milenios y sus sentidos embotados yano pueden alcanzar. Oímos lo que él no oye y vemos lo que él no ve.Tensas las orejas, avizores los ojos, derrotamos a la oscuridad. Endeterminados casos, nos volvemos tan agudos que atravesamos losconfines de lo real y nos internamos en regiones prohibidas. Por loque a mí respecta, así como logré deslizarme hasta los últimos cuartosde Barba Azul que la mente del Escritor disimula, he conseguido algunavez traspasar las fronteras de lo sobrenatural. Lo hiceinvoluntariamente, acaso por ser propenso a esas excursionespeligrosas y acaso porque, cuando sucedió lo que voy a relatar, estabamaduro para emprender hasta el fin el visionario viaje. De cachorro, yapresentía alrededor la proximidad de materias indiscernibles. Misojos captaban un leve batir de alas, en lugares sin pájaros, ydistinguían roces fugaces y súbitas visiones, relámpagos, a los que miinexperiencia no atribuía una condición extraterrestre. Pero sólocuando estuve en la quinta y en su ambiente propicio, sólo cuando elamor se apoderó de mí y me convirtió en un espía saturado de sospechasy. de angustia frente a las posibles rivalidades, se aguzó en mí,además de la discriminación sagaz de todo lo corriente y como un frutode mi perpetuo estado de alerta, la capacidad de avanzar, bajo la guíade los celos, por el camino recóndito que lleva al terreno donde esimposible posarse.
El encuentro con el fantasma se produjo de lamanera siguiente. El verano recalentaba los follajes sedientos delluvia, y en el comedor se ofrecía un almuerzo, con asistencia decinco o seis invitados. Yo, como siempre en esas ocasiones, estabaovillado en el sillón Voltaire del fumoir. Miel se había echado en laalfombra cuyo tejido representa un tigre. Alrededor de nosotros, queesperábamos nuestra comida, giraba el rumor confuso de lasconversaciones. Súbitamente me erguí, estremecido por una internaalarma. Es obvio que mi intuición recogió, en el aire, el síntoma dealgo distinto y que en seguida debía investigar. Salté al suelo, volvíla cabeza, y en la terraza, allende los vidrios, vi un hombre. Consignoaquí dos datos útiles: 1º (tal vez no tan útil, pero halagador para mivanidad) que Miel no participaba de mi desazón, o sea, como sededucirá después, que no poseía una sensibilidad para lo arcano tanrefinada como la mía; 2º que de inmediato me di cuenta de que aquel noera un hombre como los que yo trataba cotidianamente. ¿En qué consistíasu diferencia? No puedo aseverarlo. Era un hombre setentón, muy alto,de largo pelo blanquísimo, como su barba, vestido de franela gris.Ninguno de estos elementos se ajusta a la noción de lo irregular ymenos aun de lo prodigioso. Su barba denotaba mucho cuidado, y su trajela británica geometría. Empero, de inmediato supe —y esa es la pruebade mi olfato para lo esotérico— que aquel no era un hombre como todos,que era diverso de cuantos yo había tenido cerca; que estaba elaboradocon una substancia diferente. Sin retenerme, yo, tan parco, rompí aladrar. Al oírme, Miel me imitó. Ella es así. Sus ojos escudriñaron laterraza, siguiendo a los míos, indagadores de mi inquietud. No vieronnada pero, por supuesto, la buena perra continuó ladrando. Loscomensales se volvieron hacia nosotros y luego hacia el exterior. ComoMiel, nada vieron. Mi amo, irritado, pues a su entender perturbábamostontamente el almuerzo, nos mandó callar. Entretanto, el hombrecaminaba despacio, más acá del gran álamo de la Carolina, hacia laescalera que serpentea entre la fronda. Intensifiqué mis ladridos ehice un esfuerzo: quería comunicarle a mi amo mi visión, tal como él mecomunicaba, sin adivinarlo, las suyas. Mejor que yo, él resolvería siaquello era propicio o maligno. Y lo conseguí; conseguí transmitirlelo que sólo yo veía; hacer que él lo viese también. De dichointercambio saqué (más tarde) la conclusión de que me ama como yo a él.Pero el Escritor juzgó a esa imagen la cosa más regular y ordinaria.Pensó —lo dijo posteriormente— que el caballero, un inglés pordescontado, se dirigía hacia la casa de sus Tías, en la parte alta delquintón. ¿Cómo, por qué iba a ocurrírsele que se hallaba a pocos pasosde un fantasma, si la escena se desarrollaba a pleno sol y si elcaballero vestía y actuaba como cualquier otro? Quizás, de habersepercatado a la sazón de que únicamente él —y yo, pero a eso no podíapreverlo— había sido testigo del cruce del caballero y de sudesaparición rumbo a la escalera, muy opuesta hubiera sido su reacción.Pero no lo advirtió: observó un instante al señor de franela gris,tornó a ordenarnos que suspendiésemos el concierto, lo que obedecí aregañadientes, y la comida y su charla prosiguieron como antes. Lacircunstancia de que ese fuera un día excepcional, con invitados,contribuyó a que el episodio se desenvolviese como narré. Si en vez depresentarse el caballero en esa ocasión, lo hubiera hecho durantecualquiera de los almuerzos comunes, seguramente, al verlo en laterraza, el Escritor le hubiese preguntado a su madre, o a Humberto,que servía la mesa, por la identidad de dicho señor desconocido. Yentonces, al comprender, maravillado, que ningún otro lo veía, hubierainferido que se trataba de una aparición para determinados selectos.
Unasemana más tarde, algo más temprano, hallábase mi amo en el fumoir,ordenando los discos, cuando acertó a mirar afuera. No necesitó micolaboración en esa oportunidad. ¿Se habrían adaptado sus ojos, luegode la primera, como se adaptan a las tinieblas, a percibir lofantástico? Lo cierto es que vio nuevamente al caballero, ahora dellado interior de la verja. Intrigado, resolvió preguntarle qué buscabaen la quinta. Salió a la terraza, descendió la escalera que a laentrada conduce, se volvió hacia el espacio de césped que bordea laverja, y no encontró a nadie. Yo, que iba detrás, valoré su estupor.Era prácticamente imposible, en condiciones normales, que se hubieseesfumado. Podía haber venido hacia nosotros o alejarse, pero no podíadesaparecer. Recorrimos juntos esa parte, cumpliendo una indagaciónvana. Mi amo resolvió descartar el asunto, por incongruente, de suánimo. Los hombres suelen dar explicaciones a lo inexplicable, aunqueellos mismos no las crean, para tranquilizarse. Y el Escritor decidióque no había visto al caballero, que se había equivocado. Pero lo habíavisto ¡vaya si lo había visto!
Al día siguiente, sin embargo, cuandobebía su whisky con su buena amiga, la inglesa propietaria del hotelvecino, recordó el extraño problema.
"¿Conoce usted —interrogó— a unseñor altísimo, sin duda inglés, de barba blanca y largo pelo blanco,vestido de franela gris, que la mañana de nuestro almuerzo andaba porla quinta?"
Ella alzó los ojos celestes, permaneció un instante en silencio y se hizo repetir la descripción.
"Sí —respondió al cabo de un reflexivo minuto—, lo conozco. O lo he conocido. Es Mr. Littlemore."
"¿Vive por aquí?"
Calló nuevamente. Después sonrió:
"No vive. Vivía. Mr. Littlemore ha muerto hace cuarenta años."
El Escritor no disfrazó su perplejidad:
"¿Qué dice?"
"Digo que la persona que usted me describe es, exactamente, Mr. Littlemore. And he died forty years ago."
¡Cuarentaaños! ¡Había muerto cuarenta años atrás y seguía circulando por laquinta! Costaba creerlo, pese a la naturalidad que Miss Noli imprimióa sus palabras.
A partir de ese momento —puesto que el escamoteodel individuo pareció refirmar las palabras de Miss Noli—, con ayuda dela señorita (llamada "la Niña" por la servidumbre del hotel) y deotros del vecindario, el Escritor se consagró a reconstruir laelemental existencia de su huésped incógnito. Procedió como cuandopreparaba sus novelas históricas, acopiando materiales de todas lasfuentes. Aportes múltiples, de personas viejas del pueblo, subditos deSu Majestad Británica, jubilados en ferrocarriles, bancos, etc.,contribuyeron a redondear su biografía. Hubo, claro está,contradicciones. Coincidían en lo relativo a su físico. "Eraextraordinariamente alto y se parecía a Millington-Drake." "Usaba elpelo largo, como Walt Whitman." Y, reuniendo piezas como quien arma unpuzzle, el Escritor reconstruyó su leyenda. Sin disputa, se trata deuna leyenda, de la ensalada de una verdad y una fantasía. Aún no hedesentrañado por qué se afianza tanto en esta zona la tendencia a lolegendario, ¿Será por la avanzada edad de muchos de sus habitantesquienes, como consecuencia de la memoria indecisa y de las amontonadaslecturas que los años y la soledad suponen, hacen de la realidad y dela irrealidad un solo amasijo? ¿Será porque el carácter de este rincónprovinciano, tan peculiar, le confiere una idiosincrasia que lodesempareja y aisla y que le impone la creación de sus personajespropios, en los que persisten los rasgos típicos del país distante,cuya sangre trajeron los que aquí vegetan? Según el Escritor, este esel último reducto obediente del Imperio Británico, y los que nodominan ese idioma, o lo chapurrean, la pasan regular, en invierno,cuando apenas quedan aquí los residentes estables y el aluvióncriollo, turístico, sólo persiste como una añoranza en las memorias delos mercaderes. Y esa gente, esos ingleses, por su romanticismoesencial, Victoriano, son inclinados a los cuentos dramáticos, hastatrágicos, en los que aflora la punta de misterio. Las leyendas nacenasí, y resulta arduo discriminar lo que hay de "legendario" en lasemblanza postmortal de Mr. Littlemore.
Retracemos el hipotéticorelato. Mr. Littlemore vivía en una casa que —pero esto se duda—todavía subsiste, más allá de la quinta, en la cima de la sierra. Erainglés, casado con una inglesa, y poseía cierta extensión de tierrapor acá. Su hija tenía una suerte de pequeño chalet suizo, que seelevaba, tal vez, donde hoy se encuentra nuestro comedor. Mr.Littlemore bebía whisky; cuando aflojó su economía y el precio de sunéctar se multiplicó, lo reemplazó por ginebra. Bebía y bebía. Acierta altura de su trato con dicho brebaje, sus controversiasdomésticas lograron tal nivel que su mujer prefirió viajar a Londres.Mr. Littlemore respiró, aliviado, y tomó por amante a su cocinera. Eneste punto discrepan las autoridades: de acuerdo con unas era unahembra hermosísima; otros pareceres sostienen que era una negra atroz.Optemos, para no abandonar el ámbito alcohólico, por un cocktailmedido de ambas versiones. Bebía, abrazaba a su negra espléndida, yde vez en vez visitaba a su hija. Un mal día, la inglesa regresó deLondres, con las banderas desplegadas y los cañones listos. Cabe laverosimilitud de que una inglesa, escocesa o irlandesa caritativa lecomunicase la versión a) o la versión b). Volvió al pago, verificó laautenticidad del chisme y procedió aplicando su criterio, con elerróneo afán de las mujeres que establecen que sus maridos sean castos,aun durante sus largas ausencias. Invitó a su esposo a tomar el té, enel filial chalet suizo —¿qué inglés resistiría la tentación de una ovarias tazas de té?—, con el pretexto de discutir (siempre lasdiscusiones) los tiquismiquis de su divorcio. Feliz, quizásarrancándose de los brazos oscuros de su dama, el caduco (pero notanto) Mr. Littlemore descendió de su casa hasta el sitio aparente denuestro comedor. Y allí, en lugar del gin solidario, apuró el téfatal. Refieren que su entierro desplegó una grandeza antigua,clásica. Sus ex peones, sus nobles compañeros del vaso y la botella, seturnaron para trasladar a pulso el ataúd, pese a la distancia y a lopolvoriento de las calles, hasta el cementerio. Como corolario y comoefecto de las reiteradas lecturas de cuentos de aparecidos, vampiros,duendes, lémures y trasgos, junto a las estufas, en los fríosatardeceres, no sobresaltó demasiado a los narradores la perspectivade que su compatriota Mr. Littlemore continuase correteando por laquinta, después de su defunción. Lo que los desconcertó es que nollevase una taza de té en la mano. Aconsejaron al Escritor que mandaserezar una misa por el descanso de su alma, en la capilla protestante, yéste se propuso hacerlo, y hasta hacer oficiar otra en la católica, porsi acaso, pero todo quedó en proyectos.
Dos personas más hancertificado la tozuda presencia de Mr. Littlemore en la quinta. Unaactriz, íntima amiga de la dueña de Miel, aseguró que lo había vistoen la otra terraza, la de los bustos, y un modisto cordobés insistió enla siguiente reseña. Parece ser que lo vio en la escalera de labiblioteca, un día de "visita". Esa vez, cuando el público numeroso yto-queteador que recorría el aposento conventual, inquiriendo sobre elhomenaje a Lautréamont, sobre el autógrafo de Rubén Darío, sobre elmanuscrito del "Amadís de Gaula", sobre el retrato de la pintoraLeonor Fini, abandonaba la larga habitación e iniciaba el ascenso dela escalera angosta, correspondiéndole al modisto encabezar el grupo,cuya retaguardia cerraba el Escritor. No bien llegaron arriba, elmodisto interpeló a mi amo: "Delante de mí, cuando subíamos, iba unseñor anciano, que no creo estuviera abajo, pues lo hubiese reconocido.Acá se hizo humo. ¿Quién es?" "¿Un señor alto?" "Muy alto, muydistinguido." "¿Con barba?" "Sí, con barba, vestido de gris." Unapausa: "Ese es Mr. Littlemore." "¿Quién?" "Mr. Littlemore, el fantasmade la quinta." "¡Ahhh!"
Si consideramos ciertos a esos dostestimonios —y ¿por qué no?—, Mr. Littlemore ha hallado el mediotécnico para ampliar su comunicación con el círculo de los seresorgánicos. Hace ocho o nueve meses que nos faltan frescas noticias desus apariciones. En cualquier momento puede volver. Lo aguardamos. Dala impresión de inofensivo: un caballero inglés, elegante, bebedor deginebra (y de té), que se balancea un POCO al andar, por motivosobvios. Inofensivo, hasta ahora. Yo voto por que no vuelva. Pero losvisitantes, los que pasan aquí el week-end, en especial si sonmuchachos universitarios de Córdoba, parten tan descorazonados, al nocruzarse con él ni en el bosque ni en las salas, que no se resignan alfracaso de su cacería, y alguno prefiere contar, de regreso a suslares. que lo ha visto, y que lleva en la diestra, como una ofrendahumeante, como una pequeña lámpara votiva, una espectral, envenenadataza de té.
 

VIII

PRIMITIVOS SEÑORES


Elfantasma y las visiones pueblan la quinta de mágica sugestión. ¿Cómosorprenderse si crece la leyenda del sitio? Al anecdotario de laaparición ultraterrena, tan digno de una novela de Albión, por lofervoroso del hogareño ocultismo, se suma el de los primeros dueños dela propiedad, más evocador de los novelones españoles del siglo XIX.Ellos también tienen su leyenda.
Y es seguro que en torno delEscritor se está tejiendo asimismo todo un ciclo legendario; todo unromancero ineludible; al que contribuirán, proponiéndoselo o no,desde el chismerío censurante hasta la amistad solidaria; desde losperiodistas necesitados de singularidad, hasta los turistas urgidos porla falta de metas de paseo; desde las escribanas del pueblo, hasta losestudiantes, los artesanos y los pichones de la prosa y del verso queacuden de la capital de la provincia; desde la administradora delvacío cinematógrafo y la vendedora de antigüedades y adornos, hasta elgordo gordísimo (el de dieciocho botones en la bragueta, según informesconfidenciales de la pantalonera), en cuyo negocio mi amo bebe cervezay comparte conmigo el queso y el salame; desde el sepulturero y loscapuchinos, hasta los veraniegos moradores de los chalets del lado delgolf, no frecuentados por él; desde el electricista difícil deconseguir, el tapicero, el que nos trae gas y el que nos traekerosene, hasta el patrón de la inexplicable, secreta libreríaalemana, y el poeta que compuso aquí "The Paradise Sonnets", y losalumnos de la visitante Escuela de Comercio; desde los muchachosimprecisos que en las esquinas nos miran pasar, cuando vamos a laaldea, siempre el Escritor junto a Cecil, unidos por el cordónumbilical de la correa roja, hasta todo ese vago mundo, naturalmenteinglés y muy arcaico, de jugadores de bridge y cobradores dejubilación, que se da cita en los tés benéficos del hotel de enfrente oen la exposición anual de flores. Probablemente mi amo no conoceránunca sino fragmentos de la parte de leyenda que le incumbe, dentrodel cronicón de la quinta. Otro vendrá después y restablecerá elimaginario o real tapiz completo, como hizo él con Mr. Littlemore y conlos primitivos propietarios, y eso sucederá luego de que el Escritorse haya despedido hacia la tumba. Pero si él pudiera regresar entoncesa estos parajes y apreciar la saga, el decamerón, la gesta, losejemplos, el "mester" popular o cortesano que inspiraron inocentementesu aislamiento y su fidelidad al propio modo de encarar la vida, no hayduda de que no se reconocería en el consenso general, como no sereconocerá Mr. Littlemore en lo que se acaba de contar, como no sereconocerán los creadores de la quinta en lo que se contará más tarde.¿Qué hacerle? ¿Destituir a la Leyenda de su función de auxiliarpoética de la Historia? ¿Desterrarla de un texto en el que lo líricoocupa amplio espacio? Sería necio e inútil. Ella triunfa siempre, consu seducción. Va aquí, pues, La Leyenda de los Primeros Señores de laQuinta. Se redondea con trocitos multicolores, como una colcha deanciana. Ni mi amo, que la apuntó, ni yo, que en su mente la recorrí,damos fe de su autenticidad. En el comienzo de cualquier cronología ogenealogía que se respete, campean la Fábula y el Mito. También asomaen ella, por cierto, la Verdad. Al sesudo, al archivero, al antipoeta,corresponderá separarlos. Yo no me atrevo.
Cuentan las autoridades(y los quimeristas, pero hasta aquí pisan sobre seguro), que edificó lacasa y ordenó su parque un señor de hispano origen. Esa raíz racial setrasunta en la profusión de azulejos y tejas. La casa es hija de lanostalgia. Su riqueza la habría levantado para albergar a su señora.Era esta una dama de gran familia provinciana. Una viuda. Su primer ymanso marido se habría ahogado en un arroyo, un lago o un río, lejos deaquí, tal vez sin quererlo y con ayuda extraña, como supone unhoroscopista que terminará la existencia del Escritor.Desgraciadamente, el triste fin del manso no se concretó en nuestropredio, porque en ese caso la quinta dispondría de un segundo fantasmaperegrino.
El pudiente hispano prodigó los medios para que estafuese una arquitectura excepcional. Importó mosaicos y mármoles.Transportó copiados muebles, que reproducían los escenarios de lascomedias del Siglo de Oro. Sí, la casa habrá tenido algo de hostería delujo y algo de Teatro Cervantes de Buenos Aires. Movilizó un ejércitode jardineros —se habla de veinticinco, de cincuenta o de cien, segúnla euforia del relator— que mudaron en un vergel a la sierra calva yespinosa. Andaban por sus senderos, por sus caminos, pinchando hojas yarrancando matas con bastones adecuados. El agua —tan rebelde ennuestra zona— corría alegre por las acequias, se precipitaba enchorros dentro de las fuentes, triunfaba en el lago y sus cisnes. Elsupremo orgullo del lugar fincaba en su colección de dalias. Estoúltimo llegó a irritar al Escritor. Cuando adquirió la quinta,abandonada hacía once años o más, quienes se enteraron de la compra,en la región, y lo felicitaron por ella, gimieron sin cesar por lasdalias ausentes. "Nunca conseguirá dalias como aquellas." Paradefenderse, mi amoscado dueño inventó una superstición que difundió entorno y que inquietó a quienes cuidaban esas antipáticas flores. "Lasdalias traen mala suerte. Ya ve cómo terminaron los que vivían aquíantes. Mi abuela (mentira) solía decir: 'el que siembra una dalia,sufrirá represalia'."
No le habrán creído. Dalias testarudas brotantodavía, en medio de nuestra maleza. Así es: el esplendor pasado de laquinta constituye una de las vanidades de la zona. Y mucha gente másque madura de por acá, trabajó en la quinta, siendo joven. Lo reiteranquienes aparecen para talar árboles; para componer desarreglos de laintrincada instalación eléctrica; para realizar tareas de albañilería.Como en el caso de Mr. Littlemore, se contradicen. Por ejemplo, en loque atañe al cuerpo donde mi amo proyecta ubicar la capilla, algunavez. De acuerdo con algunos, fue ya capilla al principio. Un obrerodeclara que en ella le dieron la primera comunión. De acuerdo conotros, allá dormía gente de la servidumbre, o la profesora de inglés delos niños. Una mujer, casada ahora en los Estados Unidos, refirió queallí estuvo la celda dentro de la cual, durante el estío y como unaPenélope paciente, la modista cosía y descosía los vestidos de laseñora y los de las sobrinas que debían concurrir a sus fiestas.
Laseñora ha de haber sido un personaje incomparable. La madre delEscritor la recuerda en Buenos Aires, en un palco del Teatro Ópera.Era tan inmensa que ocupaba sola la delantera del balcón. Detrás seadivinaban borrosas, empinadas, las siluetas de sus acompañantes.Poseía, a su modo, una colosal hermosura. Sus ojos pestañudos,demasiado magníficos, con alargada forma de peces, se le metían casi enlas orejas, de las cuales pendían perlas valiosas. Presumo el lentobatir de su abanico, el relampaguear de sus prismáticos brillantes queasaeteaban la sala y el proscenio. También la recuerda el académico encuya estancia nací y que me regaló al Escritor. La recuerda hacecuarenta y cinco años, en la época en que la cabalgata de mi ex amorecorría el camino de tierra que contornea la parte anterior de lacasa, cuando no existía aún la pavimentada ruta. La señora se hallabainvariablemente en la terraza principal, vigilando la carretera. Elacadémico corrobora sus proporciones monumentales, y agrega quesaludaba a todos, conocidos o desconocidos, con gesto majestuoso.
Aveces, el Escritor se asoma a esa misma terraza, frente a la calle,ahora sin tránsito, que lleva el nombre del antecesor. El únicoespectáculo se lo brindan los niños —los morochos y elamarillo-canario— que juegan al fútbol en el polvo, de tarde en tarde.Pero él no está solo. Lo rodean los bustos de la balaustrada: Apolo,Diana, el filósofo romano, Jean Rotrou. Monsieur Rotrou es un poetasemiolvidado del siglo XVII. Su mérito escaso sirvió, empero, para queCorneille, Racine y Moliere imitasen, con genio harto mayor, ciertasobras suyas. El cardenal de Richelieu lo respetaba. El busto deCaffieri, reproduce el que se alza hoy en la Comedia Francesa. Es unhombre muy espléndido, mosqueteril, un Athos de mármol. Su fina cabezasurge de los encajes y las borlas. El cariño del cardenal no habrá sidoexclusivo. Las marquesas, las "précieuses", habrán amado su perfiladmirable, su perilla y sus bigotes, y en ese dominio habrá derrotadoa sus clásicos colegas. Mi amo no ha retrocedido ante la obligación deleer algunas de sus tragedias aburridas, y posterga de un año para otroel homenaje que desea tributar al compañero de su bello exilio.Entretanto, Monsieur Jean Rotrou (¡ay! nunca miembro de la AcademiaFrancesa... porque vivía fuera de París) no debe sentirse mal, alláarriba, olímpico, flanqueado por el Apolo de nariz rota y por la Dianade serena actitud. En los tiempos de la señora imponente, estasesculturas no se habían colocado aún en la terraza. La señora imperabasin rivales, saludando, bendiciendo. Pero lo mejor de su anecdotarioprolífico, sin duda, es lo relativo a sus baños, a los que se hanreferido numerosos informantes. Las tardes de excesivo calor, la señoraera depositada en un noble automóvil capaz de albergar su volumen, quepor la empinada cuesta la arrastraba, jadeando, hasta la piscina. Ibancon ella algunas criadas, y el coche ascendía, despacio, en el vagomurmullo de la adoración o del odio. Llegaban de esa suerte hasta lacalcinación de la meseta, donde la piscina no luce ya su prístinofausto. Trabajosamente, bajaban la carga preciosa. Entonces la señora ysu resuello florecían, estupendos, dentro de un ancho ropaje leve. Conél entraba en el agua, mientras las mujeres de graciosos ademanescorrían un toldo vasto, para que no la viese ninguno —cosa imposible,dada la configuración topográfica—; para que ninguno viese a laodalisca en sazón, de ojos deslumbrantes, en torno de la cual se abría,como un exorbitante loto, como una victoria regia, la ondulación de suvestido. A mi amo le encanta describir esa inmersión, a la que otorgaabundancias y fantasías de las "Mil y una noches". A poco de comenzarel monólogo, la escena se torna oriental. Evoca los frescos exóticos,mal pintados y sensacionales que ¡ay! destruyeron en el mejor hoteldel pueblo, cuando allá se acomodaron por fin las salas de ruleta. Seadviene que eunucos de harén deberían rodear a la sirena natatoria, envez de serranas domésticas, aguardando al califa español que espiaría asu amor desde el borde del estanque. Ese amor habría sido interceptado.Hablase de una francesa, pero esto parece una concesión al lugarcomún. Lo cierto es que un día de piedra negra el señor partió rumbo aEuropa, en el rastro de faldas extra-conyugales. Previamente, habíacometido el error de dejarles a su mujer y al hijo de su primer esposo,el manso, un poder que los autorizaba a regentear sus bienes. Dichosbienes sufrían, de un tiempo a esa parte, una notable desmejora, a lacual no habrán sido extraños la quinta y su boato. Larga fue suausencia. A su regreso, como Mr. Littlemore en el de su mujer, elhispano se enfrentó con una catástrofe. ¿Vengábase la gruesa Hurí, talcomo Mrs. Littlemore se había vengado? ¿La venganza socava loscimientos de este lugar, como socavó los de Argos y Micenas y susprincipes? Si es así, roguemos a los dioses que aparten de nosotros susrayos coléricos. Socórrenos, Anubis. Ya no quedaban los copiadosmuebles de mueblería, ni las arañas, ni los platos de Talavera, ni laspinturas de ¡olé! Ya no cantaban las fuentes ni los cisnes bogaban enel lago. La propiedad pasó a manos bancarias, y el señor desposeídosintió que vacilaba una razón apadrinada por la firmeza económica.Abandonado por todos, acosado por la pobreza, por la miseria, debióbuscar postrer refugio en un asilo que su colectividad posee en losalrededores de Buenos Aires. Pero antes, y aquí ennegrece sus tonos elnovelón del siglo XIX, antes, cuando la quinta había cambiado dejefes, un mendigo llamó a su puerta y, admitido, se sentó a derramarlágrimas, como Boabdil (siempre la nota musulmana) en una roca delparque. Era él, el Constructor, capitán de alarifes, a quien mi amodebería levantar un monumento, porque sin él no tendría ni esta casa nilas hectáreas que en el contorno se extienden.Tampoco lo ha erigido enhonor de quienes sucedieron al sin ventura, al Rey Chico, al Zogoibi.Esos concuñados adquirieron la quinta, luego de que funcionó en ellauna boíte, o un recinto donde vendían sandwiches de queso y jamón yrefrescos. Sic transit... Los estimuló la pompa de su predecesor yañadieron edificios a los anteriores. Nada faltó: ni el stand de tiro,ni las caballerizas, ni los gallineros generosos, ni las armaduras, nila mesa para veinte o treinta comensales. Y las dalias... lasdalias... Habrá que creer en el dístico fraguado por el Escritor,porque también para ellos sonó la hora del llanto. Se embarullaron susnegocios y se embarullaron sus relaciones. Amaban el lugar y eso meapena. Fue menester vender, vender cuanto antes el elefante devorador.Pero ¿quién se arriesgaría a comprar la monstruosa bestia ardua demantener, el Minotauro insaciable? Lo intentaron docenas de personas,en el curso de once años: un sindicato, un sanatorio... Pedían lasllaves a Miss Noli, "la Niña", en el hotel; recorrían, se pasmaban;soñaban, hacían cuentas y se iban para no volver. ¿Qué habrá de ciertoen lo que narro? ¿Qué proporción habrá que atribuirle a la Leyenda?Once años... El matorral reemplazó al parterre. El bosque y sussecuaces crecieron en libertad. Los cardos sumergieron a las dalias.Enroscáronse las laocoónticas vides; cayeron los faroles; la malezainvadió la cancha de bochas y el embarcadero; se despobló lacarpintería. El hombre voraz hizo el resto. Saqueó cuanto pudo, caños,azulejos, canillas, puertas, postes. Hasta que el Escritor cayó en lasredes del encanto del sitio. Felizmente, él no aspira a devolverle suprimoroso rigor primero. Detesta el parque y ama el bosque. Le fascinaque las hojas otoñales alfombren la Via Appia, que el agua muertaverdee en el lago. "¿No piensa poner cisnes en el lago?", le preguntóun periodista. "No; pienso hacer fabricar una Ofelia de materialplástico, de largos cabellos rubios, plásticos también, que flotarán entorno. Tendrá un oculto motorcito, que le permitirá desplazarse entrelos juncos, cruzados los brazos, la mirada ausente. Será una apoteosisde Shakespeare, a quien he traducido, y de Rimbaud, a quien tantoquiero. ¿Recuerda usted?: 'Sur l'onde calme et noire oü dorment lesétoiles, La blanche Ophélia flotte comme un grand lys...';; Y Ofelia,exhalando un apagado ¡tuf tuf! ¡Tuf tuf!, Que hará las veces de susúltimos estertores, la plástica Ofelia, sostenida mecánicamente en lalíquida superficie, se alejará, haciendo la plancha, bajo los sauces.Será muy conmovedor." "Original idea." No, ni cisnes, ni dalias. CruzDiablo. Ningún elemento que traiga al magín un ayer de congoja.Breñas, hojarasca, espesura, hiedras locas, zarzas (y ¡cuántoshormigueros!), y en el medio el palacio de la Bella Durmiente: la viejaPoesía. Por eso, cuando se trató de tapiar una de las muchas puertasque dan acceso demasiado fácil a la casa, mi dueño resolvió colocaren el hueco unas baldosas blancas y azules que historian, en su texto yescudos, los tiempos remotos de este paraje, sin aludir a suspropietarios que ya no lo son. Se limitó a mencionar al conquistadornacido en el marquesado de Ayamonte, hijodalgo, que, por merced delgobernador del Tucumán, fue el primer terrateniente europeo que poseyóel valle y sus riscos, redujo caciques y fundó estancias. La mujer delEscritor plantó cipreses, laureles, crataegus, prunus. Distribuyócedros de Liliput en latas de aceite. Ni una dalia. "El que siembra unadalia..."

 


IX

HABITANTES DE LA QUINTA



Trasde haberme referido, en sucesivas etapas, a los moradoressobrenaturales y pasados de la quinta, es justo que les toque el turnoa quienes la habitan hoy. En la casa principal son tres: el Escritor,su mujer y su madre. La mujer del Escritor se ocupa, preferentemente,de cuentas y de jardinería. No es raro verla remover la tierra, dehinojos, para plantar una semilla, o rehacer sumas y restas, entre unaconfusión de chequeras y facturas. También se ocupa del tedio de losmenús y de las compras vinculadas con la comida, en el pueblo. Va yviene en su automóvil, con paquetes, infatigable. Entra en lacarnicería, la panadería, el mini-mercado. Está a su diestra la ufanaMiel, asomada la cabezota, hermosa y sin estirpe, a una ventanilla delcoche. No le envidio sus viajes. Prefiero ir a pie hasta allá, con elEscritor. Como para todo —fuera de lo que pronto diré—, para caminarnos entendemos perfectamente. Ciño mi paso a su ritmo y a la poblaciónnos largamos. Se me ocurre que debemos quedar muy bien juntos: él conel saco de cuero o la "Saharienne", según las estaciones, el cuello dela polera alto, el sombrero de tweed o de paja; yo, luciendo el collarde piedras verdes, engastadas en cuero rojo, que me trajo de Madrid. Aveces, desde un ómnibus de turistas nos señalan: los guías nos conocenya y es relativo lo que se muestra en esta ruta.
Cuando un perro seme acerca demasiado, listo para oler y para quién sabe qué desmanes, elEscritor lo aleja con su bastón. Soy tímido y no me gusta encararme,al pasear, con mis congéneres desconocidos. Quizás sea, también, algocobarde. O, más bien, prudente. Mi amo ha leído no sé dónde que a losvalerosos de mi raza de lebreles, se los distingue por la bizarríacon que alzan la cola; los contrarios la llevan metida entre las patas.Pertenezco a estos últimos, aunque soy capaz de actos de arrojo que measombran a mí mismo. Así, por ejemplo, no hace mucho, una tarde en queMiel y yo retozábamos en el bosque, se presentó de súbito el perro deljardinero. Ignoro —nuestras psicologías difieren, tal vez nuestrosinstintos y nuestros hábitos— qué hambre lujuriosa lo atenaceó, enmomentos en que mi confidencial amiga no evidenciaba estar en situaciónoportuna para atraerlo con sus encantos. Se precipitó sobre ella,despreciando mi costillar quebradizo, pues tanto Miel como yo nospusimos a ladrar con furia. Entonces reaccioné, verdadero can depaladín. Estaba el mete-rete entregado a sus nefandos propósitos,cuando denodadamente, como si en ese instante rompieran a sonar lasviriles trompetas y restallaran al viento los estandartes del cruzadoSan Luis, en torno de cuyo corcel de guerra trotaban mis antecesores,calculé la justa distancia, con la eficacia de un congénito cazador;me abalancé sobre él; introduje mi agudo hocico entre sus patasposteriores y, de un mordisco rápido y seguro, que pudo ser fatal,acerté a asirle los elementos naturales que cuelgan detrás del queafirma la perpetuación de la especie. Su inmediato, desesperadoaullido y la liberación de Miel, fueron mi recompensa. Corrió en posde mí, pero a correr no me gana nadie. Tengo la certidumbre de que enesa ocasión heroica, por lo menos, mi cola se irguió como un trofeo,como un penacho, como si fuese la airosa pluma que debe coronar elblasón de Sir Cecil Whippet.
Y ya que de esto hablamos ¿puedointercalar aquí un párrafo relativo a mi vida privada? He alcanzado laedad en que los sentidos se desperezan y en que un perro digno se ocupade algo más que de ser fiel. Estoy enamorado de mi señor; esto no sediscute; pero hay satisfacciones —delicias— que toda su buena voluntadno conseguiría procurarme. Con Miel he tenido, perdiendo la cabeza,ciertos encuentros íntimos, pese a que la encierran en los períodoscíclicos en que su seducción obra sobre mi nariz. Es explicable;nuestras vidas son demasiado paralelas. Felizmente, ha sido sin efecto:no quiero imaginar al extravagante producto de nuestra inconscientealianza. Otros intercambios veloces jalonan mi breve biografía. De untiempo a esta parte, me ha dado por escurrirme, de noche, después decomer, hacia la fronda. Escapo escalera arriba; me interno en elbosque; me revuelco alrededor del lago; espanto al gaterío hostil quesin embargo no me teme; busco... busco... El olfato no me falla. Es milazarillo, mi tentador, mi demonio personal. En algún rincón de loscontornos, se enciende el oscuro sahumerio del placer. Suenan en vano,desde la terraza del comedor, los silbidos y las irritadas voces de miamo. Sé que lo que le importa no es que yo logre un equitativo solaz yacaso contribuya a la misturada población del mundo, regalando, como unsacrilego, la divina simiente de Anubis, sino que el azar me enfrentecon una pandilla de rivales, prontos a destrozar mi delicadaestructura. Silba, Silba, y su reclamo se esfuma en la distancia. Nadapodría detenerme entonces. Nada sujetaría al whippet ágil y anheloso.No me pertenezco. Tampoco ¡oh Cancerbero! le pertenezco al Escritor.Aún después de cumplida mi corta misión electrizante, en la que lossentimientos no juegan en absoluto, sigo oyendo, espaciados,desafinados, solitarios, casi melancólicos, los silbidos que son el ecode mi conciencia. Me arriesgo a regresar y, si hallo las puertascerradas, imploro humildemente. Acude a abrirme, en robe de chambre.Sin atreverme a mirarlo, corro a su habitación y me escondo debajo dela cama. En general, se limita a reprocharme mi actitud desobediente,con dos o tres frases enérgicas que incluyen vocablos inciviles. Sólouna vez, hasta ahora, harto de mis pecaminosas reincidencias, me dioun azote con el cinto en las nalgas flaquísimas. Más que el pasajerodolor, me desazonó lo que el gesto implicaba. ¿Era el presagio de unaruptura? En cambio de saltar al sillón donde siempre duermo, me arrimésigilosamente, baja la cabeza, al lecho en el cual ya se habíaacostado. Allí quedé un buen rato, oculto, percibiendo el crujir de laspáginas de su libro. Adivinaba que no leía, tal como él presentía queno dormitaba yo. Por fin alargó un brazo fuera de las sábanas y lo dejócaer, como al descuido, de mi lado. Me acerqué más aun y osé lamer susdedos y el ágata —¿por qué la llamarán "ojo de gato”?— en cuyaredondez se recorta el perfil de Shakespeare. Hasta que me acarició elcuello no me acomodé en el sillón y reconquisté la paz. Pero sufrípesadillas. Me propuse no ceder nuevamente ante la solicitud de lacarne. Dicen que los arrepentidos lo prometen, en el confesionario, conel alma henchida de sinceras contrición y fe. Y lo mismo que ellos,relapso triste, dejé que me venciese sucesivamente la dulce culpa.
Lamujer del Escritor posee mejor mano para los perros que su marido.Testimonio de ello, la serie que tuvo y que la adoró. Es capaz de hondaternura y de tenaz firmeza. Miel la idolatra. Yo la quiero, claro está,pero mi amor no es suyo. Me baña; me extirpa las garrapatas que en elcampo se me prenden; me da remedios y vitaminas; se preocupa por midelgadez —mi amo teme que engorde demasiado y que pierda mi líneasinuosa—, y sin embargo, soy de otro. Soy del señor de la capa negra ogris y del bastón torneado, del señor de la quinta, a quien le adeudo—fuera de los minutos especiales antes dichos— mis momentos másfelices. Entre él y yo, además del cariño cierto, existe ese raroenlace que se denomina amistad.
La madre del Escritor ha alcanzado,en el lapso en que se consignan estas memorias, la alta edad de ochentay ocho años. La quiero también, y mucho. Guarda en su ropero, para Miely para mí, unas galletitas, manjares perrunos, aunque me asiste laseguridad de que me prefiere. Soy más parecido a ella. Nuestras innataselegancias se vinculan. Un poeta la definió, de joven, "cisne negro", yyo tengo el cuello largo, mientras que mi boca se prolonga y estrechacomo un pico. Es, como la mujer de mi dueño, inteligente y fina. Usala ironía y la imaginación. Aún en la avanzada ancianidad, sus cuentos,sus comparaciones, continúan hechizando. Y no cansa. Vienelentamente, por los salones, hacia el comedor, vestida de negro, unfichú de encajes antiguos, procedente de la colección de su madre,sobre los hombros, y se confirma que en ese ambiente nadie quedaríamejor. Ha compuesto, hace lustros y lustros, un libro de evocaciones deFrancia, que le gusta dar, como le gusta mostrar su cuarto, de grandesroperos grises e inmensa cama, abierto hacia la terraza de lasesculturas, donde gorjea su maravilloso canario. También la inquietaque los visitantes estampen sus firmas en un cuaderno de tapas verdes.Se ha ido llenando, merced a ella, con las rúbricas de intelectuales,artistas, amigos y curiosos. Casi todos repiten los mismos"pensamientos". Al fin y al cabo, es ardua la originalidad.
En el"Salón de los Retratos" ya mencioné el suyo, el del sombrero deterciopelo al revés. Ahí se valora su encanto, la belleza de sus ojos,el esplendor de las perlas de su antepasada, la virreina del Perú: los"chupones" que no nos pertenecen ya. De aquel tiempo le quedan la fácilsonrisa y un relámpago repentino en la mirada. Su juventud se harefugiado allí, como se ha refugiado la del Escritor en sus pobladas ycrespas cejas oscuras, que extrañamente no envejecen. Al atardecer,juega al chaquete con su hijo. Es el trictrac de los franceses, elbackgammon inglés, un juego que ahora no se practica casi y que estafamilia se transmite de generación en generación. Humberto anuncia lacomida y todavía, durante un rato, suena el golpe de los dados contrael tablero. Por lo general, gana ella. Como a su mujer, el Escritor ledebe no pocos datos singulares que figuran en sus libros y que pintanlos tics de una sociedad. A diferencia de otros novelistas —¿habrá querecordar el ilustre ejemplo de Proust?— mi dueño tuvo la suerte de nonecesitar salir de su casa, en busca de documentos.
Aparte de estastres personas, en la casa principal viven la pizpireta mucama yHumberto. Este último es, para mi amo, algo así como una segunda manoderecha. Lo secunda y, en las noches de invierno, cuando los fuegosarden, sopla afuera el viento y los carolinos remedan el rumor del mar,suele conversar con él largamente, sobre la vida, sus ilusiones y susdesilusiones. Es un muchacho psicoanalizado, nervioso, lector, y aveces se arroja a escribir. Lo hace todavía con la paciencia con quearregla floreros y lustra bronces, pero menos bien.
La servidumbrese completa con los que residen en una casita cercana. Hay allí uncantor guitarrero, que organiza payadas con su hijo de ocho años,ganador de premios locales. Hay un hombre silencioso, que entiende detodo, de arar, de cultivar, de electricidad, de albañilería, decarpintería, y no sabe leer: un sabio, a su manera. Hay una mujermadura, excelente, bondadosa y juiciosa, que da las buenas noticiascomo si fueran malas. Y hay otros. Los circundan chicos gritones, aquienes hay que hacer callar a la hora de la siesta, como a sus perros.Andan a caballo, traen ramitos de flores, justifican sus boletinesescolares, esperan dulces. Entre tanta gente, las habladuríasproliferan. Mónteseos y Capuletos cambian de bando. Es inevitable.
Doscaminos conducen al pabellón de las tías maternas del Escritor: laescalera en la que presumiblemente desaparecieron los pasos afelpadosde Mr. Littlemore, y una senda pedregosa, sombreada por castaños yalegrada por la luz de las retamas. La vista que desde allá arriba seabarca es incomparablemente más dilatada y bella que la que se alcanzadesde nuestro caserón. Calculo que la Odalisca del Baño ordenó queubicasen el edificio que habitamos (y que ella habitó), en la partebaja, antes de iniciar el desmonte, previendo que cuando estuviesepronta podría —como le fue posible— acechar cotidianamente la calledesde la terraza (la terraza en la que aleteaban sus saludos, a diestroy siniestro, según el académico rememora). A través de los ventanalesde las Tías, se echan los ojos a vagar, por encima de la arboleda,hacia el pueblo lueñe, el valle, los cerros azules.
Las Tías son dosy fueron hasta hace poco tres, todas solteras. Una, la intermedia,murió un año atrás y reposa en el calmo cementerio próximo, entre loscipreses. Era la más misteriosa. Hizo versos; estudió religionesorientales; durante un decenio buscó una anotada edición del hindú"Bagavad-Gita". El Escritor encontró, después de su muerte, una cartadel poeta del "cisne negro", eximio por la complejidad de suvocabulario, enviada a una incógnita corresponsal fervorosa: ella. LaTía mayor, en cambio, consagró su vida a la genealogía y a la cienciacronológica. Docenas de cuadernos iluminados con tintas multicoloresatestiguan su devoción a los reyes, sus esposas, sus suegros, etc.,desde que el mundo es mundo. Asimismo la consagró a una santa a quienel papa gordo eliminó del calendario, con el pretexto de que suexistencia es discutible. Como se recordará, algunas vírgenes, santos yvenerables, debieron descender de los altares, con ademanes desorpresa, y despojarse de las aureolas. En tierras brasileñas, laremoción de la santa de la Tía casi provocó un motín. Según parece, aSan Jorge lo salvaron entonces de la discriminación iconoclasta, supresencia acuñada en las libras esterlinas y el patronazgo militar. "AlCésar lo que es del César..." Para la Tía, el defenestramientosignificó una catástrofe. Se sintió desamparada. Se refugió, en laquinta, más que nunca, dentro de la investigación genealógica familiar.Ha conseguido llevarla, por la rama de Andalucía —si no me equivoco—hasta los fenicios. "Tío Manuel —dice—, moreno, alto y de grandes ojos,tenía el aspecto de un fenicio." La menor de las tres Tías es opulentay sedentaria. Atribuye la gota cruel que la atenacea a un antepasadoque la sufrió; también el Escritor, las contadas veces hasta hoy en lascuales ha sido atacado, acusó sin alborozo al precedente de aquelprofeta barbudo. Fue rubia y, como la madre del Escritor y lahistoriadora empeñada en el parentesco fenicio, bonita. Se ocupó demadres no casadas; presidió la comisión que se encargaba de ellas,sin tener hijos propios. Como sus hermanas solteras, ha sido y es unaestudiosa impenitente. Los simbolistas, los trovadores, las mujeresdel siglo XVII, el Alighieri, los filósofos griegos, jalonan su rutaespiritual. Ha fraguado —bajo seudónimo, por supuesto— novelas radialesen las que los lores desempeñan mucho papel y que se transmitieron enla América Central. Ganó menos de lo que debía. Ninguna de las tresTías fue recompensada por el globo terráqueo de acuerdo con susméritos. Y el Escritor, que las reúne en el haz de un cariño auténticoy profundo, es su acreedor por lo mucho que le han relatado de lossuyos y que han imaginado para él, ayudando a formarlo y a activar suinspiración.
Mi amo las visita, ciertas tardes, y juega con ellas alas cartas. Paje menudo y callado, color de arena, color de león,color de suave hoja otoñal, yo lo escolto y observo. Nos rodean allácondensados en objetos, los vestigios de la personalidad de un linajeen el que el furor coleccionista se manifestó —como en mi dueño— conepidémicos rasgos. La casa de las Tías, sus libros y sus memorias deviaje, giran en torno de un gran reloj suntuoso, comprado por el abuelode ellas en París y que el Escritor reputa maléfico. En ese abuelo,ministro, senador, etc., se cifran las esperanzas de una prometida ynecesaria pensión nacional, que no se concreta nunca. Y el Tiempocontinúa andando. Es agradable saber cerca a las damas consanguíneas,en su pabellón encantado donde la vida logra el tornasol de lo irreal.Hospitalarias, les place agasajar, regalar. Y la gente fondea en sucasa, como en un puerto acogedor que —no obstante el reloj agorero ysus negros querubines— excluye el flujo y reflujo de las malaspasiones. Rivalizan en mimarme, en acariciarme, en prodigarmebizcochos. Para ellas, sobre sus sillas y sus alfombras, Cecilimprovisa el espectáculo estético de sus pantomimas más señoriales.
Entrelos seres que someramente describo, las semanas transcurren, al amparode la quinta, con feliz cadencia. Vienen visitantes, vienen amigos, yaunque los extrañamos al partir, cuando quedamos solos retomamosnuestro envidiable ritmo. Sí, opino que el Escritor procedió conacierto al quemar sus barcos (no todos) y al afincarse tan lejos de suambiente anterior. ¿Me hubiese tenido, de no ser así? Acá se vive algodentro de la cotidiana, exigente realidad, y mucho dentro de la aladafantasía. El fantasma, las literarias imágenes, los parientes, seconfunden en un fondo de follajes y de nubes, de tal manera que esimposible separarlos, distinguirlos, marcar los límites de un mundo ydel otro. Acá uno se puede morir sin excesivo drama, porque lasubstantividad, la efectividad, la objetividad, son y no son.
 


X
HISTORIA DE LA GATA SARA



Ala gata Sara le da por sentirse egipcia. ¿Qué tal? Es lo único quefaltaba. Aquí no hay otro egipcio más que yo, que soy bastante másegipcio, por Anubis, que lo que son fenicios mis señores, por Andalucía(!). Pero Sara se coloca sobre la mesa del salón, bajo el más grande delos retratos, o en un taburete, tiesa, embalsamada, como si fuese lapropia Bast, la diosa de cabeza de gato a quien se asocia con la Luna.¡Qué desfachatez! ¿Habráse visto? Su historia y su pelaje no condicencon los aires que asume. Es suficiente verla, sin embargo, para sabera qué atenerse.
Hace años, la gata Sara solía introducirse en eljardincito del petit-hotel que habitaban el Escritor y los suyos, enBuenos Aires. Poco a poco, se deslizó en la casa misma, en el hall, enlas escaleras, en el comedor, en los dormitorios, en la cocina, hastaque, solapadamente, insensiblemente, los conquistó. Su triunfosupremo se afirmó en la toma de la cocina. Es muy astuta, muypeligrosa. Procedió sin apresurarse, con una precisión exacta, como sino se tratase de una pobre diabla más híbrida e ilegítima que Miel,sino de un taimado estratego. Sin duda, en su verdadera casa no laalimentarían bien, no le concederían el sitio al cual aspiraba suambición y eso que su originario dueño era miembro de la SociedadProtectora de Animales. Quizás, de tanto extender y diversificar laprotección, quedarían dosis demasiado módicas, en los platos, para larepartija de los protegidos. En fin, abandonó a su protector deanimales por esta familia. Y no fue mi familia la que la eligió, sinoella la que eligió a los míos. Ni la heredaron, ni la compraron, ni larecibieron de obsequio: vino por su cuenta. Así, con habilidad, ensilencio, como hace todo, este blanquinegro bicho terminó porinstalarse, por formar parte de la clientela permanente del Escritor.De tarde en tarde, el de la Protectora, que sabía que su asiladainfiel (y tal vez hambrienta seamos justos) había sentado sus reales enese otro ámbito, acudía a visitarla. El remordimiento lo metía en eljardín, como ella había hecho antes, llamando: "¡Sarita! ¡Sarita!", yllevándole un paquete de magros comestibles que defendería susocietario prestigio. Con tanta sutileza actuó la gata Sara, con tantahipocresía, con tanto artificio utilizó los medios de avance de quedispone su execrable especie —el sigilo taciturno, el mimetismo que lahacía desaparecer, confundida con la sombra, si calculaba que podíaincomodar; la exagerada limpieza y el lamerse y relamerse— que lamadre del Escritor, a quien, por intuirla, en su aislamiento, más fácilde seducir, cercaba con empeño mayor, llegó a declarar, varias veces:"No se puede negar que Sara es distinguida." Hasta que mostró las uñas.Al llegar allá y radicarse motu proprio conservaba todavía los restosde una juventud sin brillo; ahora avanza por la trocha angosta de lavejez; pero en aquella época, maguer que la habían esterilizado(ignoro en qué momento, antes de su victoria sobre mi gente), manteníaintactos los instintos que mueven la compleja maquinaria de lavoluptuosidad. Sería estéril, pero no era casta. Y no bien aseguró sudominio, no bien engordó y le lució el pelo, la gata distinguida seentregó, frenética, a una abominable vida nocturna. Comparo con lasuya la mía, y advierto mi ridiculez. Es cierto que me falta mucho poraprender aún, que podría ser, con holgura, su hijo (felizmente no loquisieron ni Bast ni Anubis). Se pasaba el día engrosando y durmiendo;le pertenecía la noche, sobre todo la noche infernal en que la Luna delos gatos invita al aquelarre terrible. Y entonces su cuerpo debíaarder como una hoguera fosca, que rodeaban los ojos encendidos de laplebe maullante. Crecían, durante horas, los gemidos rabiosos, losroncos ronroneos, en medio de los cuales clarineaban los suyos, comolos largos gritos de una mujer asesinada. En vano, en las casasvecinas, abríanse las ventanas, desde las cuales arrojaban zapatillas yotras prendas, que venían a buscar a la mañana siguiente. En vano (selo he oído contar) el Escritor echó más de una vez, sobre la vibracióndel amasijo violento, una jarra de agua. Los ojos fosforescían; lasgargantas clamaban en pos del desgarrado amor infecundo, y ella ¡ay,ay! como una reina, sometía a la ronda. ¿Una reina? ¿qué digo? Ésta notiene nada de Bast, sino de bastarda. Al otro día recuperaba sudistinción, su puritana apostura, su fingido alejamiento. Pero ese modode encarar al lúbrico extravío exige un pago; lo sé, pese a miinexperiencia. A la gata Sara le falta un ojo; lo tiene, sin tenerlo;la gata Sara es tuerta; la gata Sara perdió la visión de un ojo en unode los muchos combates obscenos que libró antes del amanecer; estuerta, es tuerta, lo reitero sin que la alegre cólera me ahogue; melimito a dar una fría y verificable información. Es tuerta. Aquí, en laquinta, parece haberse sosegado. ¿No le gustarán los gatos deprovincia? ¿Los años obrarán sobre ella como otra operación? Y entoncesla vieja cortesana, como tantas descarriadas hembras cuando asoma elcrepúsculo, opta por una nueva actitud. "Quand le diable se fait vieux,il se fait moine." Ella no entró de monje, sino ansia ser diosa. ¿Quépensará, la maldita? Al pasado dormitar, al digestivo reposo, sucede unempaque estatuario. Se alza sobre una mesa, sin rozar nada, sin romperni una porcelana ni un cristal (¡los perros somos tan torpes!), ypretende hacernos creer que está hecha de granito, de basalto, depórfido. Bast... Bast... ¡basta!
Los vínculos que Miel y yomantenemos con la gata Sara —pues Miel firmaría la descripción queacabo de trazar de nuestra compañera y enemiga— revisten un caráctersimilar a los de los representantes de los países con las relacionesdiplomáticas cortadas. Pasarnos los dos cerca de ella, como si no laviésemos, como si no existiera, pero nuestros cuatro ojos y su ojo seespían, por el rabillo, ya que nunca se sabe qué puede acontecer,cuándo estallará el ciclón. Nosotros comemos nuestra comida, ennuestros platos, y Sara come la suya, en el suyo.
Con el resto delgaterío —es numeroso aquí, donde cada miembro de la servidumbre y cadachico reclama la propiedad de uno— carecemos en absoluto de afinidad.Sara, Miel y yo somos admitidos en el interior de la casa y los otrosno, lo cual marca una diferencia importante. A los otros losperseguimos, los despreciamos o los toleramos; vigilamos a Sara. Lavigilamos siempre. Es la infiltrada, la quinta columnista; la tuertainsolente u obsequiosa, según le convenga; la personificación (lagatización) de la impostura. Lo peor. Y lo que más me duele es que miamo, distraído, la acaricie; que la haya conocido antes, mucho antesde conocerme a mí; que compartan memorias a las que me niega el accesomi juventud. ¿Celos? ¿Sufro celos de Sara, de la meretriz vulgar,impúdica, pornográfica, refregadora, que no obstante tiene humos demadre de familia respetable? No... no... no sé...
 

XI
GÜNTER Y MADAME PAMELA



ElEscritor sale poco de la quinta. Fuera de las caminatas que loconducen al pueblo conmigo; de las idas al correo o al cine, prefierepermanecer aquí. Va, eso sí, al hotel de Miss Noli, del cual lo separala anchura de la calle. Allá, durante los meses frescos, en el grancomedor presidido por el retrato de Garibaldi (y no por el de la reinaVictoria, como hubiera sido aparentemente más lógico), que perteneció aun abuelo de "la Niña", y si calienta el sol, en la galería, frente alcésped que Miel y yo usufructuamos, bebe un vaso de whisky. Charlan,charlan sobre teatro, sobre ópera, sobre enfermedades, sobredentistas, sobre gente, sobre precios, sobre la escasez de lluvia;conjeturan las probabilidades de éxito del Casino; indagan dóndedescubrir una mucama nueva para las Tías; analizan los síntomas de latemporada próxima. Mi amo va también —cuando él está en la zona— a lacasa de un vecino, hidalgo por los cuatro costados, mezclador decocktails espléndidos, y alaba la vajilla de plata que fue de unvirrey, el heráldico arcón, la escribanía noble. La conversación esparecida a la anterior, si bien, de estar presente la mujer cordial deese amigo, se entrelaza con nombres mundanos. Luego regresa a laquinta: en ella se cifra su felicidad.
Dos personas más atraen, detarde en tarde, sus pasos hacia el exterior: un hombre y una mujer.Ambos son afectuosos y excéntricos.
El hombre es un alemáncuarentón, buen mozo, que vive del otro lado de la sierra, a doskilómetros de la quinta. Se llama Günter y lo apodan el Ermitaño,aunque no lo merece ni por su alianza con la Gula ni por susconfrontaciones con el ameno Erotismo. Quizás lo designen así por suromántica obsesión religiosa.
Para llegar a su ranchito, hay quetomar un camino que se transforma en sendero de cabras. Una vez allá,se valora la desusada personalidad de quien lo levantó. Hace pensar(las comparaciones del Escritor) en las pequeñas casas aldeanas,blancas y azules, que dan la vuelta del Mediterráneo y pueblan susislas célebres. Adentro, la singularidad se acentúa. Lo decoranaffiches del Cercano Oriente, de Abisinia y de Egipto, y lo llenan lasmantas y los cacharros. Su dueño, a quien se otorgarían diez añosmenos de los que cuenta, reparte sus actividades entre esa casa, loscoros gregorianos que en ella suenan de continuo y la cocina dondeurde salsas secretas, con la atención del negocio de libros alemanesque de su padre heredó, y que ocupa otro edificio, no lejos del pueblo.Es difícil explicarse en qué consiste dicho negocio, en el que casinunca aparece un interesado. Los viejos volúmenes colman lasestanterías. Muchas obras están incompletas, son huérfanas de grabados,les faltan tomos. Si alguien tuviese paciencia, quizás exhumase untexto raro, aunque lo probable es que los de algún valor hayandesaparecido ya.
El padre del propietario actual fue, en Hamburgo,un bibliófilo. Se especializaba en ejemplares antiguos. De la pasadagrandeza, apenas si sobrevive el recuerdo, en un local donde quien mástrabaja es la diligente polilla. Aun allí, la pasión culinaria dellibrero se sigue manifestando. Cuando el Escritor lo visita, loencuentra revolviendo ollas, amasando, rompiendo nueces, embolsandoalmendras, catando licores. El humo se concentra en el encierro y añadeun tono espectral a las habitaciones misteriosas. Como el Escritorignora la lengua de Goethe, los libracos son letra muerta para él. Seentretiene hojeando los que conservan estampas con manchas ocres dehumedad, y platicando con el dueño de bueyes perdidos. A los dos losatrae lo esotérico. Hablan de espiritismo, del tarot, de Mr.Littlemore, de rabdomantes, del gaucho que ubica huesos desencajadoscon la precisión de un osteólogo y de un brujo. Se me ocurre que fuerade la amistad que surge de la simpatía y del vínculo entre lossolitarios, la raíz principal del interés del Escritor se interna ensu idea de que, acaso por ese trayecto sinuoso, desembocarárepentinamente en la iluminación del misticismo, que un horóscopo lepromete, porque el rayo de Damasco puede caer en cualquier parte.
Tambiéndialogan allá sobre Alemania. Conozco de sobra las anécdotas que elEscritor repetirá. Asimismo las conoce el Ermitaño, mas si un forasterogermánico se les acopla, salen a relucir. Las primordiales son tres.1º) la que reproduce el tiroteo que el Escritor oyó, en Berlín, unanoche de 1935, cuando había ido allá, joven periodista aún,aprovechando un viaje del Graf Zeppelin. Vivía en el lujoso AdlonHotel, que todavía ostentaba en su vestíbulo el busto del kaiserGuillermo, entre svástikas, y a la mañana siguiente, por cuchicheos, seenteró de que los disparos procedían de que habían estado cazandojudíos en el Tier Garten. 2º) la que cuenta que en la mencionadaciudad y en el curso del mencionado viaje, fue invitado por dosoficiales de la S.S., a un pequeño cabaret. A cierta altura de lavelada, se originó una discusión entre los mandones y las mujeres quecompartían su mesa. Como vociferaban en alemán, el Escritor nocomprendió la causa de la disputa. Ésta se enardeció tanto, que uno delos oficiales abofeteó a una de las complacientes damas. Luego se pusode pie y, en el paroxismo de la cólera (y de las libaciones), berreóuna corta frase que sonaba a interjección, como consecuencia de la cualtodas las parejas que llenaban el cabaret lo abandonaronprecipitadamente. El cuitado Escritor, sus enfurecidos escoltas y lasaterrorizadas señoritas quedaron una hora más en el establecimientovacío. La orquesta tocó para ellos solos, y para ellos solos cantó unadespeinada contralto, hasta que partieron sin pagar. (Sospecho queesta anécdota es apócrifa.) Y por fin 3º) la que alude al segundo viajede mi amo a Alemania, exactamente diez años después. En esaoportunidad, militares ingleses lo llevaron hasta la ocupada Hamburgo,ciudad natal del Ermitaño, en un avión de paracaidistas. Recorrieronel puerto, un verdadero amasijo de horrores, que parecíairrecuperable. Fue entonces cuando le presentaron una de sus perlas:el muelle en el cual se amontonaban las campanas de Europa, que lashuestes de Hitler no habían tenido tiempo de fundir para fabricararmas. Las había de la Edad Media, del Renacimiento, modernas, extrañaso simples, negras o verdes, herrumbrosas o pulidas, con inscripcionesgriegas, góticas. Una comisión de arqueólogos las estudiaba yclasificaba, a fin de organizar la devolución a sus campanarios.Removían los bronces, como si fuesen los frutos de una excavación. Devez en cuando, el metal arrojaba una voz lastimera. El esquilónllamaba, indicaba que se escondía ahí. A mi amo le deleitan estas treshistorias, que recita bien. Goza explayándolas, si presiente que elauditorio involucra a algún nazi de los muchos que en esta zona sedisimulan.
En otras ocasiones, mi patrón se traslada hasta la casitadel Ermitaño, en la opuesta ladera del cerro, a la que llega hipandopor lo empinado de la cuesta. Allá, si su amigo está en plena clase dealemán, la atmósfera es bastante más agradable para él. Siempreacompañan a Günter algunos muchachos rubios, delgados, que el ojoactivo del librero flecha en ómnibus, paradas de ómnibus, calles,esquinas y demás cotos de caza. Son invariablemente bien parecidos. Contodo, yo prefiero la atmósfera de la arcaica librería. En ella seacentúa el regocijo de mi olfato. El tufo de las ranciasencuademaciones se mixtura con el de la fermentación de los citrus, conel de los fiambres que se balancean entre los atlas inútiles yoleografías vagas. Y tal como en la biblioteca sin compradores gira elcoloquio acerca de las maravillas de la magia, en la residencia delteutón versa sobre el amor y sus diversas inquietudes, sobre la bellezay sus múltiples formas. Los muchachos escuchan, admirados, sinentender totalmente. Tampoco capto yo los enigmas de esa otra magiapero, de vez en vez, cesa mi distracción ante el halago de unbizcocho, y le doy las gracias a quien lo cocinó, fijando mis ojos queun halo de oro enmarca, en los clarísimos del gastrónomo libresco,enamorado y piadoso.
Un día, mientras discutían acerca de loseventuales caprichos del inmediato futuro y las maneras deentreverlos, se le ocurrió a Günter recurrir al procedimiento de las"sortes" clásicas. Extrajo de un cajón un volumen nuevo, el texto eninglés, vertido por Rolfe Humphries, de las "metamorfosis" de Ovidio, ydijo que se lo habían cambiado por un diccionario francés-alemán.
"Ustedmismo —añadió— utilizó este sistema en su novela italiana. Se abre ellibro al azar, y luego se aplica la lectura a las circunstancias delque indaga su porvenir."
"Sí —respondió mi amo—, debe ser en elcapítulo III, cuando el jorobado consulta el volumen de Virgilio. Lavida de un escritor se parece de repente a sus novelas. Aquella escenaque yo inventé es reproducida aquí por la realidad."
Deslizó el índice en el tomo, que se abrió en la página 188, y en mitad de la historia de Dédalo e ícaro. Luego leyó:
"And the boy
Thought: This is wonderful! and left his father,
Soared higher and higher, drawn to the vast heaven..."
Tradujo:
"Y el muchacho
pensó: ¡esto es maravilloso!, y dejó a su padre,
se remontó más y más alto, arrastrado hacia el vasto cielo..."
Quedaronambos reflexivos, hasta que se pronunció el Ermitaño: "Creo quesignifica que alguien, de quien usted podrá ser el padre, se alejará deusted."
No se le ocurrió al Escritor quién sería. Vi pasar por sumente varias imágenes descartadas. Esa vez regresó a la quintameditabundo.
La otra persona que provoca las espaciadas visitas demi amo, es la mujer establecida en el gran hotel vacío que, adoscientos metros de nuestra casa, eleva su pétrea ordenación frente ala carretera, de la cual la separa una gradería de terrazas con altospinos y cipreses. Se llama Madame Pamela, es francesa, septuagenaria yno come más que arroz. Se murmura que la vieja hotelera fue su criada,hace largo tiempo, y que ahora la alberga por caridad. Esa segundaanciana ha sido, a su turno, la amante del propietario anterior, enlejanas épocas de boato. Cuando éste murió, le dejó la hostería, contan embrollados títulos que ahora no consigue venderla. En cuanto aaquel propietario, lo rodea su propia leyenda, como a todos lospersonajes un poco característicos de esta fantasiosa región. Se diceque había llenado el parque de estatuas. Los grotescos dioses griegossurgían de las plantas de laurel, modelados en cemento. Perviven aún eldesdibujo del teatro al aire libre y sus asientos circulares, desde loscuales el público atónito asistía a las tragedias de Sófocles yEurídipes, que el posadero interpretaba, para su regocijo, arrebujadoen blanca túnica. Naturalmente, se cuenta que ciertas noches se vepasar su alba forma, entre la maleza y los cardos. Exageran: aquí nohay más fantasma que el de Mr. Littlemore. Además, se presume queMadame Pamela es sonámbula, así que, en todo caso, ella sería laflotante figura que prefiere los techos al jardín.
Madame Pamelaoscila entre la razón y la sinrazón. Adviértase que ha sido muyencantadora. Lo sigue siendo. Gana unos pesos tristes enhebrandocollares de semillas, que la otra lleva a vender en el pueblo. Alimentacon ese dinero a sus dos gatos negros, fatídicos, que hay que encerrarno bien el Escritor y yo llegamos, porque mi intrusión los enfurece.Supongo que lo que los irrita es mi fingida indiferencia: si no losencerrasen, muy otra sería mi actitud.
Desde que se levanta, Madamese viste como si fuese a concurrir a una fiesta de disfraz. Excavabaúles añosos y rescata encajes amarillos, sombreros deformes, capasapolilladas, camafeos. Entre ella y su antigua mucama, cada díaconfeccionan un nuevo atavío. Con él se pasea por el muerto parque; laacompañan sus gatos. Busca semillas, recita en voz alta, y entonces elhotel recupera algo de su remoto esplendor teatral. También imagina,inventa. Una vez le confió a mi amo: "Estoy preparando un desfile, quese realizará en la plaza del pueblo, el martes. Ya tengo el permisodel intendente. Hemos cortado los trajes, los zapatos y las pelucas,todos de papel. Usted irá de Luis XVI, yo de María Antonieta; nosseguirán los gatos y Cecil, y los chicos vecinos, con sus ropas ybrazales de primera comunión. El señor Günter será el cardenal deRoñan." Mientras habla se le iluminan los ojos protuberantes, jamáshermosos, que contemplan la escena imposible como si transcurriese.Suenan sus brazaletes, sus dijes. A mí me tranquiliza la certidumbrede que nunca desfilaré con los gatos. El Escritor, entretanto, inquieresi habrá una guillotina, me acaricia y se sirve una taza de té deyuyos. Luego, hábil, desvía la conversación hacia los tíos de MadamePamela. Su anecdotario es infinito. Pero lo que más seduce a mi señor,en el caso de Madame Pamela como en el del Ermitaño, es su inclinacióna las cosas del trasmundo, que los vincula a los tres como ciudadanosde un territorio común. De repente, la francesa toma su mano y escrutasus líneas. Anuncia acontecimientos extraños. Mi amo los cree a medias,porque piensa que los seres cuyo entendimiento vacila tienen lapropiedad de respirar el aire de lo oculto. Una de esas predicciones,sibilina, lo impresionó más tarde, al recordarla. Madame Pamela alzó larayada lupa y pronosticó: "Pronto, el alto será abandonado por elpequeñito, el poderoso por el débil." "¿Qué poderoso, qué débil?" "Jene sais pas. Bientót. Pronto." Y la señora se puso a juguetear con sugargantilla de vidrios de colores. Sin transición, se lanzó aparlotear sobre Taormina, donde ha vivido muchos años y trató al barónfotógrafo que menciona Peyrefitte.
Esos son los amigos del Escritor,Günter viene a la quinta; Madame Pamela no viene. Sus presencias lebastan a mi dueño para nutrir sus necesidades de comunicación. Conellos y con los de casa, se siente feliz. El resto se lo dan suspropios engendros, las criaturas de su espíritu, esas que andan por elbosque, por la Via Apia, cerca del lago, y que de súbito, durante unade nuestras caminatas, aparecen.
 


XII
APARICIÓN DE HELIOGÁBALO




Másatrás, cuando se detallaron las declaraciones del Escritor a uno de losperiodistas, porque ellas aclaran lo referente a los períodos dedesazón, ante la impotencia frente a los reclamos de la creaciónliteraria, me referí brevemente al surgimiento, en las escabrosidadesde su espíritu, de una figura nueva, que pareció aposentarse allí conimpetuosa decisión. Esa figura es la del emperador Heliogábalo, aquelcuya fotografía, copia de una cabeza de mármol que hay en el MuseoCapitolino de Roma, pende, enmarcada, en la biblioteca. Hantranscurrido seis meses desde entonces, y en su andar el extrañoadolescente se ha transformado casi en una obsesión para mi amo. ¿Cómose manifestó, por primera vez, su presencia? ¿Cuándo comenzó su tareainvasora? Confieso que el momento inicial se me escapa. Eso debe ser loque llaman la Inspiración, la tan rebelde, mentada, escurridizaInspiración, que imprevista, como una llamarada de ignoradocombustible, brota. ¿Dormiría yo en ese instante? ¿Habrá sido en mitadde la noche y de su silencio? ¿Qué acicate promovió al desconocidohasta un plano tan principal? No puedo situarlo. Lo cierto es quecuando reparé en él, ya avanzaba, ya me precedía, dorado y desnudo, porlos corredores secretos.
Al valorar su importancia, lo detesté y loamé simultáneamente. Lo detesté, porque adiviné en él a un rival, aalguien que me excluía de un corazón que mi confianza conceptuaba,quizás erróneamente, mío; y lo amé, porque comprendí que gracias a élmi señor recuperaba la fe en sí mismo y con ella la salud y una suertede embriaguez incomparable. No cabe existir, para un enamorado, peorenemigo que una sombra: un recuerdo o una ilusión. ¿Cómo luchar contraella? Su inasible substancia torna vano todo intento de desafío, decombate. Me resigné, pues, a aguardar los acontecimientos. Presentí quecon la realización de la obra, se esfumaría el adversario. Y duranteseis meses conviví con él y llegué a conocerlo tan bien como a midueño. Todavía hoy, hoy que su peligro ha quedado atrás, con otrasquimeras semejantes, no acierto qué atrajo al Escritor en ese muchachodébil, vicioso, loco, de despreciable trayectoria. ¿Su belleza? Los hahabido más bellos y también mucho más puros ¿Su fragilidad, su pobrecarácter de juguete en las manos del Destino? Pudo elegir uno menosinconsistente. ¿Su locura, y lo que ella entraña de posibilidad depenetración en un mundo multicolor, relampagueante, opuesto al gris delo cotidianamente previsible? ¿El contraste provisto por su inmensopoder y su total flaqueza? No sé... Cada ser es como es; lo es elEscritor; también lo soy yo, perro celoso y sabihondo. Rozamos, poreste camino, a la raíz misma de la personalidad, y enfrentamos a loinexplicable.
Corrieron de ese modo seis meses de labor ardua. No meresigno a que se pierdan y a que conjuntamente se borre lo que elEscritor y yo, su reflejo, sufrimos y gozamos. Trataré de recuperarlosaquí. A la postre, ocupan una parte esencial dentro de mi corta vida.
 

XIII

"ORIENTE, GRECIA Y ROMA"




Puedocertificar que al afrontar una obra tan compleja como la suscitada porHeliogábalo, el Escritor actuó con plena humildad. Así lo ha hecho encasos anteriores. Es como si desconociese todo, absolutamente todo,del asunto. Desconfía de lo que sabe, o de lo que cree saber, ynecesita afirmarlo sobre bases robustas. Lee, pero también relee. Yatiborra cuadernos de notas.
Esta vez, su humildad fue extrema; suactitud, escolar. Puesto que se trataba de un personaje romano,comenzó por ubicarlo dentro del enredo de su vasto panorama histórico.Y para ello, como punto de partida, recurrió a un libro que conservahace casi medio siglo. Es "L'Antiquité (Orient, Gréce, Rome)" deMonsieur Albert Malet, el mismo ejemplar cuyas páginas recorría, conmenos atención, cuando estudiaba en París, de niño. Su firma, en laprimera hoja, da testimonio del largo tiempo andado. Malet es unamaravilla, un ejemplo. Merced a él, en pocos días aprendí las etapasde la evolución de Roma. Sospecho que mi amo también, o que por lomenos las refrescó mucho. Soy ahora tan romano como la loba delAventino, los gansos del Capitolio, el león de Androcles y hasta eláguila de Júpiter. El contacto con un texto vinculado con su infanciale devolvió al Escritor algo de la lozana inocencia que lo acompañó losdías lejanos en que mal preparaba sus lecciones, y le devolvió conella un soplo de su alegre vigor inicial. Iba volteando las páginas yse rejuvenecía, en tanto mejoraba su presión.
Nada falta allí. Losetruscos, Rómulo y Remo, los reyes, el patriciado y demás instituciones("la república fue una organización aristocrática") nos condujeronhacia los 170 dioses (dicen que ahora hay uno solo y sin embargo muchosse resisten a creer en él), a los sacrificios, las armas, los triunfos,las rutas, los elefantes de Pirro, las guerras púnicas y el Baal-Molochde bronce, cuyo vientre era un horno (un dios más, ávido por engullir alos restantes). Luego fue el turno de la riqueza de Cartago, de Aníbal(otros elefantes), Catón, las conquistas, la austera sencillez de losprimeros romanos, los 900.000 esclavos que había en la ciudad eterna elsiglo I. A continuación, "el furor del dinero mató las virtudescívicas", como siempre. Páginas y páginas y páginas y páginas.Mitrídates, rey del Ponto, inmola en una noche a 100.000 romanos;Tiberio se encierra en Capri, con adivinos y astrólogos (el Escritor losubraya); el epiléptico Calígula se hace adorar en el trono de Júpiter(pasa por la mente de mi amo un Calígula elegante, esbelto, seductor,Gérard Philipe, a quien oyó apostrofar a los senadores en un prosceniode París); Agripina (¿por qué asume para mi amo los rasgos arcaicos deMadame Pamela? ¿por qué esgrime su bastón y parla con pronunciaciónfrancesa?) es asesinada por Nerón. Páginas y páginas... y Heliogábalo¿dónde se oculta? Tito, "delicia del género humano", Nerva y losAntoninos, Trajano, Adriano, el artista que embelleció a Atenas (elEscritor apunta: "a Antinoo no lo nombra Monsieur Malet", ¿qué querrádecir?); Marco Aurelio, filósofo, y su hijo sanguinario (¿y nuestropequeño príncipe, el que se paseaba tan evidentemente desnudo?)... Laadministración imperial fue perfecta, aun bajo los dementes, pero "lacorruption des moeurs supprima la vie de famille". Sucediendo a Cómodo—uno de los más incómodos—, en el curso de 93 años hubo veinticincosoberanos; resulta difícil, imposible, seguirlos, recordar susnombres. Pertinax, vastago de un carbonero, es muerto por su guardiapretoriana; el imperio sale a remate, como una docena de platos; meparece que ya andamos cerca; lo olfateo; Septimio Severo derrota a lospartos y a los escoceses; Caracalla, su hijo, un libertino ("undébauché": esta palabreja salta a menudo de la casta pluma de MonsieurMalet); y por fin, casi al final del tomo, en la página 421, cuatrolíneas: "Después de él reinó uno de sus primos, Élagabal, sacerdotesirio de quince años de edad, que introdujo en Roma el culto de Mitra,el dios-sol. Vivía vestido de mujer, rodeado de barberos y debailarines; reunió un senado de mujeres para discutir de modas." Etvoilà! Merci, Maítre Malet. ¡Qué rápido lo despachó! El largo caminodesembocó en un grupo de brincadores, de peluqueros y de hembrascotorreantes, que giran en torno de un muchachito disfrazado, un"travesti". ¿Valía la pena? Hemos aprendido, y sin embargo ¿valía lapena? Pero el Escritor está muy contento. ¿Quién entiende a losescritores? Se sienta a su mesa que amurallan los diccionarios,contempla la fila de libros cuya lectura y acotación lo aguarda, y searrebuja en su capa otoñal, como si fuese una toga. Mejor así

 

XIV

HISTORIA DEL EMPERADOR HELIOGÁBALO



Incluyoa continuación el catálogo de las obras que durante medio año hemosleído: y digo hemos, porque mientras mi patrón se quemó las cejas,hojeó, repasó y tomó nota por escrito, yo fui testigo permanente de unproceso que asimilé como un alumno silencioso, alternando esa tareacon la caza de moscas que eliminó el tijeretazo de mis quijadas, lasenumero de acuerdo con su orden cronológico, o sea a medida que sesiguieron y según fueron registradas. No las resumiré una a una, porqueesto se volvería muy aburrido, sin el socorro de las moscas. Son,además del libro de Malet:
1) Daily life in Ancient Rome, por JérómeCarcopino, que mi señor leyó en inglés por no hallar la ediciónfrancesa; 2) Héliogabale ou l'anarchiste couronné, por Antonin Artaud,en el tomo VII de sus obras completas; 3) El Dios Invicto, por FranzAltheim; 4) El misterio de los cometas y meteoritos, por Daniel Porter;5) Los meteoros, por Nicolás Sama Pérez; 6) Métamorphoses (El Asno deOro), por Apuleyo, traducción de V. Bétolaud; 7) El mundo de losminerales, por Lucas Fernández Navarro; 8) Del Dios de Sócrates, porApuleyo; 9) La vida extraterrestre, por José Álvarez López, AntonioRivera, etc.; 10) Le crépuscule des Cé-sars (escenas de la HistoriaAugusta), con prólogo de Henry Bardon; 11) Escritores de la HistoriaAugusta, traducción de Francisco Navarro y Calvo, tres tomos; 12)L'écñture des pierres, por Roger Caillois; 13) Apollonius of Tyana, porG. A. S. Mead; 14) Astrology and religión among the Greeks and Romans,por Franz Cumont; 15) Belles roches, beaux cristaux, por M. Deliberé;16) The Satyricon, por Petronio, traducción de William Arrowsmith; 17)Métamorphoses, por Ovidio, traducción de Rolfe Humphriers; 18) Toiletted'une Romaine au temps d'Auguste, por Constantin James; 19) Restauridella Roma Imperiale, por Giu-seppe Gatteschi; 20) Los doce Césares,por Suetonio, traducción de F. Norberto Castilla; 21) el artículo deLambertz sobre Heliogábalo (quince columnas) en la Encyclopädie derClassischen Altertumswissenschaft, que para mi amo vertió unaespecialista; 22) una serie de fotocopias de textos dedicados aCaracalla, Macrino y Heliogábalo, que le enviaron de los EstadosUnidos y comprenden fragmentos de The decline and fall of the RománEmpire, de Edward Gibbon; y de los estudios romanos de: Fritz M.Heichelheim y Cedric A. Yeo, Martin P. Nilsson, Robert Payne, RichardMansfield Haywood, Naphtali Lewis y Meyer Reinhold, Herbert S. Hardley,Tenny Frank y Edward C. Echols.
Como advertirá el menos avisado,esta lista es bastante dispar. La integran libros de historia, deliteratura, de astrología, sobre piedras, etc. Algunos son antiguos yotros modernos; los hay que repiten sin gracia lo dicho por losmejores. Entiendo que mi señor planeaba leer muchos más, algunosbastante difíciles de conseguir —como las crónicas de Dion Casio yHerodiano, que hasta entonces sólo de segunda mano conocía—, cuyarelación detallada está en un sobre amarillo. Con su ayuda desigual,compuso el Escritor una biografía de Heliogábalo. Es una biografíaestricta, despojada de imaginativos alardes, que mi amo destinó a serutilizada como guía cuando entrase de lleno en el trabajo de suficción; una suerte de esqueleto básico que debía servirle para laarmazón de su novela. Quizás su lectura, por excesivamente extensa,resulte fatigosa al indiferente y al apresurado, pero es ineludibleintroducirla en esta relación, aun agobiándola, pues en la época enque se la compiló el personaje embargaba al Escritor, de tal modo quesólo recorriéndola es posible, hasta cierto punto, hacerse unaaproximada idea del remoto príncipe por culpa del cual el Escritorandaba siempre distraído. Sobre todo debe cansar la parte relativa alos emperadores que lo precedieron. Yo he llegado a querer aHeliogábalo, como mi patrón lo quiso. Lo quise porque él lo quería; meobcecó porque a él lo obcecaba, y por eso no me incomoda la longitud dela semblanza que refiere la ventura y la desventura de Heliogábalo.Aquí va y ¡buena suerte! "Para ubicar a Heliogábalo y recrear suatmósfera; para tratar de comprenderlo, debemos tener en cuenta lostres reinados anteriores al suyo: los de Septimio Severo, Caracalla yMacrino, tan entrelazados están, por su influencia y por susacontecimientos, con el de nuestro personaje.
Septimio Severo nosimporta, sobre todo, por su matrimonio. Casó, en segundas nupcias,antes de que sus soldados lo proclamaran emperador —pues había perdidoa su primera mujer, siendo gobernador de la Galia Lionesa— con JuliaDomna, tía abuela de Heliogábalo. El vínculo principal que unió a estaaristócrata siria con su esposo, como luego la unió a su hijoCaracalla, fue la pasión por las ciencias ocultas. La astrología losgobernó a los tres, y ellos gobernaron a Roma. No fueron, por lo demás,los únicos amos del imperio a quienes mostró el camino el extraño saberde los caldeos que alía las matemáticas con la superstición. Yapreviamente, Augusto y Tiberio —por sólo mencionar a los fundamentales—habían figurado entre sus adeptos fervorosos, y el propio Adriano lapracticaba tan bien que consignó por escrito las etapas posteriores desu existencia, hasta su muerte, guiándose por mapas del firmamento, yaseguraba haber visto al bello Antinoo —el ignorado porMon-sieurMalet—, luego de su trágico fin, en el Cielo, bajo la forma deun nuevo astro. Sin embargo, el Cielo de esos emperadores dados a lainvestigación arcana, no era el que Ovidio describe poéticamente y enel cual los caballos de Apolo se nutren con ambrosía y Faetón cae delcarro del Sol, como una estrella, sino una peligrosa combinación demonstruos polimorfos y terribles bestias sagradas, quienes regían alDestino con tan exacta fatalidad que los escritores de la apologéticacristiana debieron luchar contra ellos, antes de lograr su derrota. Enese Cielo oriental, mágico, poblado de divinidades oscuras, encontróSeptimio, por medio de su horóscopo y de su interpretación de lossueños, a su segunda esposa, al enterarse de que había en Siria unaprincesa a quien le anunciaban los astros que casaría con un emperador.La ambición fue, pues, la que lo condujo hacia Julia Domna. La buscó,provocando a la suerte, al triunfo.
Era ella una mujer de granhermosura, imaginación y fortaleza. Los escrúpulos no la perturbaban.Ocupa un lugar descollante dentro de una familia misteriosa, ufana dedescender de la remota dinastía árabe de los Sansigéramos de Emesa —unode los cuales usaba una máscara de plata— y de una larga línea depríncipes-sacerdotes, consagrada al culto de la Piedra Negra que seadoraba en esa ciudad. Aunque nunca ejerció poder sobre su marido,tuvo bajo su autoridad a su vástago, Caracalla. Llevó consigo a Roma asu hermana, Julia Mesa, y a sus sobrinas, hijas de esta última, JuliaSemias y Julia Mamea. Tantas Julias entorpecen la memoria y laconfunden; suprimiremos ese primer nombre común y nos quedaremos conel otro, para distinguirlas. Y aun así...
La prolongada presencia delas cuatro mujeres y de su séquito de compatriotas, en la corteimperial, dio por fruto la afirmación de la supremacía de los sirios.Desde el año 193 hasta el año 235, el estado más prepotente que habíaconocido el mundo funcionó bajo la férula de la estirpe de Emesa ysingularmente de su altanero hembraje. Viose, parte de ese tiempo, a unpequeño dios beduino señorear sobre el Olimpo de Júpiter. Fue la épocaen que las divinidades de Oriente avanzaban a la conquista de Roma.Isis, Anubis, Serapis, establecieron allí sus santuarios, y losignificativo es que los grandes emperadores valoraron las ventajaspolíticas de su introducción: el clero exótico predicaba doctrinas queelevaban al César por encima del género humano, lo cual le venía deperlas, como justificación, al despotismo de los monarcas solares.Pero ninguna de las foráneas manifestaciones celestes alcanzó tantapujanza, en la excelsa urbe, como la Piedra Negra. Sus fabulososministros dejaron atrás, a distancia infinita, a los sirios miserablesque recorrían los mercados, haciendo sonar, a cambio de limosnas,címbalos y triángulos, en honor de su penumbrosa mitología, y querecuerda la burla de Apuleyo.
Julia Domna y su cofradía obsecuentese destacan por su inclinación tenaz hacia las cosas de la cultura.Semias, la madre de Heliogábalo, siendo más frívola, se apartó un poco,pero las demás vivieron hechizadas por las letras y por el arte. Lamayor, Domna, sólo compartía lo gloria de su tálamo —abandonado porSeptimio y mal vigilado por sus celos — con médicos, magistrados ypoetas. Se hubiera entendido con Monsieur Jean Rotrou, el del busto. Eneso se diferenció de Heliogábalo, su sobrino nieto, que optó por lagente llana. Dice Antonin Artaud que "elle couchait a droite et agauche". Exagerará (su estudio sobre Heliogábalo se desarrolla bajo elsigno de la espasmódica exageración), pero no cabe duda de que legustaba cocinar los placeres del liviano espíritu con los de la sólidacarne. Verdadera "basbleu", dirigía, pronosticando ya a las damas delsiglo XVII, un salón en el cual se departía sobre los juegos de lainteligencia y del galante arrullo. Sus cabezas del Museo Capitolino yde la Glyptothek de Munich la muestran con peinados espesos,avasalladora la mirada. En cambio su sobrina Semias se hizo esculpircon una cabellera de mármol que se podía quitar y reemplazar, como unapeluca, para que estuviera siempre a la moda. Eso la define.
La florcodiciada del salón —en el que casi imaginamos, maguer el anacronismo,a las tazas de té pasando de una a la otra diestra—fue el jovenFilóstrato, perteneciente a un linaje de polígrafos griegos, de Lemnos.Julia Domna le confió la redacción de una biografía de Apolonio deTiana. Gracias a ella, pues, poseemos un retrato irreemplazable delmaravilloso taumaturgo. La emperatriz bibliófila facilitó a suprotegido textos y manuscritos raros, entre los cuales estarían lascartas de Apolonio coleccionadas por Adriano y los apuntes de Damis, sudiscípulo. Filóstrato nos dejó una obra que la inspiradora no llegó aleer, ya que no se difundió hasta el año 217, después de la muerte dela princesa, mas que sin ella no hubiera existido. Al recorrerla,sobresalen las razones por las que Apolonio atrajo la atención deJulia. Los milagros del viajero de Tiana fueron equiparados a los deCristo, aunque Eusebio, obispo de Cesárea, subraya que los primerosfueron llevados a cabo por un demonio, un daemon, y no por un dios. YApolonio, que se movió durante su vida entera entre las majestadesdivinas, para lo cual frecuentó los templos de la India, de Egipto, deGrecia, del Asia Menor, etc., elevó sus oraciones cotidianas,invariables, al Sol. Ahora bien, la Piedra Negra y el Sol, como másadelante comprobaremos, se bailaban íntimamente relacionados. Y eselazo con Apolonio interesaba mucho a la literata siria. Por otra parte,siendo vegetariano y no bebiendo vino (como Madame Pamela, pero conotros resultados), caminando y practicando la respiración yoga,Apolonio de Tiana conservó durante su extensa vida una admirable, unaexcepcional belleza, cuyos pormenores debían encantar también a lainquieta señora de Septi-mio. En el medio intelectual, místico, inmoraly erótico del cual trazamos el esbozo, creció Vario Avito, aquel aquien la historia designa con el nombre de Heliogábalo y que,emperador, optó por llamarse César Marco Aurelio Antonio Pío FélixAugusto Heliogábalo, lo que descana de su psicología la idea de unamodestia falsa. Ignórase si muestro héroe nació en Roma o en Emesa; enRoma se formó. No obstante, fue un sirio hasta la punta de las uñas. Hahabido pocos sirios más empeñosamente sirios que él. Lo demostró sindescanso. Hasta nosotros ha llegado, eso sí, la fecha de sunacimiento. Fue el año 204 de la era del Salvador.
Septimio Severo,su tío abuelo "par alliance", infiel a la vieja costumbre de losemperadores, no terminó sus días asesinado. Con todo, pese a serinmortal, trabó relación con la dulce amargura de la muerte. Sedespidió de la vida en York (entonces Eboracum), a donde lo habíanconducido sus correrías bélicas, a los sesenta y cinco años, lo quemarca un buen record para entonces. También ha sido extraordinario quesu hijos lo sucediesen, en un período en que el capricho y la avariciade los ejércitos inventaban a los Césares. Estos primos de la madre deHeliogábalo fueron dos: Caracalla y Geta. Septimio—guerrero y filósofo,pero equivocado— aspiró a que ambos heredasen su trono. El proyecto nopodía prosperar; Caracalla ultimó a su hermano con su espada, cuandose había refugiado en el seno de su horrorizada y salpicada madre. Sedice que luego, posiblemente contra la voluntad de ésta, procedió condicha señora Domna más como esposo que como fruto de sus entrañas.¡Estos sirios, estos romanos!
Tanto Caracalla como Geta habían sido—y lo siguió siendo el nuevo emperador— tremendos. Deshonraron amatronas, violaron a mozos y contrajeron reprochable amistad congladiadores y aurigas. Por las líneas paterna y materna, recibióAntonino Caracalla el amor del ocultismo. No llegó al extremo deSeptimio, que en Egipto arrebató cuanto material papirológico serefería a la doctrina oculta, pero trasladó el templo de Isis a Roma,erigió un mausoleo a Apolonio de Tiana y se hizo deificar,usufructuando su personal santuario, con estatua, pontífices ysacerdotes. Le dio, maniáticamente, por Alejandro Magno, a quienimitaba como un pomposo histrión. Al visitar Troya, modificó su heroicoculto, y se pasó de Alejandro a Aquiles. Allá hizo envenenar a unliberto, para reproducir con él los funerales de Patroclo, pero suimaginación teatral no llegó a tanto como la de su padre, a quien se leocurrió, para honrar la memoria de su degollado antecesor Pertinax—elhijo del carbonero— organizarle un funeral fantástico, en el que lafigura de cera del pobre, caduco Pertinax, tendida en un lechomagnífico, era abanicada por un mancebo hermoso, con plumas de pavón.El emponzoñamiento del seudo Patroclo reitera otro rasgo heredado porél de Septimio: la prolija crueldad. Cultivó la guerra con menos éxitoque su padre: no conoció escenas gloriosas, como la victoria de éstesobre Pescenio Niger, en Bizancio, en cuya ocasión los defensores de lasitiada ciudad arrojaron con máquinas, desde las murallas, piedrasarrancadas de los teatros, esculturas y caballos de bronce. Prolongó,empero, la táctica septimio-severa de adular financieramente a lossoldados, y era con todo tan odioso que apenas consiguió que suspretorianos lo estimasen.
Durante los seis años del reinadotruculento de Caracalla, Julia Domna robusteció su prepotencia. A sulado, Varío Avito, el futuro Heliogábalo, florecía entre el parloteo delas mujeres de largos ojos. La belleza del niño deslumbraba y esoportuno sublinearlo, porque su físico incomparable ejerció profundoascendiente sobre su sino. Aquí corresponde insertar el boceto de suretrato de adolescente. No era muy alto, pero su cuerpo ágil se movíacon la fácil elegancia propia de los auténticos bailarínes. Tenía elpelo rubio, leonado; la piel dorada; áureas las pupilas; los ojosprotuberantes; bien dibujadas las cejas; la boca ávida, de sensualdiseño; soñolienta y entre melancólica y voluptuosa la expresión.Parecía de oro, con mucho de lento felino en los ademanes. Así se lo veen el busto de la Stanza degli Imperatori del Museo Capitolino; el delLouvre desconcierta y sólo atrae por la pureza de su nariz (a menos queno sea él el esculpido; a menos también —y eso es probable— que su caracambiase significativamente, de acuerdo con las mudanzas voluntariosasde su alma insegura). En cuanto a su cuerpo alabado y transitado, debiórecordar al del célebre Baco que permanece en un relieve de Herculanoy que es al par lánguido y firme.
¿Qué haría Heliogábalo en la Romade Caracalla? Aprendería a danzar, a cantar, a tañer los instrumentosextraños. El sirio Gannys, su preceptor —el amante de su hospitalariamadre, Semias, quizás castrado luego, ritualmente— le enseñaría lascomplejas ceremonias del culto de la Piedra sacra, fálico, esotérico ychillón. A sus conocimientos, en ese orden, se añadirían los impartidospor las literatas, su tía abuela Domna y su abuela Mesa. Ellasposeían, mejor aun que Gannys, el secreto de las melódicas fórmulasantiquísimas, las que de generación en generación se habíantransmitido hasta el bisabuelo Bassiano. Y Heliogábalo respiraba lafresca vida como un ánfora de aromas misteriosos, en la que el perfumede los sahumerios densos, confeccionados con la maceración de especiasignotas, se mezclaba con el de la sangre de los sacrificios.
Caracalla,más ortodoxo que su padre, murió como debía morir un emperador:asesinado. Aconteció en 217, en Edesa, Mesopotamia. Cumplió la tarea deeliminarlo un centurión que obraba por orden de Macrino, prefecto delpretorio. Dicho crimen modificó el ritmo de vida de los siriosagrupados a su alrededor. Había concluido la fiesta. Su esposa, JuliaDomna, lo siguió a la tumba poco después. Se suicidó, según unos; talvez su vanidad y su afán de mando no hayan resistido a la perspectivainmediata de abandonar sus privilegios de "first lady". Recuérdese queostentó más títulos que ninguna emperatriz anterior: Madre de laPatria, Madre del Senado y Madre de los Campamentos. Esta últimadesignación le hubiera convenido mejor a su sobrina Semias.
Dueño dela situación, Macrino se ocupó de suprimir a los asiáticos pintados ygritones que llenaban los palacios imperiales. No podía soportarlos laaltanería del flamante emperador, que nada tenía que ver con ellos.Julia Mesa quedó al frente de la familia que era menester desterrar asu lugar de origen, desaparecida su hermana Julia Domna. Organizó lapartida con eficacia admirable, y ya entonces dio pruebas de su temple,Macrino cometió la torpeza de permitirle llevarse la fabulosa vendimialograda en dos decenios de favor, de cohecho y de ahorro. Erainmensamente rica. A los tesoros romanos les anexó la fortunaacumulada durante siglos por el dios de Emesa, su dios hogareño. Conella partieron, en las carretas desbordantes, en las literas veladas,sus hijas, Semias y Mamea, ambas viudas de funcionarios, y sus nietos,Heliogábalo y Alejandro Severo, los futuros emperadores, el primero delos cuales tenía trece años y ocho el segundo. Si Macrino hubiesesospechado que en esos carros bamboleantes, tirados por bueyes y porcaballerías, se iban sus próximos sucesores, harto distinta hubierasido, sin duda, la manera de actuar de un hombre a quien el degüello,la estrangulación, el desnucar y el acuchillar no causaban tontosremordimientos. No en vano lo apodaban Macelino, de macellum,carnicería. Le faltó visión en ese instante y dejó escapar a la presavaliosa, pero se explica su actitud. Saboreaba a la sazón el néctar desu hora más dulce. Era el augusto, el divino. Las insignias de losCésares simbolizaban para él la coronación insólita de una vidaagitada. Sólo las lució durante un año. Por otra parte, siempre carecióde la importante dosis de astucia sin la cual no prosperan lospolíticos.
Feo, ordinario, soberbio, de baja condición, la carrerade Macrino es ardua de retrazar. Coméntase que empezó siendo gladiador—y de esa etapa le quedó una oreja horadada—; después de obtener sulicencia se trasladó a África, donde medró como espía; luego se lo viocopiar sentencias como escribano y expoliar a pobres, como abogado delFisco; ese empleo lo condujo hacia las dignidades de más codicia y yasabemos que era prefecto del pretorio cuando se lo sacó de encima aCaracalla. El senado votó en su beneficio todos los honores, no tantoporque lo alegraba su elevación, como porque lo alegraba sentirselibre de quien lo antecediera. Presentían los legisladores que el hechode ser un mauritano, el primero de la clase ecuestre que accedía alpoder omnímodo, lo colocaría bajo la influencia senatorial. Y Macrinono supo aprovechar su ocasión oportuna. Apiló error sobre error, comoJulia Mamea apilara sus tesoros. Así como Caracalla había sido unaparodia absurda de Alejandro, intentó serlo él, exteriormente, deMarco Aurelio. Se dejó crecer la barba, alteró el tono y habló con unaapagada voz, tan grave que había que inclinarse para discernir lo quedecía el ex gladiador metido a prócer, que recogía la púrpura sobre elhombro, majestuoso y grotesco. Sus manejos conciliatorios le ganaronla voluntad de cieno público, pero no la de los hombres de armas.Consistió su peor torpeza en no licenciar las legiones al punto, y enno enviar las que correspondían a sus lejanos cuarteles. Alargó suestada en Antioquía, donde la tropa, apretujada en precarias tiendasy no bien alimentada siempre, soñaba con casas sólidas y con la comidafamiliar, y destilaba la amargura de su miseria frente al lujoindecente del grosero Macrino. Los privilegios que Caracalla lesotorgó, perdidos ahora, lograban un esplendor nostálgico, y lashuestes evocaban con rabia y con dolor a la dinastía arrojada de laciudad de las colinas venerables. Rodeado de gente hostil, Macrinotrató de concillársela, colocando entre las de los dioses la imagendel emperador que hiciera matar y acuñando su efigie en plata y oro,pero temía por su suene y por la de su hijo Diadumeno, pues entre suspropios generales había muchos parientes de Antonino Pío, susceptiblesde aspirar, con más justicia que los de su turbio abolengo, areemplazarlo. Para colmo, su incapacidad militar era evidente y lohabía refirmado el triste fruto de sus campañas contra enemigosvacilantes. Las perversidad del Carnicero y la de Diadumeno Césartampoco los ayudaron; su saña feroz no substituyó las virtudesviriles que conmueven a la soldadesca. Fue inútil que Macrino, paraescarmentar a los revoltosos, arbitrase torturas atroces, como la deatar a los vivos con cadáveres y dejarlos pudrirse juntos. De ese modovivió un año, dándose aires para disimular sus zozobras.
Entretanto,Emesa y su templo se convinieron en un nudo de intrigas. No participabade ellas el hermoso Heliogábalo. El hermoso Heliogábalo lo pasóentregado a las solemnidades, protocolos y prácticas que incumbían alsacerdote del Sol. En torno, su abuela, su madre y su tía, tres Parcasdecoradas como los sarcófagos de las momias, tejían una telaimpenetrable, cortando de repente, con rápido gesto, aquí y allá, y esatela enredaba el luto de sus hilos en la Piedra sagrada.
De dichaPiedra sabemos que era inmemorial, negra, lisa, pulida, cónica (comola Venus de Pafos, según Tácito), y que tenía grabada un águilapequeña, pues el águila es el ave de los Baals y, de acuerdo con unacreencia de origen sirio, las almas vuelan al Cielo sobre el lomo delas aves rapaces, que los Baals fenicios comparten con Zeus. NiTeofrasto, autor del primer tratado de mineralogía, ni Plinto elViejo, en su compilación, la nombran. Debió de ser un meteorito y suforma lo confirma; una de esas estrellas voladoras que a la Tierracaen, rotas en mil pedazos, y que la tesis más descabellada origina enlos volcanes de la luna (que hoy son pan comido) y la más probableadjudica a un satélite nuestro, del que no conservamos ni señales.Caillois llama a las piedras "supports d'extase, moyens decommunication avec le Vrai Monde". Lo era la de Emesa. Pero no era ellamisma un dios, sino el lugar de residencia de un dios, de un semidiós,vinculado con la alta divinidad cuyos rayos hacen madurar a lascosechas: quizás de un daemon, de uno de esos seres intermedios quehabitan los aéreos espacios, entre la celeste bóveda y nuestra moradahumilde, y a través de los cuales —tal es el pensamiento platónico—nuestros ruegos y méritos son trasladados hasta los Omnipotentes,porque los grandes dioses vegetan en medio de una eterna calma,incapaces, por su esencia, de compartir nuestros sentimientos, yúnicamente un daemon puede experimentar lo que nosotrosexperimentamos y transferirlo. Y esos daemon, modelados con la materiamás sutil, más límpida, más serena del aire, sólo visibles si losdioses lo ordenan —esos daemon, que en cieno modo son, por vigilantesy propiciatorios, los precursores de los ángeles de la guarda—, que enEgipto eran adorados con llantos y en Grecia con coros danzantes, entrelos Bárbaros —que comprendían inexactamente a los refinados sirios—eran servidos, celebrados y tornados favorables, merced a laestridencia de los címbalos, de los tambores, de las flautas, y graciasal girar de los bailes frenéticos.
Ahora bien, Heliogábalo fue unnotable bailarín y un notable tañedor de panderos y crótalos. Losecundaban la gracia esbelta de su figura y el don natural que lohacía moverse con elegancia y crear, donde estuviese, una atmósfera dearmónico, estético equilibrio. Durante siglos, sus antepasados habíanaguzado, en sus espíritus y en sus cuerpos, las condiciones que hacíande ellos los irreemplazables jefes de su particular religión, y élhabía recogido, en el canal de sus venas, el legado ancestral. Todo sesumaba en el príncipe para destinarlo a la actividad extravagante queabsorbió su corta existencia. Desde el encanto ambiguo de su cuerpo yel enigma de su cara impasible, hasta el dédalo de su mente, iluminadapor un confuso misticismo que las violentas mujeres de su estirpealimentaron, nada le faltó, de tal suene que de no haber sido el sumosacerdote de la Piedra porque a ello lo predestinaba su origen, lohubiese sido porque nadie hubiera cumplido mejor las complicadasfunciones que su culto le imponía. Había que ser como él, paraenfrentarlas, a un tiempo voluptuoso y extático; había que estar muypróximo de la Tierra y sus peores desenfrenos y del Empíreo y susherméticas visiones.
El idólatra enclaustramiento que lo aislaba,con eunucos y comparsas aulladoras, en la iridiscencia del falo delSol, se quebró el mes de mayo de 218. La impericia de Macrino, por unlado, y la cauta diplomacia de las damas sirias, por el otro, dieronel resultado previsible. Las Julias lo preparaban desde el retorno aEmesa. Allí cerca, acampaba la III Legión Gálica, y la abuela del gransacerdote se ingenió para que sus soldados, desprovistos dediversiones, se aproximasen al templo como quien al teatro va. Veíanoficiar al joven, a medias escondidos. Los encandilaba el brillobrutal del oro y de la púrpura que lo cubrían totalmente. De súbito,Heliogábalo dejaba caer los ropajes y los amuletos y aparecía en sufulgurante desnudez, tras el humo de los braseros y de las antorchas.Si aquello era teatro, era un teatro sensacional. Así los fascinó. Asus desazonantes características de individuo superior, capazseguramente de prodigios, ducho en el lenguaje de las estrellas, seincorporó poco a poco el rumor que hizo de él un miembro de ladinastía augusta, sembradora de dádivas. Esa invención fue la obragenial de Julia Mesa. No titubeó en manchar oficialmente la reputaciónde su hija, de Semias, por cierto nada incólume, y en desparramar lamaravillosa noticia de que Heliogábalo era hijo de Caracalla. Semiasse apresuró a refrendarlo. La hermana de ésta, Mamea, no se quedóatrás, y afirmó que su vastago, el futuro Alejandro Severo, era tambiénla consecuencia de sus ejercicios concupiscentes con Caracalla, suprimo. Cuando Heliogábalo nació, Caracalla sólo contaba catorce años.De haber sido su padre —que sin duda no lo fue— debemos elogiar suenergía precoz. Eso habrá contribuido a entusiasmar a los guerreros,prácticos conocedores de la actividad amatoria. Las monedas, sembradasmagnánimamente, hicieron lo demás. Quienes de esa suerte gastaban,frente a la parsimonia del plebeyo Macrino, no podían ser sinoauténticos príncipes.
Tales elementos, morbosos, tenebrosos, secomplementaron para adensar, en torno del muchacho de Emesa, unatemperatura de lúbrico portento. Las águilas imperiales escapadas delos estandartes gloriosos y el águila de la Piedra Negra volabanjuntas, por el cielo de Siria, trazando la forma de una diadema sobrela cabeza del adolescente áureo.
El 16 de mayo de 218, el Destinoagitó el cubilete y lanzó a rodar los dados sonoros. Ese día, loslegionarios se pronunciaron en pro del hijo de Semias. Repetimos quecuatro razones obraron para obtenerlo: 1º) la fortuna de su abuela; 2º)el odio a Macrino; 3º) la lealtad a Caracalla y su dinastía; 4a) elencanto que brotaba del bello jovencito. Reunidas, esas cuatro fuerzastiraban de él, rumbo al solio, como si fuesen la propia piafantecuadriga de Febo. Comenzaron los guerreros por llevarse a sus cuartelesa la que juzgaban la familia imperial y revistieron al mozo con unmanto púrpura, por supuesto, que tal vez procedía del guardarropasuntuoso del templo de Heliogábalo o tal vez fuese el de SeptimioSevero o el de Caracalla, conservados por las previsoras mujeres parala ocasión, porque jamás se sabe qué puede acontecer. Ataviado así, loexhibieron ante la ingenua tropa admirada, que prorrumpió en roncasexclamaciones de júbilo.
En Antioquía, informado del asunto, Macrinole restó importancia. ¿Acaso debían sacarlo de quicio los manejos deunas hembras locas, que padecían la alucinación enfermiza del poder,desde que en Roma lo habían ejercido malamente? Se limitó a comunicaral senado la existencia de un vago levantamiento, en la frontera deFenicia y Siria, y a destacar a su prefecto del pretorio, UlpioJuliano, para que le pusiera pronto fin. El fin fue pronto, pero nadafavorable a Ulpio. Los de la Legión Gálica, avisados —es muy probable—por Julia Mesa, hicieron ascender a Heliogábalo a lo alto de lasmurallas y lo mostraron desde allá. Fue inmediato el efecto. EsteHeliogábalo resplandecería como un faro encendido. La hueste de Ulpiose sumó, entera, a sus filas. A Macríno le mandaron la cortada cabezade su prefecto del pretorio, a modo de telegrama elocuente. Sóloentonces captó el viejo emperador —lo llamamos así con relación a surival, el joven— la gravedad del caso, y decidió actuar con dinámicobrío. Se largó hasta Emesa, a dar batalla. Esto sucedió el 8 de junio.
Loshistoriadores —aun los que más detestan y escarnecen a Heliogábalo—están a regañadientes de acuerdo para aseverar la firmeza de suheroísmo, en aquella grave oportunidad. El adolescente se batió comobueno. También lo hicieron las mujeronas de su linaje, olvidadas de laliteratura y de los amables lechos: bajaron de sus carros y sillas yparticiparon de la refriega, como amazonas y como dementes. Se jugabael todo por el todo. Pelearon los eunucos, los bailarines, elpreceptor Gannys —a quien quizás ya se le aflautaba la voz, pero que secomportó como un consumado general—, en medio de una confusión decamellos y de caballos, de dardos y de lanzas, de chocados escudos yde cantos bélicos. Las alhajas de los asiáticos volarían por los aires.Y Heliogábalo triunfó. Desbandáronse las fuerzas del Carnicero, buenaparte de las cuales comprendió en seguida las ventajas de trocar elbando y de combatir por el hijo presunto de Caracalla. Macrino, presade terror, pues le quitaban el puesto, se afeitó la barba de MarcoAurelio filósofo, se despojó de las comprometedoras y amadasinsignias, cubrió su fea cara con un capucho y huyó a uña de corcel.Los alcanzaron, a él y a su pequeño Diadumeno, en Bitinia, donde suscabezas sufrieron la separada suene de la cabeza del pobre Ulpio. Deese modo concluye el magro apone de M. Opelius Macrinus a la redacciónde la compleja historia romana.
El César Heliogábalo dejótranscurrir el verano y el otoño de su año más feliz, en Antioquía.Escribió al senado, anunciándole que había asumido el poder yprometiéndole —era de rigor; los nuevos emperadores formulaban promesassimilares— emular a Marco Aurelio y a Augusto. Como él mismo se habíaotorgado todos los demás —por insistencia de Gannys y de las fogosasseñoras— los senadores apenas consiguieron brindarle el título dePadre de la Patria. El Padre de la Patria, el padre de la antigua ynoble matrona, hija de la Loba legendaria, tenía, conservémoslo en lamente, catorce años. Luego fue procónsul, cónsul, retuvo la tribuniciapotestas; fue pontífice máximo y hasta lo incluyeron en la nómina delos sacerdotes residentes en el templo de Júpiter Protector.
EnAntioquía enseñó las uñas, delicadas, pulidas, como cuanto con él sevinculaba. Perdió la cabeza, no en el luctuoso sentido literal deMacrino, de Diadumeno y de Ulpio Juliano, sino en el simbólico. Seentregó, alegremente, infernalmente, celestialmente, infantilmente, ala orgía.
Es, hasta cierto punto, lógico que lo hiciera. Vivía enuna época de fantástica ebriedad y no era peor que sus predecesores máscélebres. Fuera de la Piedra Negra, a la que adoró hasta el término desus días, no había nadie por encima de su autoridad; nadie era capaz decontrarrestar los caprichos de un ser ungido por partida doble,emperador y pontífice. Contradecirlo, implicaba un delito de lesamajestad. Las Julias, inquietas, lo rondaban, lo aconsejaban, en vano.Desesperaba a su abuela, diestra en los usos y prejuicios de la corteque rehusase cambiar las ropas sirias por las romanas. Nunca lo hizo.Siempre fue el príncipe semidesnudo de la corona solar, pese a haberganado sus laureles en Emesa. Y cuando envió su retrato a Roma, paraque los senadores lo colocasen sobre el altar de la Victoria delantedel cual cada uno de ellos, al entrar, debía quemar incienso y volcaruna libación de vino, exigió que ciñese el atuendo exótico, la tiara,los brazaletes serpentígeros, los collares de perlas, los talismanes,las cifras mágicas, las valiosas gemas fijas en los dedos de las manosy de los pies, teñidas las cejas de negro y las mejillas pintadas deblanco y de rojo, a un lado la Piedra temible. Parecería, policromo yrepelente, un affiche cinematográfico. Sería disparatado yhermosísimo. Los senadores abreviarían las sesiones para escapar delhechicero que, allá arriba, los miraba con ojos de carbunclo.
Sí, nose portó nada bien, nada bien, en Antioquía. Entonces se evidenció lainclinación que lo llevaba hacia el propio sexo y que promovió suamistad estrecha con atletas no recomendables. Al proceder así,seguía la corriente tradicional impuesta por su madre, por su abuela,quienes desde niño lo barnizaban, bronceaban y pincelaban, y lo hacíanconvivir con el equívoco mundo de los castrados rituales que, sienloquecían a las delirantes mujeres, representaban con exactitud laesencia de la turba que viboreaba, gimiendo, gorjeando, bramando, entorno del pétreo príapo del Sol, fuente fecunda de beneficiosancestrales. Simultáneamente, su compasión se puso de manifiesto ensu actitud hacia sus enemigos, pues perdonó a quienes lo habíaninsultado y cuyos nombres halló en la correspondencia de Macrino. Hubo,por descontado, ejecuciones, pero sin exagerar. A uno lo suprimieronporque, años atrás, había dado castigo a una infracción cometida porEutiquiano, eunuco favorito de la familia siria; a otro, porque hizomodelar, con destino a sus concubinas, algunas imágenes suyas, doradas,para que las usaran como adornos. Lo peor, lo indiscutiblemente malo,fue lo de Gannys. A Gan-nys lo mató el propio Heliogábalo, en un raptode cólera, porque criticaba sus gastos y locuras. Es posible, también,que lo matase por celos de la posición que ocupaba, en su calidad deamante o ex amante de su madre (depende ello de la operación genitalaludida) y porque temía que quisiera utilizar a su discípulo como unjuguete, ejerciendo él, en verdad, el gobierno de Roma.
En invierno,Heliogábalo y su gente, tan similares, bajo ciertos aspectos, a unacaravana de gitanos, abandonaron Antioquía, con el propósito dedirigirse a la capital del imperio, pero luego no consideraron oportunala estación para embarcarse y se protegieron de los fríos en Nicomedia.Fue allí donde el emperador mató a Gannys. Y allí recrudecieron lasfiestas báquicas. Por fin, con el buen tiempo, el César resolviócruzar el mar. Llegó a Roma en el promedio de 219, tras un viaje quelo obligó a atravesar muchas provincias. Le restaban de vida dos años yocho meses y los pasó en la ciudad más ilustre de la Tierra.
Suentrada en Roma, su triunfo, debió ser algo incomparable. Hacía largotiempo ya que lo aguardaban, y tanto su extraño retrato como lasanécdotas que se narraban sobre su conducta y la de sus compañeros enel Cercano Oriente, excitaban la curiosidad de los jerarcas y de losplebeyos. Podemos asegurar que su ingreso en la capital colmó, con suextravagancia, las expectativas más extremosas. No defraudó a nadie, yel "show" presentado por los sirios se seguiría comentando, de edad enedad, pues ninguno, ninguno había visto antes un circo tan complicadoni un muchacho tan hermoso a su frente. Imaginamos a los caducospatricios, a las matronas, cuyas sienes y las de sus clientelas yestirpes iban a depender del humor de ese mozuelo, asomándose a lasterrazas y las pérgolas, decoradas con guirnaldas y tapices, entremonos, papagayos y perros, para espiar el paso de la estrafalariacomitiva. Los imaginamos corriendo de una terraza a la otra, anhelosos,transpirados, en un temblor de ventalles y un balancear de quitasoles,dentro de esa Roma de altos edificios inseguros, prontos aderrumbarse, que a menudo comunicaban por los techos entre sí. Y abajocontinuaba el hormigueo del desfile, a medida que crecía la noche,entre antorchas, cánticos y timbales, los estandartes moviéndose en laleve brisa y las armas espejeando con el fulgor de las teas.
Labarroca comitiva que había cruzado una pane de Europa se fue engrosandoen la ruta. Ya no la integraban únicamente las legiones vencedoras deMacrino y de Ulpio y las que los habían traicionado, sino gran golpe depersonajes de toda laya, a quienes impulsaba la ambición de prosperara la sombra de un señor mano abierta, famoso ya por sus vicios. Como esnatural, los sirios proliferaban, trastornados por el ansia del medro.Se sentían dueños de casa, sacaban la lengua a las prostitutas yescandalizaban con su obscenidad a los tímidos y los escrupulosos.
LaPiedra venía en un carro ornado que seis caballos blancos, cubiertoscon gualdrapas de lujo, tiraban. Habían engarzado a la negra moradadel daemon en un aro de múltiples gemas relampagueantes. La rodeaba lamuchedumbre ruidosa, que hacía tintinear y chirriar los agudosinstrumentos y levantaba melopeas en idiomas intraducibies. Encabezabaa ese grupo y su estridencia el joven emperador. No quiso entrar él enel triunfal carruaje, para indicar desde el primer momento que el amoera ese objeto oscuro, sacudido sobre la vacilación de las ruedas, yque aparecía y desaparecía tras el velo azul de los sahumerios y trasla fumarada de los hachones. Llevaba las riendas en la derecha, como unservidor, y caminaba de espaldas, en prueba de devoción a su ídolo.También él canturriaba y danzaba, y los esclavos esparcían polvo de oropara marcar su senda. Vestía sus ropas sacerdotales. Escarlata,metálico, semejaba un crustáceo inmenso. El laurel del imperio envolvíasu tiara pontifical; las joyas temblaban en su pecho, en su cintura,en sus brazos, en sus piernas; su cara impávida se diseñaba bajo lamáscara de duros colores. Nunca se vio César tan distinto a las sobriasimágenes repetidas de las estatuas marmóreas. Detrás, los rítmicosdromedarios acarreaban los bultos de su ropaje, los tesoros del dios;los octóforos —las literas sostenidas por ocho portadores robustos—dejaban adivinar los gestos ávidos de las princesas, quienes seseñalaban palacios, arcos y peristilos, intoxicadas por la euforia delregreso conquistador; los aurigas, los mimos, los bufones deHeliogábalo, reían y gritaban; llovían los puñados de monedas acuñadascon el perfil del dictador flamante; y los romanos advenían que si losemperadores crueles habían dejado a Roma, para alivio de la humanidad,Roma era invadida por la mitología y la brujería de Oriente, por unmundo desconocido, desconcertante, de brutal invención, poético ycarnal, quizás terrible.
Pronto se corroboró la gloria monárquica dela Piedra Negra, descendida del fuego del Sol. El sumo sacerdote leconstruyó un templo en el paraje donde existía el del Orco, en el montePalatino, cerca de su residencia. Era el Eliogabalium. En lossuburbios, mandó elevar un segundo santuario, a donde cada estíotransportaban a la Piedra en procesión. El Sol Invicto dominaba a lasotras divinidades. Heliogábalo se propuso trasladar allí las piedrassacras depositadas por Orestes en el templo de Diana, en Laodicea;trajeron la ilustre Astarté de Cartago; la estatua de Palas;subordinóse al daemon de Emesa el Cielo de Júpiter. Asimismo ordenó elemperador que las deidades que presidían los cultos de los judíos, delos samaritanos, de los cristianos, estuvieran presentes. No había másdios que su dios. Los restantes giraban alrededor, como las figurasdel zodíaco en el círculo del Sol supremo. Y para que su dios noestuviera solo, se empeñó en casarlo: le dio en matrimonio a Astarté ya Palas. Día y noche, las volutas acres de los sacrificios, el vino delas libaciones, circundaron a la Piedra. Noche y día, resonaron allálos himnos y las músicas; rotaron los beodos bailarines; clamaron loscircuncisos y los eunucos; sucediéronse las hecatombes; acumuláronselas ofrendas; ofició el emperador-preste, que abrazaba al faloomnímodo, con lágrimas surcándole las pintarrajeadas mejillas, como lohabían abrazado sus trasabuelos, mil años atrás.
Ese aspecto, el dela exacerbación mística, se hurtó totalmente a la comprensión de ElioLampridio, cuando compuso, dedicándola a Diocleciano Augusto, su vidade Antonino Heliogábalo. Sólo tuvo en cuanta el aspecto material,sensual, más torpe, más vesánico, de su breve existencia desordenada.Él mismo declaró, al comienzo de su sospechosa crónica, que "nuncahubiera escrito la impura vida de Antonino Heliogábalo, conocidotambién con el nombre de Vario, si antes no hubiesen gobernado alimperio los Calígulas, Nerones y Vitelios". ¡Ay sí, vaya si lo habíangobernado, y no ellos solamente! También el gran César fue afeminado yse complacía en depilarse y pintarse; también Nerón se hizo erigir uncoloso, coronado con rayos solares; este último fue más lejos, puesaspiró a cambiar en mujer a un joven, para casarse con él, y trató degozar a su madre, Agripina, como Caracalla a la suya; también Trajano yAdriano, el "pío, felice" y el más culto de los Césares, participaronde las aficiones de Heliogábalo; Calígula estableció en su propiopalacio un lupanar; Cómodo entró triunfalmente en Roma —sinmerecerlo— llevando con él a su paje Antero, a quien no paró de besardurante la ceremonia; Claudio se dejó saquear por sus favoritos;Tiberio se enamoró simultáneamente de dos muchachos, a quienes luegohizo quebrar las piernas, y tuvo, en Capri, "maestros devoluptuosidad", para que le crearan originales placeres; y Caracalla—el propio Caracalla— permitió que un eunuco español, envenenador ymago, mandase sobre los senadores. Sí, hubo de todo en el imperioromano, y el pequeño Heliogábalo no trajo nada nuevo a su corrompidacorte. Pero Lampridio se ensañó con él. Lambertz, tan serio, señala quela "Vita" de Lampridio está compuesta con un odio manifiesto a subiografiado; reúne sin motivo las obscenidades más abyectas y se tornapor eso —excluyendo la última parte— en una fuente muy dudosa. Másfidedignos son Dion Casio y Herodiano, quienes se refieren a él "enforma tranquila y objetiva". Y por lo demás, el mismo Elio Lampridioconfiesa que considera algunos de los detalles que enumera,"increíbles". No tratamos de absolver de culpa a César Marco AurelioAntonino Pío Félix Augusto Heliogábalo; tratamos de situarlo en sumedio, en su tiempo, en el ámbito de esos emperadores, por tantasrazones repugnantes, que edificaron los largos acueductos, los teatros,las termas, los mercados, los circos; que trazaron las rutas quetodavía se emplean; que sujetaron al mundo rebelde con sus manos firmesy que sin embargo fueron tristes monstruos, incomprensibles paranuestra mentalidad, pues pese a que los gobernantes de hoy están lejosde ofrecerse como paradigmas, por lo menos practican el arteconvencional del disimulo. Ellos no disimularon, dieron rienda suelta ala violencia de las pasiones, en una época en que el disimulo no teníapor qué existir, ya que el emperador, el divino, obraba a su antojo—como muchos tiranos de hoy—, pero lo hacía abiertamente,conceptuándose, como ellos, tan por encima de los pobres mortales, quehacía, sin ocultarlo, aquello que no en vano se denomina "su realgana".
Los validos, los compinches, los cómplices, lo aguijoneabanpara que recorriese hasta la cúspide el camino tortuoso. Algunos lohacían por conveniencia; otros, por dar acicate a su propensión. Elcírculo más dilecto, el que auspiciaba los desenfrenos peores, eraformado por Eutiquiano, el histrión; por los aurigas Protógenes yGordio; por Zótico, hijo de un cocinero, el que aprovechó más, a quienconsideraban como una especie de marido del emperador de quince años;por Murissimo, por Hiérocles, a quien tanto amó; por los magos que nose apartaban de él. A Hiérocles, un esclavo de Caria, lo conociódurante una carrera de carros, en la que el muchachito, roto suatalaje, cayó a sus pies, desvanecido, y al perder el casco de bronce,se le derramó sobre el rostro la larga cabellera rubia. Fue el que lossoldados aborrecieron especialmente, pues Heliogábalo quiso otorgarlela dignidad de César. Con ellos representó la fábula de París,incumbiendo al soberano el arduo papel de Venus desnuda. La pompa desus vajillas, de sus lechos de plata; de sus cuadrigas tiradas porcuatro elefantes; de sus carrozas arrastradas por mujeres, sin otroabrigo que el de la propia y tersa piel, que él guiaba mostrando lamisma ropa natural, el sexo pujante, como se certifica en un camafeodel Gabinete de Medallas de París; los leones y tigres que loescoltaban como a Baco; los vehículos incontables que lo seguían, porrivalizar con el rey de Persia y con Nerón; sus hazañas de aurigaestupendo; sus festines archifamosos, en los cuales "se comía comoHeliogábalo", pues en ellos se servían los sesos de seiscientosavestruces, pies de camello, lenguas de pavo real y de ruiseñor,cabezas de cotorra, tetas de jabalina, salsas de perlas, vino de rosamezclada con piñones molidos; sus maravillosos regalos; sus bromasestrambóticas; sus espectáculos náuticos en canales llenos de vino; suscorceles alimentados con uvas y con hígado de ganso; sus coturnosenjoyados por artistas célebres: todo ello y cuanto sería larguísimoenumerar, configura una personalidad sorprendente; una desesperaciónpor vivir rápido, por apurar la copa hasta el fondo, como sipresintiese que el plazo sería corto y que debía apresurarse para dejardoquier el sello de su fabulosa memoria. Fue, hasta su muerte, un niñoenfermo de angustia, un aterrado que espiaba, durante los banquetes,las cajas de esmeraldas y amatistas, guardianas de los venenos que encualquier instante tendría que absorber.
Y no se piense que sucomercio sexual se limitó al tan repetido de los hombres. Se casóvarias veces, por razones de estado, por capricho, por amor. Su primercasamiento, en 219, lo unió a Julia Cornelia Paula, de prosapiailustre, a quien repudió el siguiente año con el pretexto de que loofendía un lunar que tenía en el torso. Luego cometió el sacrilegio —atales extremos alcanzaba su manía religiosa— de urdir su boda con lavestal Aquilia Severa, cuando es resabida la intocable condición deesas vírgenes, y argüyó que lo hacía con la certidumbre de que loshijos (que no los tuvo) de dos seres tan sagrados poseerían un carácterdivino. Conviene recordar aquí que Nerón obligó a las vestales—sacándolas de la improfanable casa donde siete doncellas ocupabanochenta y cuatro habitaciones— a participar de las comidas de losatletas, y que violó a la vestal Rubria; y recordar asimismo queCa-racalla mandó perecer a cuatro, tras esforzarse por corromper a una.En Roma, ni vestal se podía ser tranquilamente. También repudióHeliogábalo a su casta abadesa (era la superiora), para contraerenlace con Annia Faustina, emparentada con Marco Aurelio, para locual borró de este mundo a su esposo, Pomponio Basso. La repudió, segúnsu costumbre, y volvió a la perpleja vestal. Y muchas, muchas mujeresanduvieron por su revuelto tálamo, procedentes, sin duda, de losbanquetes en los que convocaba a las meretrices de Roma. Es fama quecon cada una cohabitó una sola vez, no así con sus señoras soidisantlegítimas, como buen marido. Por lo demás, la preocupación que leocasionaba el sexo llamado débil —obsesiva en quien se había criadobajo la influencia de un manojo de ricas hembras acechantes— seconcretó en el hecho de haber conducido a su madre al senado, casoúnico, y de haber constituido un vocinglero senado de mujeres,presidido por Semias, que debatía cuestiones de etiqueta y de ropajesfemeninos. Tanto los asustó a los patricios la novedad que, después dela caída de Heliogábalo, ordenaron que ninguna mujer volviese a pisarsu recinto varonil. Lo cierto es que él no se sentía seguro si no teníaa su abuela al lado —suponemos que en las orgías no... aunque ¡quiénsabe!— y con ella se mostraba en las grandes ceremonias. Si la hubieseescuchado, si hubiese escuchado a la maquinadora de su imperio, a lafraguadora de la paternidad de Caracalla, a la siria esculpida enpórfido, diversa hubiera sido su suerte: pero se negó a escucharla. Loahogaban el orgullo; los interesados consejos de los parásitos; suinexperiencia de soledoso sacerdote de lo absurdo; su desorientada,desbocada juventud; su absoluto poder.
Empero, es indiscutible quecon los hombres se entendía mejor, desde todo punto de vista. Entrelos que integraban su pandilla entrañable, la de los "maestros devoluptuosidad" —por recordar a Tiberio—, distribuyó prebendas pingües,teniendo en cuenta el mérito físico y desdeñando las exigencias de laidoneidad burocrática. Conmovió a la opinión austera, designando aEutiquiano prefecto del pretorio, prefecto de la ciudad y cónsul; albarbero Claudio, magistrado para la provisión de víveres; al cocheroGordio, capitán de los centinelas nocturnos; a un bailarín y actor,capitán de la guardia pretoriana; confió a un muletero, un cocinero yun cerrajero, la administración del impuesto a la herencia; a Zótico ledio carta libre, como intermediario con los pedigüeños, y el favoritosupo explotar la sinecura. Dijérase que, fuera de su Piedra Negra,nada le importaba, ni siquiera, en el fondo, las eróticas alegrías. Enlo pertinente a la Piedra, sí actuaba con sumo cuidado y recelo. Esemonoteísmo acendrado, ese afán de subordinar el mundo infinito a unimpenetrable mineral, es el que sugirió a Antonin Artaud calificarlo deanarquista: Héliogabale ou l'anarchiste couronné. Sostiene,ingeniosamente, que poseer el sentido de la unidad profunda de lascosas, es poseer el sentido de la anarquía, y del esfuerzo que esmenester cumplir para sujetar las cosas, cons-triñéndolas a la unidad."Quien posee —dice— el sentido de la unidad, es dueño del de lamultiplicidad, de ese polvo (cette poussière) de aspectos, por loscuales hay que pasar para reducirlas y destruirlas." Y añade que fue unanarquista nato, un enemigo público del orden, elaborador de una ideametafísica, superior, del orden, que lo movió a humillarse,prostituyéndose, lo cual implicaba la humillación de su investidura deemperador. "Il bouscule l'ordre reçu, les idees, les notions ordinairesdes choses. II fait de l'anarchie minutieuse et dangereuse, puisqu'ilse dé-couvre aux yeux de tous." ¿Habrá sido Heliogábalo capaz de tanto,de un plan de aniquilación tan sutil y complejo? ¿Para eso vino deAsia? ¿Daría su inteligencia de muchacho hasta ese límite? Artaud es,sin vueltas, inteligente, pero ¿lo habrá sido Heliogábalo? No fue unloco —nos repite Artaud-—, sino un insurrecto. ¿Un anarquista?Quizás... mas si es arriesgado seguir a Lampridio en su derrotero deexageraciones, no lo es menos acompañar a Artaud.
Ciñéndonos a laexposición de los hechos, es fuerza consignar que si casó con tresmujeres, también casó con un hombre y acaso con dos. Esto no sedistingue con claridad. Ignoramos si la bufa ceremonia nupcial loenlazó con Zótico o con Hiérocles, o con ambos. Imitaba a Nerón;caricaturizaba a Adriano. Y el tiempo corría; el tiempo, que había quebeber a largos sorbos, como un néctar espeso y embriagador.
Notodas fueron fiestas, durante su fugaz dominio; no todo lo que secuenta —reiteramos— verdad. Ya citamos a Lampridio, cuando expresa queciertos detalles referidos a su reino son increíbles. Añade esteobstinado maldiciente, que le parece que algunos pormenores fueronimaginados por quienes quisieron tornarlo odioso para agradar aAlejandro Severo, su primo. Ahí se perfila, nítidamente, la madre delborrego: "para agradar a Alejandro"; para adular al puritanoAlejandro; para subrayar la esencial diferencia que existía entre surigorismo y el anárquico desbarajuste de su antecesor; paraconfirmarle —acumulando horrores, fuesen o no auténticos— que él nadatenía que ver, pese a la comunidad de la excitada sangre siria, de lacual renegaba, con el aborto, con el engendro que lo precediera. YHeliogábalo realizó obras buenas, no obstante su proclamada turpitud;obras cuya lista inserta en su crónica el acerbo Lampridio. En menosde tres años, además de levantar los templos puestos bajo la invocaciónde la Piedra, reconstruyó el teatro Flavio; llevó adelante los bañospúblicos del barrio Sulpicio; completó —como Alejandro Severo— lasamplias termas de Caracalla. Sofocó las rebeliones de la III LegiónGálica (a la que adeudaba mucho), en Siria Fenicia, y la de la IVLegión Escita, en Siria Coele.
Pero, colocados sobre los platillosde una balanza justa, más pesaban sus errores y arbitrariedades que suséxitos. Lo advenía la sagacidad de su abuela; lo usufructuaba laambición de su tía, la madre de Alejandro Severo; lo ignoraba lasuperficialidad de su madre. Dentro de su propio palacio, se tramitó laconspiración que debía derrocarlo. Su abuela y su tía mancomunaron susintereses. Buscaba la primera, esencialmente, salvar a la dinastía y,con ello, a ella misma salvarse; si no era la abuela de un emperador,lo sería del otro; lo fundamental consistía en seguir siendo laaugusta, en no perder su posición. Y se moría la segunda por ver a suhijo en el trono. Abandonada, fluctuante entre las dos, la progenitoradel Sumo Sacerdote, Semias, la frágil, inconsistente Semias de bonitacabeza de pájaro, cambiaba de amantes, refugiando su debilidad en elfalso auxilio cotidiano de unos brazos recios, de unos pechos velludos.Y Heliogábalo no contaba con más socorro que el que podía brindarle sudios, una piedra caída del Cielo, negra, ciega y muda. La Piedra decorazón de piedra le falló cuando más la necesitaba. Le fallaron losdioses cautivos que la rodeaban como palaciegos furiosos, sediciosos,infieles, en la penumbra del santuario. Quizás esos dioses aprovecharonlas circunstancias y decidieron vengarse de la esclavitud infamante aque los había sometido. Vesta, la serena diosa itálica cuyo fuegomantenían las vestales; la semítica Astarté —la Urania de Cartago—;Palas Atenea, Diana y los restantes, sumaron sus truenos, sus rayos,sus imprecaciones, en el ansia de abatirlo. Era demasiado para él,para su flaqueza: las potencias sobrenaturales se aliaban con loshombres, en contra suya. Y sacrificaron juntos al niño de ojos pintadosque bailaba como un derviche, esperando que le fuera propicio un trozode estrella fugaz.
Comenzó el ataque con la jugada de las dosmujeres adversas, la abuela y la tía. Julia Mesa convenció a su nietode que debía adoptar a su primo y proclamarlo César, sacando partidoasí, con el objeto de asegurarse el trono, del prestigio de que gozabaéste entre los soldados. Heliogábalo, a los tirones, accedió, yAlejandro fue ungido, pero pronto se arrepintió el emperadorveleidoso. Lo irritaba que, cuando entraban en algún sitio, losaplausos y los vivas correspondiesen a Alejandro. Eso lo entiendecualquiera. Lo alejó, pues, despojándolo de su título, decisión que elsenado acogió "con un llamativo silencio". Agraváronse las cosas, yHeliogábalo, solicitado a derecha y a izquierda por sus temerososamigos, se propuso eliminar al asociado César, que no lo era ya, acuyo efecto contrató unos asesinos. Ahí se le fue la mano. Se encerróen el Hortus Spei Veteris, donde estaba el segundo altar de la Piedray, dejando a las princesas en la mansión imperial, ordenó que matasenal príncipe que le robaba el favor del pueblo. Simultáneamente, mandóque raspasen su nombre, testándolo de las bases de las estatuas que lehabían erigido. Esto irritó a la alertada tropa, que se llevó alcampamento a Alejandro, su madre y su abuela, y los colocó bajo suprotección. Luego, seguidos por Semias, loca de miedo, que acaso habráquerido ejercer sobre ellos una seducción que ya no funcionaba, lospretoñanos se encaminaron al Hortus donde Heliogábalo preparaba unacarrera de aurigas, con sus preferidos, mientras aguardaba la noticiade la muerte de Alejandro Severo. El prefecto Antoquiano y un puñado deleales los sosegaron, dentro de lo posible y el propio Antoquiano setrasladó al reducto de la demás familia, en el Campo de Mane de lascohortes, con el propósito de tratar con el tribuno Aristomaco sobre lasuene del emperador. El tribuno y su hueste ofrecieron respetar suvida, a cambio de que se separase de sus áulicos excéntricos, de queredujese su tren y no atentase más contra su primo. Era tarde paraintroducir reformas. Aunque Gordio, Hiérocles y Missimus fueron sacadosdel Hortus, y Alejandro entregado a la garantía de los prefectos,Heliogábalo, trémulo de despecho y de cólera, sin percatarse de lagravedad de la situación, pidió que le devolviesen a Hiérocles ycontinuó persiguiendo al César. A Alejandro y a él les tocabacomparecer en público, como cónsules, el 1a de enero de 222, y elrefunfuñante Heliogábalo se negó a hacerlo. Entonces dio pruebas de untotal extravío. La muerte de Alejandro, que sólo tenía doce años,constituyó su porfía incorregible. Lanzó la absurda orden de que lossenadores —entre los cuales se hallaba el gran jurisconsulto Ulpiano—abandonasen Roma en seguida, a fin de que luego de suprimido supariente, no le impusiesen otro molesto partícipe de la púrpura.Aquello fue el desborde. Viose partir de la capital a los ancianospatricios, sin sus literas, en bestias alquiladas o a hombros deesclavos, en un revuelo de insuficientes equipajes y en medio delllanto y del estupor. Para más, el sacerdote de la Piedra Negra,agitando histéricamente los brazos cubiertos de brazaletes sonoros,dispuso la arrestación de los soldados que habían demostrado excesivainclinación hacia el otro César. No lo soportaron éstos, y el 11 demarzo de 222 —cuatro días antes de los idus fatales al divino Julio—,invadieron sus jardines. Heliogábalo se había escondido dentro de uncofre, o en una letrina. En uno u otra lo descubrieron, junto a sumadre que lo abrazaba desesperadamente. Los acuchillaron a ambos; lescortaron las cabezas y arrastraron sus cuerpos por las callesclamorosas de Roma, entre los denuestos de la muchedumbre que escupíalos despojos... la misma muchedumbre que había sembrado de guirnaldasesas calles, casi tres años atrás, cuando Heliogábalo entró en lametrópoli. Llegados al puente Emiliano, les ataron pesas y losprecipitaron al Tíber. Con ellos perdieron la vida Hiérocles, AurelioEbrílo, Missimus y Fulvio, compañeros de regocijos y banquetes, ídolospopulares, los días en que pasaban con sus carros veloces, sueltas lascabelleras al viento, en el circo.
¿Habrán atisbado la tragedia,apenas ocultos en una casa próxima al Tíber, Julia Mesa, Julia Mamea yel pequeño Alejandro Severo? ¿Habrán visto desde allá desaparecer losrestos del amo del mundo, descabezados, despedazados, encadenados,manejados con ganchos y hierros, como si fuese una sangrienta res?Desapareció conjuntamente la Piedra Negra, que devolvieron a Siria yde la que nunca más se oyó hablar. El emperador-pontífice, cuyaincomparable hermosura estremeciera a las legiones y las condujo a laguerra, prontas a perecer por exaltarlo, y el dios misterioso de susmayores, ante el cual los demás dioses torcieron la altanera cerviz ydoblaron las rodillas de marfil y de oro, se esfumaron a un tiempo, enla niebla del crimen y del exilio. Al uno lo ultimaron como un felinorabioso; a la otra la echaron como a una ramera. Dieciocho años contabaHeliogábalo, Padre de la Patria; y la edad de la Piedra de Emesa seextravía en la oscuridad de los milenios, pero ambos corrieron unasuerte similar, expulsados de sus palacios y de sus templos, por lagente cuya sangre fluía en las venas del príncipe y nutría loscimientos de su dios.
Alejandro Severo, el probo, el rígido, elmoderado, el benévolo, el filósofo ejemplar, aquel cuyo lararium noadmitía a la Piedra Negra de sus antecesores, pero acogía a lasimágenes de Apolonio, de Alejandro Magno, de Cristo, de Orfeo, deAbraham, de Cicerón, de Aquiles —el que, al revés de su primo, aspirabaa quedar bien con todos—, gobernó a Roma durante catorce años, hastaque murió asesinado por sus tropas. Heliogábalo y él —un sirio que nodespreció su origen, sino se enorgulleció de su raza, y un sirio quese esforzó por hacerla olvidar— alcanzaron el término de sus vidas comocorrespondía a dos típicos emperadores romanos, destrozados por lasoldadesca cuyo antojo servil les regaló el triunfo y la muerte."

 
XV

AQUILES EN LA ISLA DE LAS MUJERES



Hallábasemi amo entregado a la tarea de las lecturas y anotaciones que tuvieronpor desenlace la biografía de Heliogábalo, cuando desde Buenos Airesle hicieron llegar el anuncio del envío de la estatua de Aquiles.
Esanoticia le dio tanto placer, que lo distrajo de una investigaciónabsorbente. Durante días, lo vi abandonar sus cuadernos, para dirigirseconmigo hasta el paraje de la Via Appia donde planeaba ubicar laescultura, en un recodo en el cual la fronda intensifica su verdinegratrabazón. Ibamos allá, y quedábamos largo rato, sin más compañía queel canto de las ranas, en el lago vecino —el lago de la prometidaOfelia de plástico material—; el canto de los grillos ocultos doquier yel de los pájaros múltiples, cuyas voces diversas, melodiosas, agudas,monótonas o chirriantes, había querido enseñarle a distinguir alEscritor (inútilmente) un pasajero del hotel de Miss Noli, empleado decomercio próximo a la jubilación, que imitaba trinos y gorjeos conaplicada y conmovedora exactitud. También nos dirigíamos allí alanochecer, para valorar el juego probable de la claridad de la Lunasobre ese mismo y escondido lugar. Los viejos sauces, quebrados pornumerosas tormentas y convertidos en enormes arañas violáceas,toleraban apenas el paso de los rayos que a cuanto tocaban infundíanuna inquietante condición espectral, y entonces se sumaba al coro delos batracios y los grillos —suprimida la afinación pajarera— elrápido batir de alas de los murciélagos, que añadían a la hermosura delsitio literarias alusiones tenebrosas. Regresábamos al caserón, en cuyaterraza nos acogía, por poca que la brisa fuese, el delgado tintineo delas campanitas de Hong Kong que cuelgan del álamo carolino. Sentábasemi amo a escuchar algún disco, conmigo a su lado, preferentemente unamúsica cortesana, Bach, Ritter, Vivaldi o Pergolese, y yo me entreteníaobservando cómo lidiaban para apoderarse de la pantalla de su mente lasimágenes modeladas por Aquiles y por Heliogábalo. A menudo, en esasocasiones, el conocimiento adquirido por mi señor acerca del héroe dela guerra de Troya, cuando proyectaba escribir su novela sobrePatroclo, desplazaba tan totalmente al juvenil emperador romano, quellegué a sospechar que abandonaría, una vez más, el tema propuesto, ytornaría al que antes soñó, pero al verlo, a la mañana siguiente,nuevamente inclinado, lista la pluma, sobre los textos de Lampridio, deSuetonio, de Apuleyo y de Lambertz, debía convenir yo en queHeliogábalo seguía al frente de la intelectual carrera, en su carroimposible tirado por mujeres desnudas. Sin embargo es cierto queAquiles lo atribuló sobremanera, mientras aguardaba, nervioso, suarribo. Tanto es así que hizo a un lado los citados textos, para volvera leer el poema inconcluso de Estacio, de Publius Papinius Statius, la"Aquileida", que narra la permanencia del amigo de Patroclo en la islade Skiros.
El Escritor no recordaba bien a la estatua de Aquiles.Había pasado delante de ella en incontables coyunturas, sin detenersedemasiado. Usufructuaba, dentro del jardín de sus suegros, un ánguloumbrío, junto a las sobras de la pérgola, y tanto habían crecido entorno las enredaderas y las hierbas locas, tapizándola, cobijándola yentoldándola, que sus formas desaparecían en la hojosa urdimbre. Sabía,eso sí, que representaba a Aquiles en el País de las Mujeres, "Achuleau Pays des Femmes", y su memoria se esforzaba por reconstruir lafigura de clásica cabeza adolescente, cuyo casco emplumado y la espadaa medio desenvainar creaban un curioso contraste con su ropajefemenino. Hasta tenía presente que una tarde había descifrado, en subase, el nombre del escultor y una fecha del siglo XVII, pero ambosburlaban a sus reminiscencias. Era, evidentemente, una estatua de laépoca de Luis XIV, original o reproducción, y esa certidumbre loimpulsó a hojear los libros de su biblioteca vinculados con Versalles,esperando encontrarla allí. El éxito coronó sus intuitivos afanes. Enun fascículo de la "Encyclopédie par l'Image" de Hachette, consagradoa ese palacio, que conservaba desde niño, topó con la fotografía deuna composición igual, erigida entre los doce mármoles que flanquean,separados por esbeltos jarrones, el Tapis Vert, actual espacio deancho césped, pavimentado en tiempos del Rey Sol para la evolución desus carrozas. Pese a la pequenez de la foto, apenas mayor que unaestampilla, verificó que se trataba del mismo personaje, "Achule aScyros", y que su autor —según la Enciclopedia— fue Vigier, pero pormás que buscó y rebuscó referencias sobre ese artista, en diccionariosy obras especializadas a su alcance, no halló nada útil. Resolvió,pues, aguardar a que la escultura diese término al arduo viaje quesepara a Buenos Aires de la quinta, para comprobar la conformidad delnombre, que él imaginaba, en la base de la obra del jardín porteño, máslargo. Transcurrían los días y Aquiles no llegaba. Tenía conciencia miamo de las dificultades inherentes a su desplazamiento. Varios hombresdeberían sumar sus músculos, cavando con cuidadosa solicitud, paradesenterrarlo del suelo que le servía de antigua cárcel; luego lotrasladarían, como pudieran, a un camión; lo embalarían, a fin deevitar que el brazo, el arma o las plumas se quebrasen; y recorreríael complejo itinerario, atravesando provincias, con la Via Appia delquintón por meta última. Y aunque al Escritor no se le escapaban tantosy tan fieros engorros, la noción de sus peligros y la angustia frentea una posible catástrofe lo ponían algo histérico, y en consecuencia lodistanciaban de Heliogábalo César, pues cada mañana, cada tarde y cadanoche se deslizaban despacio, con su carga de inquietud, tan pesadacomo la materia con la cual se confeccionó al propio Aquiles depiedra, mientras mi señor se representaba a la alta y noble figuracruzando la República Argentina, por llanos y por montes, en actitudtriunfal pero con temibles vibración y balanceo, parándose cuando asílo exigiesen la sed y otras lógicas necesidades de sus portadores, paradespués reanudar la resoplante marcha. Con el objeto de desviar suatención de esa congoja y paralelamente de prepararse a recibir alhuésped como correspondía, ocupóse el Escritor de establecer, merced ala ayuda de Publius Papinius Statius y de otros autores, lascircunstancias que obligaron al héroe a adoptar un atuendo mujeril másdigno de Heliogábalo que de aquel que en la "Ilíada" llaman "ligero depies", "famoso por su lanza", "destructor de filas de guerreros" y "deánimo de león". Esta es la historia.
Aprestábanse ya los cabeceantesnavíos de Grecia a zarpar en pos del robador de la mujer del Atrida,cuando entre sus jefes cundió la certeza de que sólo Aquiles podríaotorgarles el triunfo; sólo él, semilla de dioses, adiestrado en laáspera escuela de un centauro, sería capaz de vencer a Héctor, elformidable. Pero nadie sabía dónde estaba el adolescente de brazofirme. Sabíase que no se hallaba ni en la corte paterna de Peleo, nien la caverna de su maestro, el centauro Quirón. Lo que se ignoraba esque su madre, Tetis, lo había sacado de ese refugio, para esconderlo.Habían alcanzado a sus oídos, en el fondo del mar, las noticias de quela flota perseguía a su hijo, ávida de que la guiara a la victoria, yen vano, rodeada por sus hermanas espumosas, loca de terror de que susangre se perdiera en la lucha —pues Aquiles era vástago de un mortal ysu talón encerraba el secreto de su flaqueza—, rogó a Egeo quehundiera las naves argivas antes de partir. El monarca marino cuyasbarbas chorreaban peces, se negó a secundarla, y es justo que lohiciera. Auténtica madraza, Tetis carecía del sentido de laproporción, cuando su sangre estaba en juego, cosa que a las madrescaracteriza. Entonces la nereida, rechazada por su líquido aliado,resolvió valerse de sus propios recursos y sumó la femenina astucia ala náutica ciencia. Nadó, con campeona celeridad, hasta las riberas deTesalia, donde la roca habitada por el centauro sostenía el volumen delmonte Pelión. Aquiles había salido de caza, como siempre, y la ninfaaprovechó su ausencia para convencer al viejo semicaballo y semihombre—que ocupaba su ancianidad en las tareas profesorales, el contactocon la lira y la cosecha de hierbas salutíferas— de que necesitaba a suhijo, a quien, inventó, debía llevar a purificarse y ofrecersacrificios en el lejano océano. Procedió Quirón como cuadrúpedo, yaque no le pasó por la humana cabeza la idea de que Tetis urdía unatrampa, y accedió a sus mentidos propósitos. En eso regresó Aquiles,sudoroso y bello. Hubo abrazos; hubo lágrimas; hubo lira; hubo banquete(nunca faltan los banquetes en las historias griegas); hubo sueño, yAquiles, enlazado al cuello del monstruo, según su cariñosa costumbre,se quedó dormido. Entretanto, en la playa, Tetis se devanaba losacuáticos sesos, indagando el paraje que más convendría paraocultarlo. Su imaginación desechó muchos lugares, por obvios, y al findecidió exportarlo a la isla de Skiros. Reinaba allá Licomedes,príncipe caduco, en medio de sus numerosos hijas vírgenes. Todo eracuestión de disfrazar al muchacho con doncelliles ropas, y dedisimularlo entre ellas, como una damisela más, en un sitio dondeencontrarlo superaría las dificultades —por no echarse a fraguar,tontamente, imágenes nuevas— de hallar una aguja dentro de un pajar.Usando sus recursos sobrenaturales, convocó a una pareja de delfines;les puso freno y bridas y se lanzó con el dormido Aquiles, rumbo aSkiros. El Escritor ha avistado esa isla de las Espórades, cuandoviajaba, años ha, hacia la península del Monte Athos. Recuerda el fatalrolidb de la embarcación y el olor a brea y comida de su camarote, y noduda que el tanguear de los delfines y el aire egeo habrán sido másamables, porque de lo contrario no se explica que Aquiles continuasedurmiendo, hasta que su madre lo depositó sobre las conchas yguijarros que regía el inofensivo Licomedes. Despertó el amodorrado, yla ninfa consideró ineludible el momento para revelarle su plan. "Seacercan —le dijo— tiempos terribles, y tu vida es objeto de acechanzasgraves; tengo que protegerte y tú tienes que auxiliarme, pues si teretiraras de la vida, niño mortal, no me consolaría nunca. Somete,pasajeramente, tu coraje viril, y no desprecies usar la salvadoravestidura materna." En apoyo de lo que sugería, citó modelos enresbaladizas circunstancias: Hércules, Baco, Zeus y el equívocolapita Ceneo, de sexo versátil. Juró, además, que Quirón no iba asaberlo jamás y que, una vez transcurrida la guerra, el mozo volveríaincólume a la gruta del centauro. La hombría de Aquiles se rebeló.¿Para eso, para terminar vistiéndolo de señorita, le habían dado unaeducación tan buena? ¿Para eso había aprendido a destrozar osos,jabalíes, tigres y leones? ¿Para eso le habían enseñado a manejar lajabalina y la lanza, a galopar tras una flecha y a luchar con loslapitas? ¡Ah no! ¡Absolutamente no! ¡que su madre llorara cuantoquisiese! Él regresaba a Tesalia y a soñar sobre el pecho compacto deQuirón. En esa ocasión ordenó el azar oportuno que las niñas deLicomedes descendieran a la playa, sacudiendo ramas y flores. Eranhermosísimas; una, Deidamia, eclipsaba al coro con su encantoperegrino. Verla Aquiles y enamorarse de ella, fue asunto de uninstante. Así son los héroes, rápidos y seguros; inconscientes también.No se le hurtaron a la ducha Tetis los síntomas de la súbita pasión, ylos explotó al punto. Alzó los mojados brazos, dibujando con ellos lasilueta de la lira centaura, lo que intensificó el fluir del caudalemotivo del joven, e insistió sobre los beneficios de su propuesta."¿Y qué? ¿mezclarte con este dulce grupo y convivir con él es algo tanmolesto? ¿en qué recoveco del Pelión, poblado de fieras, descubriríasnada semejante? ¿no vale la pena, a cambio de participar de los juegosde unas beldades, mudar los hábitos, y no me refiero, por cierto, a lasvaroniles costumbres, que eso me disgustaría, sino a la indumentaria?Las modas varían, Aquiles —profetizó acertadamente—; el que hoy estraje de mujercita, mañana puede serlo de hombre, y al hombre se lodistingue por algo más interior y permanente que el superficialvestuario." Ya no necesitaba porfiar la nereida; había ganado elpleito o, más bien dicho, lo había ganado Deidamia. Hádasele agua laboca a Aquiles, hijo del agua, ante la perspectiva de permanecer juntoa la joven, sin importarle cuál fuese su atuendo, masculina desnudez ofemenino frunce, y toleró no sólo que la jubilosa Tetis le ciñese lasprendas detestadas, sino que afinara sus brazos musculosos; que domarasu cabellera; que colocara su propio collar en el pecho adorado y queenlazara sus pies con preciosas cintas. Aun más, le permitió mostrarleel modo de caminar, los movimientos, el modesto lenguaje de unahembra. Apunta Estacio que no fueron menester superiores esfuerzos paralograr la metamorfosis, "porque en él una gracia encantadora se unía auna fuerza invencible". Y mientras se operaba la transformación veloz yla acelerada instrucción correspondiente, Aquiles miraba a Deidamiacon un ojo y con el otro a su madre. Así preparado el doncel, Tetis seaproximó a Licomedes, honrado por la celestial visita. Le dijo que leconfiaba a la hermana de Aquiles, tan parecida a su hermano, y le rogóque la acogiese con bondad, pues a semejanza de las amazonas preferíael carcaj a la rueca y descartaba la ternura probable del himeneo. Quesus hijas le enseñasen a la sargenta las artes de la cestería, delbordado y del tejido; que participase de sus danzas, oraciones yretozos; presto olvidaría las palestras y su gimnasia. El rey aceptóla comisión delicada; es peligroso negarse a los deseos de los dioses;y al fin y al cabo se trataba de regenerar inclinaciones pocorecomendables. A Deidamia y las demás, las fascinó su flamantecompañera, tan alta y tan bien construida. Pronto se la vio sobresaliren los bailes y en los desfiles con guirnaldas, y Tetis, aunquegemebunda, pudo irse en paz. Corrió el tiempo y Deidamia y su nuevaamiga fueron inseparables. Hechizaban e inquietaban a la niña lascaricias de su adquisición; el entusiasmo con que le refería, cuerdasen mano, las proezas de Aquiles; los besos con los cuales sellaba suscanciones. Ese vínculo, esa intimidad, eran mil veces preferibles alos que mantenía con sus hermanas. ¡Qué rara y cosquilleante desazón!Lástima que la hermana de Aquiles no fuese su hermano, pero no sepuede tener todo en este mundo, y menos en la isla de Skiros. Losrozamientos, los arrumacos y las ternezas subieron de punto, hasta eldía en que Deidamia palpó la verdadera condición de su bonita camarada.Era tarde para retroceder; la lira cayó de sus manos; cayeron el husoy los vellones; también las iguales ropas; y entonces se apreció, a laluz, la diferencia esencial que separaba a las entrañables y que debíaanexarlas estrechamente. El resultado se llamó según unos Pirro y segúnotros Neoptólemo. Consiguió cumplir su evolución en el maternoclaustro, sin que descubriesen el proceso las muchachas circundantes—y eso asombra, dada la levedad translúcida del atavío de entonces—,gracias a la manga ancha de una nodriza. Mientras tanto, proseguían losaprestos de Agamenón y de los príncipes. "Los bosques estaban en elmar; las encinas cortadas asumían la forma de las naves; los árbolesmenudos, la forma de remos." Nadie lo expresará mejor que Estacio. Y elejército no disponía de más pensamiento que el de Aquiles ausente.Utilizando el recurso de la videncia, al que se ha acudido, en todoslos tiempos de la Historia, cuando ya no había nada que hacer, losgriegos consultaron a Calcas, el oráculo. ¿Dónde estaba Aquiles?¿dónde, en aquel mundo tan pequeño y sin embargo tan grande, seencubría y soterraba? El adivino desarrolló los habituales ritos ypases; se alimentó de sacras tinieblas; hizo aletear los párpados sobrelos ojos sangrientos; expulsó por sus orificios espuma y otrosmateriales; y por fin pescó a Tetis, estafadora de su hijo. "Te veo—mugió— a través de las altas Cicladas, trastornada y buscando unaribera para tu hurto vergonzoso. Ya está: ha escogido por cómplice a latierra de Licomedes." Había acertado bastante mejor que muchascartománticas y quirománticas de trascendentes honorarios. En posesiónde tan principal referencia geográfica, determinaron los de la casa deAtreo destacar a dos señores responsables, a fin de que trajesen alsalvador Aquiles, y la elección recayó sobre Ulises y Diomedes, quienesde inmediato se hicieron a la mar. Eligieron bien. De camino, en lospuertos, el rey de Itaca se distrajo regateando chucherías en losmercados. Diomedes lo acusó de frivolidad. ¿Para qué esos afeminadostirsos, esos címbalos, esos tamboriles de bacantes, esas coronas, esaspieles de gamo tachonadas de oro? Ulises no atendió sus protestas. Eraevidente que, en momentos en que se alistaban a intervenir en la guerrade Troya, no había surgido en su ánimo la tentación de coleccionar artepopular, como tantos contemporáneos nuestros, ya que es la más baratade las colecciones. Zozobras más austeras lo alborotaban, y ello seadvirtió cuando añadió algunas armas ricas al lote. Cargados con él,desembarcaron en Skiros. Luego de la visita de Tetis, ésta de los reyesde Itaca y de Argos era la más importante que había recibido Licomedesen largo tiempo, y eso regocijó al anciano, que suspiraba por lasociedad distinguida y sólo compartía la tertulia de sus hijasmonocordes, princesas pero de entre casa. Los reyes no bajaron juntos,con la onda a la rodilla; Diomedes quedó en el navío, pronto paracumplir las instrucciones de su coembajador. El prudente Odiseo declaróal monarca de Skiros que el motivo de su viaje era inspeccionar losalrededores, las playas enemigas de Troya, y apreciar lospreparativos. Simultáneamente, rodaban sus ojos sagaces por la sala dela imprescindible comilona, detectando, entre las muchachasarracimadas en su honor, a Aquiles travesti. Ni rostros, ni senos, nicaderas, ni cinturas, ni manos, eludieron el escrutinio del conocedorcon mundana experiencia. ¿Sería Aquiles esa espléndida mujer, esa rubiasensacional? ¿Sería aquella otra? Teatralmente, apareció el rey deArgos, domador de corceles. Lo hizo bajo el aspecto de un honradomercader de barba postiza, y Ulises había anunciado su presenciapróxima, como una diversión más. Acompañábanlo esclavos con cajas yfardos. En breve, esparcióse su contenido sobre los tapices, y alinstante se perturbó la pajarera femenina. Habrá sido cosa de admirarsey espantarse el arrebatar de telas y abalorios. Así se acaloraban yavispaban las indias (y los indios), en la época de Cristóbal Colón,cuando los vidrios de colores ganaban sus inocentes voluntades.Piando, cloqueando, quiquiriquiando, arrullando, escarbando,revoloteando, disputábanse los adornos brillantes. El único, Aquiles,ceñuda la frente bajo las rosas, honestamente dispuesto el vestido decoqueto corte, se mantuvo aparte. ¿Debía continuar desempeñando supapel hasta ese extremo, para hacer feliz a su progenitora? ¿Nobastaban los tejidos y zurcidos, las cestas trenzadas, el enhebrar dedijes, las coreografías con flores? ¿También tenía que proceder con laangurria propia de una mujer en un bazar, en una liquidación? No; erademasiado; de suerte que se eclipsó detrás de una columna, rumiando subochorno de estar emperifollado como una dama aspirante a novio,frente a la militar magnificencia de Ulises. Entonces este últimoesbozó una señal a Diomedes, y el rey de Argos arrojó en medio de laferia y de sus desordenados y desgarrados elementos, las armas: laespada, el casco, el escudo. Los metálicos golpes, belísonos comotoques de trompa castrense, amedrentaron a las vírgenes, queretrocedieron con mohines de disgusto. Y Aqui-les, resplandeciente comoun astro, Aquiles, "destructor de filas de guerreros", se adelantó enel ancho espacio vacío. Encasquetó el casco, abrazó el escudo,desenvainó la espada. Es el momento espléndido fijado por el escultoren la estatua que alguna vez, cuando Dios lo quisiera, llegaría a laquinta. Reconocido y palmeado, toda la intriga se aclaró en segundos.El atónito Licomedes adquirió en instantes un yerno y un nieto.Trajeron al infante Pirro y lo festejaron. Dióse a conocer Diomedes, yla asistencia de un rey más a la reunión calmó algo al ofendidosoberano de Skiros, padre de una joven reprochable. Lagrimeó Deidamia,ante la inminencia de que su amado la dejase. Quiso partir con él aTroya; revestir a su turno una coraza de hombre. Pero no hubo caso,Aquiles ya estaba lejos. Ya hinchaba los bíceps; ya sacaba pecho; yale brotaban pelos en la cara y en las piernas. Zarparon al díasiguiente. Desde una elevada torre, agitando gasas, las mujeresotearon los velámenes que enorgullecía el viento. Deidamia bañó con sullanto al niño; llamó, clamó. Sólo las olas impasibles le contestaron.Alejáronse los héroes, y la corte de Skiros recuperó su tono y su trende siempre: las fiestas, los juegos, las ceremonias en torno del altarde Palas, la cestería, la fabricación de collares y de cinturones.Licomedes aguardó en vano nuevas visitas. Tuvo, eso sí, muy abiertos loojos, cuando le presentaban a una extranjera de recia facha. Y Aquiles,en Ilión, se enojó, se desenojó; mató a Héctor; amó a Briseida y aPatroclo; no mencionó nunca su ambigua estada en la Isla de lasMujeres; y se sobresaturó de homérica gloria.
 


XVI

PANTOMIMA MUSICAL DE AQUILES



Mientrasdesamparaba a Heliogábalo por Aquiles, torciendo el curso de susinvestigaciones históricas, topó el Escritor con una referencia que lohizo soñar. No le demandó su acierto una investigación erudita. En eladorable "Gran Dictionnaire Universel" de Pierre Larousse, que heredarade su padre, cayó bajo sus ojos el antecedente de que en 1735 y en laAcademia Real de Música de París, fue estrenada una ópera de AndréCampra, director de la capilla del rey Luis XV, con versos de AntoineDanchet, autor de tragedias mediocres, titulada "Achule et Déidamie".Mi amo comprobó que ese año fue, precisamente, el de la primerapresentación de las famosas "Indes Galantes", que el Teatro de laÓpera de la Ciudad Luz reitera con chauvinista asiduidad. Infirió—quizás equivocadamente— que debía existir un parentesco estético entreel "ballet heroico" de Rameau y la obra de Campra, y desde entonces seentregó a la literaria complacencia de imaginar un poema dialogadopuesto en música, que tendría por personajes principales al hijo deTetis y a la hija de Licomedes, pero muy emplumados y cubiertos deencajes y muy apoyados por coros, pantomimas y sutiles instrumentos decuerdas, quienes evolucionarían entre telones y falso musgo. En esoestaba, lejos de Heliogábalo, de su orgullo y su miseria, cuando desúbito le anunciaron la llegada de la escultura.
Llovía esa mañanade verano —lo recuerdo bien— a torrentes. Pese a ello, mi señor y yonos asomamos a la terraza de los bustos, para valorar el arribo delenorme y rojo camión en cuya caja viajaba Aquiles. Metí mi hocicoisósceles y mis erguidas orejas isósceles en el hueco de losbalaustres, junto al mármol de Jean Rotrou, y vi avanzar el vehículopor la calle que flanquean los frondosos álamos de la Carolina y quelavaba la lluvia. El Escritor, apoyado a su vez en el busto de Rotrou,saludó a Aquiles con los dos únicos versos que retenía del poeta deRichelieu y que venían casi al pelo:
"Cherchez-vous des clartés dans les nuits d'un jeune
[homme Que le repos tourmente et que l'amour consommé?",
y, obedeciendo a una deformación profesional, los tradujo mentalmente en alejandrinos:
"¿Perseguís claridades en las noches de un joven que atormenta el reposo, que consume el amor?"
Perono había tiempo para distraerse en versiones clásicas, ni paraaveriguar qué acontecía en las calenturientas noches de Aquiles enSkiros. Había que gritar, desde allá arriba, que avanzasen el camiónhasta el segundo acceso, el de la Via Appia, y ordenar que esperaranallí a que amainase el aguacero. Transcurrió una hora —una hora denervios, de conjeturas—, antes de que cediese el continuo chaparrón, yentretanto, aventada quién sabe por quién, acaso por las alasmisteriosas de esa misma tormenta estival, cundió en los contornos lanoticia de que Aquiles había llegado por fin. Entonces, acogiéndose auna goteante bonanza transitoria, comenzaron a aparecer, por el caminoy los senderos próximos, bajo paraguas o dentro de impermeables, loshabitantes y los amigos de la quinta. Presencióse el descenso de lamujer del Escritor; de las dos Tías, afirmadas en sendos bastones, porla parte del lago de Ofelia; Madame Pamela surgió, toda velos ycollares y sonambulismo, en el refugio de una sombrilla verde; Günter,el ermitaño, chorreando agua, sin más abrigo que un leve poncho,acudió también, desde su germánica biblioteca; y otro tanto hicieronvarios pasajeros del hotel vecino y de los alrededores, como elmuchacho que modeló para el Escritor la máscara de terracota deHeliogábalo; el doctor psiquiatra; el pequeño que parece un bronce deBenvenuto Cellini; la irlandesa tejedora, tiradora de naipes las nochesde plenilunio; la capuchina terciaria que construye una residencia,pidiendo limosnas, con destino a la pobre y numerosa gente que nopuede dormir; y la propia Miss Noli. Venían, de las cuatro puntas de larosa de los vientos, como obedeciendo a una silenciosa convocación, ysimultáneamente, lentamente, el rojo camión entraba en la quinta,enfilaba por la curva de la Via Appia y sus empedrados promontorios,con mucho crujir de rotos cañaverales y de ramajes arrancados por sutechumbre.
Teniendo a aquel público barroco por mojado testigo, seprocedió a bajar la base de piedra. Brotaron del camión, manejándola aduras penas, superponiéndose y molestándose, unos diez nombres.Gemían, entre resuellos, que el cubo pesaba una tonelada, que ya habíadesfondado, en Buenos Aires, a una camioneta, y les agradecieron a lasnubes la fina garúa que pronto, sobre sus transpiraciones, se desató.Llovía, llovía, delgada, livianamente. Croaban las ranas. Los paraguasoscilaban como flores negras en la humedad de trópico. Y la base seresistía a abandonar su seco abrigo, no obstante empeños y palabrotas.Llovía cuando la base cayó despeñada, roca suelta en la tempestad,rebotando encima de las llantas de goma que adelante habían colocado.A los tumbos, sin ayuda, alcanzó al sitio escogido, pero invertida.Casi una hora tardaron los forzudos en hacerla girar sobre sí misma, yen ese tiempo se le oyó decir a la Tía de los linajes, la que declararahaber enlazado la estirpe del Escritor (la suya) con los remotosfenicios, que de ese día en más se ocuparía de conectarla con Aquiles—pues en la tarea genealógica todo es cuestión de paciencia—, lo queiba a encadenar por parentesco a los dueños de la quinta con los diosesdel Olimpo. De una a otra flor negra, movíase como un sapo luminoso laverde sombrilla de Madame Pamela. La francesa aprovechó tantasasistencias distintas para distribuir unos panfletos, titulados"Liberación del pecado de fumar", en los que se leen estas sentenciasaleccionadoras: "Resiste el demonio del tabaco y huirá de ti. Que tellene el verdadero fuego del Espíritu Santo y vas a cesar de fumar." Ylos demás, a medias protegidos por paños y varillajes, miraban hacia laancha puerta del furgón, donde era inminente el revelar del paladín,fumando.
Cuando al cabo se manifestó, empujado penosamente por losfaquines, los murmullos admirativos y las exclamaciones de elogiomenudearon, hasta formar un coro. Aquiles merecía el recibimiento.Alto, noble, vuelta la cabeza hacia la derecha, derramados sobre loshombros los rulos, flotante el ropaje, presto a desenvainar, mostrábaseen la abertura, como si no hubiese peregrinado dentro de un coche demudanzas, en la sofocación de baúles y de bultos, sino hubiesevolado, a la rastra de blancos corceles, en el carro triunfal de laPiedra de Emesa. A un lado, de la cajonería de un pequeño muebleesculpido, asomaban collares; había a sus pies un espejo y lienzosenrollados, tal como Statius describe. En la base, mi amo descifró:Philib. Vigier Molinensis, 1695. Era, por fin, el Héroe, en laesplendidez de su adolescencia y en el instante en que ésta proclama suvigor; el héroe homérico y también el héroe raciniano que recitabaversos de doce o de trece sílabas, según la rima pidiese; el de Troyay el de Versalles; el nuevo símbolo de la quinta nuestra.
Me deslicépor el césped aguanoso, sorteando las piernas, los pantalones y losvestidos, para observar al Escritor amado, para leer en su cara laalegría. Pero en esa ocasión sus ojos no estaban fijos en los deAquiles; los asestaba sobre un muchacho a quien no había distinguido yoen el tumulto. Luego supe que se llamaba Leonardo, que poco le faltabapara recibirse de arquitecto, y que pasaba el week-end en el hotel deMiss Noli. Era tan alto como Aquiles, tan flexible y tan delgado; unabarba rubia, transparente, le rodeaba el rostro, y sobre la frente lecaía el largo pelo. Fue cuestión de segundos y la imagen quedóestampada en la sensibilidad del Escritor, porque en seguida otras —ymuy curiosas— imágenes se incorporaron en su magín, en tanto que laescultura, sostenida por firmes cuerdas, resbalando solemnemente sobreun tablón, iniciaba su terrible descenso hacia la base poligonal.
Lasalabanzas, los susurros, crecían en torno, y barrunto que eso lesugirió a mi dueño —sumado a sus precedentes lecturas— la extrañaescena que vi desfilar por su mente, porque en verdad las inflexionesy timbres con que el asombro y la fascinación se exhibían suscitabanla idea de un conjunto vocal ordenado, gobernado por una batuta, comolos que presumiblemente amenizaron la ópera de Aquiles y Deidamia. Eldrama lírico creado por Campra y Danchet se organizó en el cerebro demi patrón, al conjuro del guerrero de piedra y de las afinacionescircundantes, mas —obedeciendo vaya uno a saber a qué pintorescasugestión— el cuadro que sólo él y yo apreciamos resultó bastanteopuesto al imaginado por el músico de la capilla de Luis XV, puesto quequienes integraron el dramático elenco, encargado de mimar lahistoria, fueron, precisamente, los personajes que nos rodeaban.
Entoncesle tocó al joven Leonardo desempeñar el papel de Aquiles, con el cascode plumas sujeto sobre el pelo rubio, aunque sin cambiar ni la camisaazul ni los "jeans" de ese color. Deidamia incumbió a Madame Pamela,floja la túnica, sonoras las gargantillas, las cadenas y las ajorcas,sembrando como flores, bajo la sombrilla verde, papelitos contra losmales del tabaco. Interpretaron a sus hermanas egeas las Tías, MissNoli, la irlandesa, la mujer del Escritor, y la terciaria capuchina;Licomedes recayó en el propio Escritor; Günter fue Ulises; elpsiquiatra, Diomedes; el cincelador de la máscara de Heliogábalo y elmodelo de Cellini, los portadores de baratijas y armas; y los mozos decuerda, un fondo de marineros desembarcados del griego esquife. Todoese mundo fantástico —la escena se prolongó apenas un momento— giraba,se inclinaba; esbozaba reverencias; abría los brazos declamatorios;mezclaba los ropajes antiguos con los actuales, elevaba las sólidasplumas y el verde quitasol; y la orquesta se concertaba, dulce, mercedal suave tambor de la llovizna; al tarareo de los batracios; a losgorjeos de pajarera; al rumor del mecido follaje; a las frases apagadasde los presentes; a algún débil gañido con el cual contribuí; al graveladrar de Miel que oficiaba de contrabajo. Y yo gocé de un privilegioaun más rico que el del Escritor dado al divagar poético, porqueúnicamente yo —¿y acaso Miel?— usufructué la maravilla de atestiguar elarribo de las intelectuales figuras invisibles que vagan por el bosquey que desembocaron en la Via Appia. Un Aquiles más y Patroclo y loscaballeros toledanos del conde de Orgaz y Juana la Loca y la abuela delmarqués de Sade y el Inca y Heliogábalo, anudaron su ronda mudaalrededor de la estatua, que ya erguía su victoria sobre el plinto conpátina de tiempo. Su curiosidad atisbaba a la escultura que acababa deañadirse al paisaje familiar. Desplazaban sus gorgueras niveas, susvelos viudos y sus fornidas desnudeces, sin casi rozar el suelo, lomismo que el resto de la teatral compañía, y de pronto se confundieroncon las anteriores imágenes, hasta constituir una zarabanda cadenciosaa modo de esas que en los sueños extraordinarios se consiguen. Derepente la lluvia desencadenó su plena cólera; se esfumaron losfantasmas; se borraron los participantes de la pantomima de Skiros;retrocedió el camión, hipando; y nos desbandamos todos, saltando sobrecharcos y eludiendo cañas y frondas, cada uno hacia su casa,encabezados por la voz del Escritor que gritaba: "¡Cecil! ¡Cecil!""Achule au Pays des Femmes" quedó solo. El agua lo salpicaba, lobruñía, como cuando bogaba hacia la isla de Deidamia y hacia su amor,tirado por delfines. Tal vez Mr.Littlemore, nuestro espectral huéspedoculto, se aproximase entonces a él. Aquella noche, Leonardo comió enla quinta.
 
XVII

LEONARDO



Desde entoncesvimos a Leonardo a menudo, en el curso de los dos meses siguientes.Aprovechó, duran-te el primero, sus vacaciones, para quedar en laquinta una temporada; el segundo, vino los week-ends. Mi amo sehabituó pronto a su compañía. Era evidente que le gustaba la rápidapercepción del muchacho; que lo divertían sus observaciones y lasimágenes originales que usaba al conversar. Esas mismas virtudes dabancalidad a su prosa, porque Leonardo escribía cuentos y los escribía muybien: según mi señor, admirablemente, pero ya se sabe que mi señorexagera mucho cuando está en juego alguien a quien prefiere. A mí medevoraban los celos. Consideraba un entrometido al caballerete debarba rubia, con cierto aire de Sigfrido hambriento, que se habíaapoderado de la quinta y de sus moradores en lapso tan corto. Porqueacá, fuera de mí, todos lo querían. Para todos tenía una palabraamable, que envolvía en simpática timidez, ese gran gato amarilloávido de que lo mimaran. Sería absurdo que yo negase su inteligencia osu sensibilidad. Las poseía de sobra. Y sorprendían, siendo tan mozo ytan dado a la coquetería compradora, sus conocimientos. De cualquiercosa podía hablar: de magia, de antiguas sectas y sus secretos ritos,de teatro —había intervenido en alguna representación—, de literaturay, por supuesto, de la carrera cuyo título obtuvo poco después, trasrendir el último examen. A mi amo lo hechizó. De noche, luego de que sehabían retirado los demás, quedaban los dos en el fu-moir, frente alBuda de Manchuria, oyendo música, particularmente la serie de los"Brandeburgueses" de Bach, que Leonardo le trajo de regalo a la mujerdel Escritor. A continuación se encerraban arriba y yo, pegado a lapuerta, los oía reír y charlar hasta tarde. Me sacaban de quicioaquella intimidad, aquel entendimiento exclusivo, y pese a que mipatrón siguió trabajando en el acopio de materiales para su"Heliogábalo", los días en que Leonardo estaba ausente, el don que mepermite recorrer los arcanos de su espíritu me dejó apreciar hasta quépunto rivalizaban allí, para atraer su atención, el emperador joven yel joven arquitecto. En cuanto a Aquiles, había sido relegado a sucondición de estatua. Iban a mirarlo los huéspedes y se pasmaban antesu plástica hermosura, ante el acierto del sitio donde había sidocolocado. Lo olvidaban después. Mi amo no. Cuando nos hallábamos solos—o sea cuando yo me sentía auténticamente feliz—, nos llegábamos hastael paraje exótico de la Via Appia donde alza su elegancia esbelta deactor de Luis XIV, y permanecíamos contemplándolo. Miel no participabade nuestra emoción. Una vez se atrevió a rociar con lo previsible, elaugusto plinto de fines del siglo XVII. Y la gata Sara lo anduvohusmeando, perseguidora de fines no recomendables.
La intromisiónde Leonardo transformó al dueño de la quinta, contra su costumbre, enun andariego. Ya no limitó sus paseos, dejando las hectáreas deljardín, el lago y el bosque, al pueblo próximo. Fuimos allá, porsupuesto, pero ya no constituimos una pareja que celebraban losturistas, sino tuve que tolerar la presencia del intruso. Caminandoentre los dos hombres, sujeto por la correa roja que llevaba mi dueño,recorrimos en distintas ocasiones las cuadras que, por la carretera,separan a la propiedad de la población. No me resistí a ir con ellos,temeroso de que no regresasen, de que escaparan por la escala desueños que tejía su coloquio interminable (¡y tan repetido!), pero cadavez me preocupé por trotar más cerca de mi amo que del extranjero,marcando así una justa diferencia. Uno expresa sus sentimientos comopuede y yo no sé fingir. Las ágatas encendidas que me sirven de ojostrataron de reflejar mi opinión reprobadora. Ignoro si el arquitecto lahabrá captado, porque su voluble indiferencia apenas se fijaba en mí;en cuanto al Escritor, estaba en la luna; sonreía, silbaba, cantaba,como un tonto. No me quejo, sin embargo, de aquellas compartidascaminatas. Oyéndolos dialogar, aprendí bastante, y en una oportunidadel astuto Leonardo casi logró mi conquista.
Acabábamos de pasarfrente al pulcro negocio de pompas fúnebres y su inflexible cartel:"Atención permanente", cuando Leonardo, acuciado sin duda por macabrasinsinuaciones, le preguntó a mi dueño si conocía el testamento deBlemie, el perro de Eugene O'Neill. No lo recordaba mi señor, y elmuchacho se refirió a la insólita ternura con que el autor de "AnnaChristie" interpretó, para su tercera mujer, las últimas voluntades delcan moribundo que ambos amaban. Yo paré, como se comprenderá, lasorejas. Blemie les rogaba a su Master y a su Mistress que no lolloraran demasiado, ya que mientras vivió se propuso ser para ellos unmotivo de alegría y lo apenaba pensar que pudiera acongojarlos sumuerte. Añadía que los perros no experimentan, como los humanos, ladesesperación de morir, pues lo aceptan como parte de la vida y nocomo algo extraño y terrible que a la vida destruye. Señalaba Blemie,en su testamento, que si hubiese sido él como algunos de suscompañeros, de origen mahometano, hubiera puesto su fe en un Paraísode moteadas huríes ladradoras, poblado de conejos que no corren muchoy dotado de un millón de hogares encendidos, con leños eternos, sitiospreciosos para enroscarse frente al fuego, de noche, y fantasear. Eraaquel un ideal excesivo, aun para un perro tan perfecto como Blemie,mas la paz que lo aguardaba tenía, por lo menos, la fuerza de unacertidumbre. Blemie les imploraba a Eugene y Carlotta O'Neill que, unavez llegado su término, tuviesen, "for the love of me", otro can,puesto que lo que verdaderamente deseaba saber es que, habiéndoloposeído a él, ya no podrían vivir sin uno cerca. Hasta les sugería,para que fuese su sucesor, un dálmata, porque —agregaba Blemie conironía póstuma— ningún dálmata conseguiría ser ni tan bien educado, nitan distinguido y hermoso como había sido él en sus años de plenitud, yporque, por buena voluntad que pusiese, sus inevitables defectoscontribuirán a que, gracias a la comparación, la memoria de Blemieconservara intacta su frescura en el ánimo de quienes fueron sus amos.Decía: "to keep my memory green".
Llenáronseme los ojos de lágrimas(más aun al proceder mi sangre del mismo archipiélago donde la deBlemie brotara) y a punto estuve de lamer los dedos que Leonardodeslizó sobre mi lomo, pero en seguida me sacudí y reaccioné, oyéndoledeclarar que esas eran "extravagancias poéticas de O'Neill, ya que unperro, felizmente, es incapaz de abrigar tales ideas".
¡Ah maula!¡ah guacho! (Perdóneseme el vocabulario, y téngase en cuenta que nacíen una estancia.) ¿Cómo se atrevió? ¿cómo osó hablar de mis congéneresasí? ¿qué sabe Leonardo de nosotros? ¿Para qué le habrá otorgado Diosesa facha mística, que mi amo compara con el autorretrato de Durero? Demí aseguro que creo tanto en la otra vida como en el Ser que a todosnos trajo al mundo. No creo, como los perros mahometanos amigos deBlemie, en un Cielo de perras-huríes. Para mí no existiría el Cielo sien él no estuviera, conmigo, el Escritor; de lo contrario, el Cielo nosería tal. Imagino al Cielo como una sublimación de la quinta, concuantos quiero alrededor, hasta Aquiles, hasta Juana la Loca y MadamePamela. Si allá debo trabar otras relaciones y recomenzar miaprendizaje sentimental, prefiero quedar en este pago. Un Cielo en elque la madre del Escritor no me daría galletitas, para mí conservadasen su ropero; un Cielo sin las Tías, sin Humberto, sin Miss Noli, sinMiel (¡vaya!); sin garrapatas, para que la mujer del Escritor me lasquitase; sin discos que cantan en la noche; un Cielo sin el álbum de"Madame Butterfly"; sin huesos dotados del caracú sabroso, que espermitido roer sobre las alfombras; sin el cotidiano despertar en eldormitorio de mi señor; sin él, sin él ¿sería el Cielo acaso? Blancosángeles, portadores de platos de leche, lo cruzarán entre tules y calasde cera, más ¿la suplantarán a Leonor, cuando nos llama a Miel, a Saray a mí, desde la cocina, en la hora adorable? Algunos crepúsculossingularmente melancólicos, el sobresalto de la muerte me ronda. Lapremonición de que he de partir antes que mi amo me causa tantaangustia, que echo a correr, yo, el whippet vencedor teórico de lasliebres, por los descuidados senderos. Más dura es la idea de separarmede mi amo que la idea misma de la muerte. Por eso, prefierodescartarla, y si de vez en vez me acosa, en lugar de pensar en mimuerte pienso en mi tumba. De serme dado, como a Blemie O'Neill,redactar un testamento, pediría que cavasen mi fosa a los pies de laque algún día se destinará al Escritor. Aun más: desearía que cuando aél le sonara la campana de embarque para el viaje tenebroso,esculpiesen mi imagen, en piedra o en mármol, y la colocasen sobre susepulcro. Allí estaría yo, echado, medieval, guardándolo para siempre;allí estaríamos ambos; y si, por nuestras faltas pecaminosas —que porsupuesto las hay—, no nos correspondiera ingresar en seguida en losdominios de la Buenaventura, juntos nos iríamos a recorrer elPurgatorio y sus confines, que de esa manera serían menos afligentes.A la espera de ese traslado supremo —que ojalá tarde mucho enproducirse—, el Escritor, Leonardo y yo elegíamos los itinerariosconocidos de la Tierra. Recuerdo que en esa época, sacudidos dentro delpequeño automóvil del arquitecto, realizamos varias excursiones.Propúsose mi dueño visitar ciertas capillas coloniales de las sierras,y en cada ocasión regresó defraudado. Las encontraba sencillas,inocentes, pero las indicaciones técnicas de su amigo no bastaban parasatisfacer su ilusión. La monotonía de su traza, sus modestasrepeticiones, según su parecer, no justificaban tantos meneos, tantoencontrón y barquinazo, tantas, tantísimas leguas polvorientas, concaminos de cornisa peligrosos y el permanente terror de una gomapinchada, que dificultaban el disfrute del paisaje, a fin de desembocaren galpones diminutos, pintados como carpas de circo, donde santosdonjuanescos de santería, rodeados de flores de papel, ofendían con sucolorinche, bajo tubos de neón que encendían pedigüeñas sacristanas.Las viejas imágenes las habían desertado mucho tiempo atrás. Se cubríande tierra en los museos provincianos, o eran demasiado restauradas enlas colecciones particulares. A la devoción ingenua de los fieleshabía sucedido, en torno, la provechosa de los anticuarios, y mipropio amo debía murmurar un "mea culpa", en lo que a su acapara-ciónatañe. Lo peor es que los párrocos progresistas preferían sus SagradosCorazones comestibles y sus Santas Teresitas del Niño Jesús realzadascon cosméticos, a los ausentes Cristos trágicos, de áspera melena, y alas Santas Teresas de Ávila, secas y meditabundas. Una mañana,decidieron largarse hasta el "Museo Remanso". Mientras devorábamoskilómetros por la carretera, el Escritor narró su historia peregrina.De acuerdo con fidedignas versiones, el creador de ese increíble parquehabía sido propietario, creo que en Buenos Aires, de variasinstituciones dedicadas, aplicando una tarifa, a calmar las urgenciasvoluptuosas de hombres desprovistos de otros recursos higiénicos. Alclausurarse tales organismos, de tan amplia trascendencia social ydiversión tan pronosticable, esa inquietud, la de procurar unadiversión a extranjeros y compatriotas con medios simples, sindistinción de clases, guió al ingenio económico de aquel mismo urdidorde placeres, a plasmar el "Museo Remanso". Quizás hubiese envejecido, ynadie ignora que cuando el Diablo envejece se hace monje, pero laverdad es que el carácter de su negocio cambió diametral-mente. Frentea la turbulencia espasmódica de los pasados institutos, el pacífico"Remanso" resultó mucho más manso y acaso de ese aplacamiento procedasu suave nombre. Antes, el caballero mercader había dirigido susolicitud a la amena Lascivia; ahora la encaminó a la exaltación pormedio del Arte. En ambos casos, persiguió un objetivo concreto:agradar, y en ambos lo consiguió. Quienes, de los dos sexos y aun deltercero habían gozado, merced a él, a través del directo intercambiofísico, fueron reemplazados por quienes debieron su goce a la sugestiónespiritual. Y si el primer negocio había sido pingüe, más espléndidofue el segundo, ya que el primero se centraba en necesidades que losque las sufrían hubieran podido saciar, sin recurrir a la ayuda de lasentidades públicas mentadas (como el socorro de la compañera pródigao el auxilio señero de la autosatisfacción), mientras qué el segundo,por la senda ilustre del Arte, perseguía distraer el tedio enorme quea los turistas serranos sofoca y que cuenta con escasasdesembocaduras. Dicho tenaz benefactor de la humanidad, llegó a laconsecuencia de que aquellos que dilapidan sus ahorros anuales en unospocos días transcurridos en la zona montuosa, luego de que se hanbañado tres o cuatro veces en un arroyito; se han pelado lasasentaderas sobre el lomo de una cabalgadura, a la que rehusan subirnuevamente; han ingerido varios vermuts en los pueblerinos bares; y hanrepasado un par de películas a cuyo estreno asistieron en cines de lacapital, no saben qué hacer con su tiempo, en tanto el inexorabletaxímetro que tritura sus carteras continúa funcionando. El golf y eltenis quedan para los Grandes del Mundo; también el bridge; y dalástima consagrar la vacación costosa a la canasta y el comadreo, paralo cual más les hubiera valido permanecer en casa. El Benefactor loshabía visto vagar, hipocondríacos, arrastrando a chicos gritones, porplazas anhelosas de lluvia; los había visto arracimados en laspuertas de hoteles, demasiado exiguos para dar albergue a su ansiedad;y tuvo la genial iniciativa de encauzar todas esas tristezas hacia elpuerto de su bolsillo. Procuraría a los errantes sin rumbo, comoantaño, una dichosa meta, y simultáneamente contribuiría a enriquecersus almas. De la alianza fecunda, pues, del Entretenimiento y del Arte,frivolo el uno y educacionista el otro —una alianza cimentada sobre labase sólida de su experiencia, nutrida en el manejo eficaz del comerciomeretricio—, surgió el "Museo Remanso". Dícese que algunas de lasobras plásticas, venerables o no, pues de todo hay en esa viña,pobladoras de su vasta exposición al aire libre, proceden de las casasque dieron origen a la interesante fundación. De ellas deben venirmuchas caderas y muslos excitantes, acariciados por el erótico cincelque hace arder las flacas pasiones.
Por sus calles y caminos,sembrados de letreros doctos, anduvimos buen rato, instruyéndonos. Nocesaban Leonardo y el Escritor de maravillarse ante tanto prodigio, yhasta proclamaron que de existir ese parque-museo en Francia, en vez deencontrarse en nuestro país subdesarrollado, los teóricos delsurrealismo ya le hubieran dedicado volúmenes sagaces, difusores desu rareza en los dos hemisferios. A mí me encantó el lugar. Me encantócorrer de un grupo mitológico a una escena de tarjeta postal, logradaen bronce; de la efigie de un mandatario bigotudo, con atisbos dealcancía, a una escena de indios o del Antiguo Testamento; de un papade yeso, arduo de reconocer, a una ninfa púdica. ¡Qué alegre hubieraestado Aquiles ahí! A veces daban ganas de tirales al blanco; a vecesde abrazar sus pechos desnudos (perdonad al perro libertino); y aveces de incurrir en el alivio fisiológico de Miel sobre el plinto deAquiles. Y lo que más me encantó fue el público numeroso, respetuoso,que recorría ese bosque de marmolero, que en ocasiones recordaba a uncementerio imaginativo. Era el alud de los turistas felices, rescatadosde las cavernas de los hoteles por guías que mezclaban los datoshistóricos con alusiones personales a las bodas recientes que algunosde esos turistas usufructuaban. Ambulaban de la mano, con su malicia ysu candor, sorbiendo helados y bebidas refrescantes, bajo sombrerosaludos de cow-boy, bajo ruleros barrocos que no disimulaba el pañolón yque predecían el baile próximo del taciturno hotel. Ambulaban conmadres gruesas, con padres silentes, con niños que preguntaban lo queno debían preguntar, y advertí que pertenecían a tres razasprincipales: la blanca, la roja y la negra, integradas,respectivamente, por los recién llegados, por los que padecían lasiniciales quemaduras del sol, y por los que ya estaban listos aregresar a sus ciudades populosas y a repartir doquier la buena noticiadel "Museo". Ambulaban y arrojaban moneditas en fuentes multicolores,en pesebres navideños, en vertientes con sátiros, en la acartonadareproducción de tamaño natural de la Primera Junta. Su beatitud, suéxtasis, me conmovían tanto como su sarmientino afán de aprender, deaprender inolvidables cosas, sobre Cleopatra, sobre Napoleón Bonaparte,sobre Cristóbal Colón, sobre el asesinato de Facundo Quiroga, sobre elamor de Julieta y Romeo, sobre el Ratón Mickey, sobre Su SantidadEugenio Pacelli, sobre Juan Moreira. Volvimos a la quinta muycontentos. Nos saturaban la cultura y la naranjada.
Fue aquella,para el Escritor y también para mí —¿a qué pretender negarlo?— unaépoca de bienaventuranza relativa. Compensaba a mis celos lacamaradería que con los dos amigos me llevaba a rodar por lascarreteras. Hasta que, de repente, se rompió el hechizo y sangró micorazón atribulado: mi dueño y Leonardo se iban juntos a Buenos Aires.
 

XVIII

DOS VISITAS DE LA REINA JUANA



Unmes entero se estiró su ausencia. Resultó muy duro para mí aguardarlo.Trabé, en aquel entonces, una amistad profunda con Aquiles. Solíallegarme hasta su soledad y echarme a sus pies, con la esperanza deque los personajes de los fracasados libros del Escritor apareciesen entorno, pues a través de ellos ansiaba comunicarme con su espíritu, perosin él no se manifestaron, y toda mi expansión —a falta del deportearistocrático de perseguir las liebres, como mis mayores, en un frisode fracs rojos— consistía, frugalmente, en atrapar las moscas alvuelo, con la pinza veloz de mis fauces, o en asomarme, apartando elcañaveral, al sitio de la calle donde los caballos de alquiler hacíantiempo, meneado las aburridas colas, hasta que algún turista del hotelde Miss Noli por ellos se interesaba. Nada me consoló a la sazón delabandono. Desertado como Heliogábalo, nostálgico como él (que desde elmás allá se consumiría de añoranzas), ningún episodio, ninguna persona,ningún animal —tampoco Miel, que me espiaba sorprendida— serenó midesconsuelo. Tales son las espinas que Amor nos clava. Ya no me lanzabaa correr, a mediodía, cuando el carromato del pescador pasaba por lacalle, convocando con su altavoz a las señoras de la quinta y a ladueña del hotel, para que valorasen el esplendor, los oros y losesmaltes, de las víctimas de anzuelos y redes. Ni siquiera me conmovióla oportunidad en que los moradores de la quinta, llamados porHumberto, salieron precipitadamente a la terraza, porque por la callede los álamos, la que lleva el nombre del antepasado de la mujer delEscritor, desfilaban, encadenados a una camioneta poderosa, dosenrejados carruajes del circo, anunciando sus portentos cuestionables.La jaula de los monos insolentes no curó mi amargura, y la de loscontritos pumas y sus calvicies de polilla fue para mí un símbolo demi propia morriña y pesar. Vi alejarse a estos últimos y sus bostezos;apagóse en la distancia el parlante que en vano reiteraba promesas derefocilo, y dirigí el desgano de mi trote hacia el refugio de Aquiles,pues a su lado me sentía más cerca del Escritor que en el resto delbosque. Aquiles y yo nos hablábamos sin hablar. No necesitaba yo oírlo,para saber que también a él lo consumía la impaciencia de la tardanza.
Yal cabo de un mes, cuando por fin volvió mi amo, la gloria quetrasuntaron mis brincos, lamidas, carreras y alboroto, derivó no sólodel hecho de que nuevamente lo tuviera junto a mí, sino del hecho deque Leonardo no tornase a casa con él. Fue tal mi entusiasmo, tal mijúbilo demente, que al principio no me percaté de la tribulación que loembargaba. Eso quedó para más adelante, no bien renació unatranquilidad brotada de la certeza de su reconquista y posesión, yentonces me arrepentí de mi egoísmo, del contraste cruel que debieronformar mi euforia y su pesadumbre.
En vez de Leonardo, loacompañaban dos jóvenes amigos, un pintor y un museólogo. Los conoce auno y otro hace años y, no obstante la diferencia de edades, lo une aellos un afecto fraternal. Por suerte vinieron, pues de no ser así midevoción no hubiera bastado para oponerse a su tristeza. Ya no pensabaen Heliogábalo. En Aquiles apenas pensó, si no fuera por unas notassobre su escultor, que le trajo el museólogo y que mi dueño leyó envoz alta a su madre. Según dichos apuntes, una breve referencia delDic-tionnaire de Bénézit informa, en su tomo VIII de la edición de1955, que Philibert Vigier nació en Francia, en Moulins (de ahí lo de"Molinensis") el 21 de enero de 1636 y murió en esa ciudad el 5 deenero de 1719. Tenía, pues, cincuenta y nueve años cuando talló elAquiles. Fue recibido de académico en 1683 y sólo intervino en unaexposición de la Academia Real en 1669. El Museo del Louvre conserva deél un Santo Tomás, y Versalles el Aquiles en Skiros.
El Escritortradujo el párrafo dedicado a Vigier, que Pierre Francastel incluyó ensu obra sobre "La escultura de Versalles" (1930) y que también leprocuró el museólogo. Dice así:
"... Entre las figuras del TapisVert, cada uno, siguiendo sus preferencias, puede fijar su admiraciónsobre uno u otro de los artistas de los cuales hay que repetir losnombres injustamente olvidados. El "Aquiles" de Vigier, y la "Venus deRichelieu", de Le Gros, son empero, sin discusión posible, las dosobras maestras de ese conjunto; cada uno de ellos resume en sí losmejores caracteres de las dos tendencias que se expresan entonces: elamor a la antigüedad y el de la elegancia y de la pasión. Como la"Artemisa" de Desjardins y la "Dido" de Poultier, el "Aquiles" tiene nosé qué de novelesco, con más sabor al Tasso que a lo clásico; todo unaspecto del gusto de la época entra con ellos en Versalles. No cabríadecir, por lo demás, que es por una audacia lamentable de losartistas; al contrario, sin ellos algo faltaría en el palacio.Pudieron protestar los teóricos, en arte como en literatura, contra elmal gusto italiano y reprimir las desviaciones del gran estilo; lossobrepuja la persistente seducción que ejercen, en todos los dominios,sobre un siglo tan galante como grandioso, la molicie, el "romanesque"sensible, el lirismo contenido de las aventuras épicas. Luego de unlargo rodeo, he aquí que el arte clásico regresa a su punto de partiday vuelve a encontrarse con el espíritu de Italia en el momento de laformación del estilo bolones. Sacudiendo las cadenas de un dogmademasiado absoluto, se empeña en expresar tanto la sensibilidad delsiglo como su pensamiento abstracto. Las tres figuras del Tapis Vertanuncian toda una fecunda tradición; preparan, por su espíritu, hastala propia renovación de los Gobelinos; por otra parte anuncian, através de no sé qué despliegue de ropajes, de no sé quéestremecimiento contenido, el regreso triunfal y próximo de las formasberninescas. Con todo, son todavía obras clásicas; los autores no sedeclaran de ninguna manera discípulos de una nueva escuela disidente;se abrigan con el embozo de una erudición más pesada que la de antaño.Desjardins toma prestado el tema de su "Artemisa" a Aulo Gelio; la"Dido" de Poultier parafrasea a Ausonio. El "Aquiles" de Vigier es elúnico viviente, porque tanto como en Dictis de Creta y en Estacio, seinspira en el busto antiguo de Alejandro, restaurado por Girardon; laAntigüedad viva se opone a la de los escoliastas. Pero sólo se trataaquí de un detalle, y es a la ópera de Quinault y de Lulli a la quedebemos pedirle el verdadero comentario de sus obras."
Escuchéarrobado esa lectura, que por supuesto apenas entendí. Deduje, sí, quelo elogiaban a nuestro Aquiles y eso me inundó de un placer sincero.En cuanto al Escritor, fue evidente que lo fascinaba la exactacoincidencia de su imaginario "ballet" de la quinta, el día en quecolocaron a Aquiles en la Via Appia, con la alusión de PierreFrancastel al drama musical de su tiempo, pero pronto se aplacó suhalagado interés y recuperó el tono de hermético desencanto. Mepreocupé entonces por no separarme de su vera; a donde fuese, iba yo yredoblaba las manifestaciones de mi ternura. Esforzábame, asimismo,por captar en la pantalla que su espíritu me ofrecía, las causas de suactitud, y sólo leí en el entreveramiento de las imágenes una dolorosaconfusión. Pero poco a poco, zurciendo pacientemente jirones de sudiálogo con el pintor y el museólogo, reconstruí la trama que explicabasu melancolía. Supe así, que al llegar a Buenos Aires, durante lainauguración de una muestra de dibujos, mi dueño Le había presentado aLeonardo una muchacha que preparaba un minucioso estudio acerca de lasnovelas del Escritor. De inmediato, ambos jóvenes se tornaroninseparables, y tanto el arquitecto de la rala barba rubia como lamujer que debía consultar a mi amo algunos puntos de su tarea,desaparecieron de su vista. Después se enteró el señor de la quinta deque a Leonardo le habían concedido la beca que bregaba para los EstadosUnidos, y el propio Leonardo le comunicó, por teléfono, que se iríaallá con aquella impetuosa dama. Ese repentino eclipse de dos serestan estrechamente ligados a su intimidad, fue lo que operó sobre lasfibras emotivas de mi amo. Más de una vez le oí repetir que la estadaen el extranjero, que probablemente se alargaría bastante, les haríabien a ambos, pero advertí, mientras hablaba, la acidez de un fondo deresentimiento.
Entretanto, el pintor y el museólogo semultiplicaban para divertirlo. Con ese objeto lo llevaron a comer auna finca no muy lejana, verdadero castillo, en el que un industrialcosmopolita amontona óleos de dudosa antigüedad y factura; lo llevaronal hotel del Casino, cuyos propietarios, gordos y bondadosos, quereinciden en las bromas sobre mi escualidez, lo agasajaron con cálidasimpatía; y lo llevaron a la espléndida estancia en la cual nací y adonde el Escritor se negó a que lo acompañase, temeroso, según él, deque el encuentro con los diez hermanos y primos que allá permanecenpudiera enfermarme después de nostalgia. ¡Absurda sospecha! ¿Cómo se leocurrió que la presencia de una docena, o de veinte, o de cienwhippets, sería capaz de meter en mi cerebro el ansia de volver averlos y de dejarlo, como si yo fuese otro arquitecto desleal u otraescriba engañosa? Es cierto que me importa la relación con una doncellade mi raza; una doncella del color del desierto y del dulce de leche,con ojos como ágatas, hocico isósceles y unas extremidades tan finas ysutiles que parezcan recortadas en acero noble; aun más, es verdad queeso hechiza mis sueños, que aspiro a tratarla y acaso a anudar con ellamimosos vínculos substanciales, capaces de asegurar agradablemente laprolongación de mi estirpe (sin que el desvelo por obtener hijos meaqueje tanto como el de tenerla a ella misma), pero de ahí a abandonara mi amo media un salto abismal. Sépanlo el señor arquitecto y laseñorita redactora. Mi lugar es este, la quinta, a los pies de miseñor, y eso no implica ningún sacrificio. ¿Cómo hacérselo comprender?¿Cómo ocultarle también —porque esos días mi buen humor retozón fue másque transparente— que la partida de Leonardo me enloqueció de alegríaculpable? ¿Cómo transmitirle luego mi adhesión a sus tribulaciones, miresignado deseo que Leonardo retornase, si ese retorno eraimprescindible para que como antes sonriera y fuera feliz?
En suintento de procurarle diversiones, la solicitud del museólogo y elpintor buscó alivio en la música. De noche, después de comer, abríanlas puertas que comunicaban al fumoir con la terraza del fauno, seacomodaban en sendas sillas de lona, y dejaban fluir hacia ellos lamagia de los discos. Yo correteaba con Miel hasta la estatua deAquiles, en la Via Appia, y luego volvíamos a tendernos sobre el pisode ladrillos viejos que bordean las plantas de ligustro. Si soplaba unabrisa, el leve repiqueteo de la sonaja de Hong Kong, colgada del grancarolino central, añadía su claro timbre, como si por allí vagase unquimérico rebaño, a las modulaciones filarmónicas, y sentíamos como siencima de nosotros estuviera suspendida, temblorosa, una vibración enla que los instrumentos de cuerda se estremecían como alas, y losbronces y parches se sucedían y acumulaban como aéreos ejércitossonoros.
Una vez pusieron un disco que les prestara un amigo menudoy cordial, coleccionista de santos coloniales y notable melómano, cuyapulcra casa se eleva en las inmediaciones de la quinta. Era una seriede canciones españolas del Renacimiento, entonadas por Victoria de losÁngeles. Una de ellas impresionó tanto a mi dueño, que la hizo tocarnuevamente. Comienza con el verso "Mi querer tanto vos quiere", y esatribuida al flamenco Enrique Brademers, que actuó en la corte deFelipe el Hermoso. Las alusiones que lo vinculan al marido de DoñaJuana la Loca obraron sobre el ánimo de quien hubo de dedicarle unabortado libro, y a medida que se alzaba, en la terraza, el segurosurtidor del canto, vi agolparse las imágenes en la mente del Escritor;lo vi desperezarse y distenderse espiritualmente, y asistí a un dobleespectáculo misterioso. Renacieron, de lo profundo de esa mente, comodel desorden de un archivo, semiolvidadas figuras arcaicas, y elmirador familiar se colmó de sombras ligeras.
Entonces observé queen el límite de nuestro paisaje, allá donde naufraga la arboleda yapenas deja filtrar la luna, crecía el esbozo de unas murallas y de unpalacio encantado. Abrióse una de las puertas del bastión —la que luegomandarían tapiar, para que nadie más la cruzase— y a través de ellaavanzó hacia nosotros un brillante séquito mudo. Al mismo tiempo que loimaginaba, el Escritor me transmitía su saber, gracias a lo cual meenteré de que aquel palacio era la Alhambra; Granada, la grácil ciudadque lo circuía; y el emir Boabdil, quien encabezaba la tropa que veníahacia nosotros. De nuestro lado, adelantóse un segundo cortejo. Si enel primero prevalecían los turbantes, las cimitarras, los albornoces ylas banderas distintivas de los diversos barrios granadinos —laentrada del Aceituno, la del Pescado, la de Bib-Arambla— y de losconsiguientes abencerrajes, almoradíes, sarracinos y gazules, triunfabaen el otro el frío relámpago de las armaduras, de los yelmos, de loslanzo-nes y el tremolar de los estandartes cristianos, en torno de losReyes Católicos. Con ellos estaban sus hijos: Isabel, viuda recientedel heredero portugués; Juana, Juan y la pequeña Catalina. Isabel eradulce; los dos siguientes, apasionados, arrebatados. Juana enloquecióde amor, y a consecuencia del amor murió Juan, el tartamudo, muyjoven; a Catalina la sacrificó, también por la violencia amorosa, sumarido, el rey Barba Azul de Inglaterra.
Fue una escena breve, bellay punzante. Abu-abd-il-Lah-Mahommad, llamado también Boabdil, el ReyChico y Zogoibi, era moreno, de rostro fino, rodeado por una barbacastaña. Sus ojos verdinegros se encendían, orientales, y no podíanser más tristes. Resplandecían, casi fosforescentes, como extrañoscoleópteros, en el oro pálido de la faz que sombreaba, hacia lassienes, el azul de las venas. Tenía mayor intensidad el lustre de esosojos que el de las esmeraldas y rubíes de su corona, que el de suchaqueta verde y carmesí, que el de la aljuba, vestidura morisca,granate, que a medias le cubría la coraza. Traía las llaves de laAlhambra en la mano derecha, como un hacecillo de espinas. Descabalgó,y su pendón de damasco rojo, con la banda diagonal y bermeja, rozó elsuelo. Gravemente, se aproximó a los reyes de Castilla y Aragón. Todoscallaban, y no sé si el gorjeo delgado que palpitaba en el silencioprocedía de las aves de los huertos andaluces o de los pájaros denuestra quinta. Boabdil quiso besar las manos regias, pero no lotoleraron los Católicos. Don Fernando lo abrazó y recibió las llaves.Detrás, en la ribera del Genil, movíanse como en un sueño que tornabanmás vago aun las fogatas leves, los señores de las escoltas. Como unagran flor escarlata, el ropaje del cardenal Mendoza llameaba en lamañana de aquel 2 de enero de 1492. Dijo el Rey Chico, al presentar lasllaves, que de repente hirió un rayo de luz: "Son tuyas, oh rey,puesto que Alá lo decreta: usa tu victoria con clemencia y moderación."Levantó los párpados, y su doloroso mirar se cruzó con el de laprincesa Juana. Había lágrimas en los ojos de la niña. Era la única quelloraba en ese instante. El llanto famoso de Boabdil fluiría después,cuando su madre, la sultana Aixa, lo recriminase con frase célebre.Pero en la ceremonia que puso sello a su derrota, el llanto de Juanafue para el emir moreno como un suave rocío que sació la sed de suvergüenza. El alma de Boabdil lo bebió, anhelosa, y se sintióapaciguado. Luego tiró de la brida; caracoleó el caballo, arrastrandola gualdrapa de terciopelo púrpura, y el último soberano musulmán deGranada se alejó, rumbo a su propio llanto, rumbo a su diminuto yefímero reino de las Alpujarras, rumbo también a su pronto finalsangriento, al servicio de un príncipe africano. Llevaba consigo, en elpecho, las lágrimas de la infanta niña, como un invisible collar.
Hubouna pausa, un entreacto corto, como en el teatro, y el tablado se armórápidamente para otra función. Donde estuvo antes la blanca silueta deGranada, internóse una galería penumbrosa, que recorría, de arribaabajo, el afán de los cortesanos. Estábamos en Burgos, en la Casa delCordón, la de los Condestables de Castilla, residencia de Fernando eIsabel, cuatro años después de la rendición de Boabdil. En medio deltrajinar susurrante, un hombre, un viejo, permanecía aislado. Vestía defranciscano y la barba le nevaba, patética, sobre la ropa talar. Nadiese detuvo a hablarle; nadie acudió junto a su escaño duro; pero si seobservaba bien, había alrededor del modesto personaje un claror casiirreal, como si el astuto coreógrafo que combinaba el cuadro proyectasesobre él un haz de mágica luz, que lo separaba del resto y loexaltaba. Hacía tiempo que el viejo esperaba que los monarcas lorecibiesen, mas ahora no disponían para él ni de un minuto. Laatención de la corte centrábase en la princesa Juana, que prontocasaría. La suya sería una boda incomparable, preludio del universalreinado, pues alguna vez, a causa de ella, se reunirían las posesionesde España y de allende el enigmático mar, con las del emperador y lasde la estirpe de Borgoña. No se podía gastar ni un minuto en elanciano que aguardaba con traza de monje limosnero. Los segundos, losminutos y las horas eran para el discreteo frívolo; para los cálculosde la diplomacia y su ajedrez; para admirar el ajuar, maravilloso de lainfanta —que luego se perderá en un naufragio, pues Dios castiga a sumanera—; para pasmarse ante el retrato, los retratos del Hermoso(¿acaso no se le conocen treinta retratos, pinturas, miniaturas,estatuas, medallas, tapices, con el Toisón y sin él, armado o cubiertode pieles de marta?), retratos del gran bailarín, el gran jinete, elgran cazador y excelso en deportes, el gran enamorado de todas lasseñoras y doncellas. Y el viejo fraile rumiaba su desesperación. Enesta oportunidad, traía las palmas desnudas: por eso lo acogían tanmal. Sólo traía sus fábulas, en las que ninguno creía ya, los relatosde la geografía fantástica, de San Brandan, de la isla de Cipango, degigantes, enanos y amazonas. ¿Y el oro prometido de las Indias, el orodel Kan de Tartaria? Algún día llegará...
Entretanto, en el extremode la galería, una puerta se abrió, como se abrió la que luegocondenarían para siempre, en la fortaleza de Granada. Y por allíinvadió el corredor un grupo de hombres y mujeres muy jóvenes, delservicio aristocrático. Venían hacia el viejo como si danzaran, como siflotaran, multicolores, cantarinos, volanderos. Diríaselos escapadosde una pajarera. Jugaban entre sí y se daban los nombres de los héroesde la larga novela de caballerías que acababan de leer: Amadís,Briolanja, Oriana, Galaor... En el centro fulgía la infanta. Los pajesextendieron, como un inmenso estandarte, un tapiz, uno de los cincopaños de oro de "El triunfo de la Madre de Dios". Y las dueñas reían yse mostraban un soberbio manto de brocado y sus heráldicos dibujos. Semostraban los espejos que las turquesas guarnecían. Hacían aletear elcolibrí de los abanicos de tres clases: el aventador, la bandera y larueda que se podía plegar. Los había de oro, con rosas esmaltadas, conperlas, con mangos de filigrana, con plumas de pavo real; los había depaja y de sedas policromas. Pasaban de mano en mano, como si losventalles volasen también. Ya se iban las dueñas y los pajecillos, yadesaparecían, ya sucedió el silencio ceremonioso al piar de sudonaire. Pero antes, al cruzar junto al anciano meditabundo cual si lacondujesen en vilo, Juana y sus diecisiete años y su frágil felicidadsonrieron a la amargura de Cristóbal Colón. Y el almirante se guardóesa sonrisa, ese broche de diamantes palaciegos, como Boabdil se guardóel claro collar de lágrimas.
El Escritor entrecerró los ojos,cansado. No quería pensar en la Loca, en los cuarenta y seis años de suprisión en la mazmorra de Tordesillas; en las infamias; en los que laenloquecieron; en esa madre de cuatro reyes, tirada en un rincón de suaposento, bajo los mismos paños de oro de "El triunfo de la Madre deDios", negándose a mudar sus vestidos sucios, malolientes, a lavarse;arrojando cacharros a las camareras y gritando enfurecida; en la Loca,persiguiendo con la memoria alucinada al espectro del Hermoso.
YVictoria de los Ángeles seguía cantando. El Renacimiento giraba entorno del Escritor, cambiaba guantes perfumados, diseñaba posturas.¡Cuánta belleza y cuánta congoja! Volvimos lentamente hacia eldormitorio de la planta alta, donde yo duermo junto a mi amo, y cuandoatravesamos la pequeña sala, nos paramos un instante frente al óleo deDoña Juana, por Pradilla, que está sobre la chimenea, un estudiodestinado al vasto cuadro en el que la Loca acompaña el ataúd deFelipe. Pradilla fechó ese esbozo en Roma, el año 1876, y lo dedicó aJosé Moreno Nieto, el sabio político que explicaba filosofía árabe.
No,mi señor no escribiría su novela de Doña Juana. ¿Realizaría por fin lade Heliogábalo? Al advertir la intensidad con que había creado las dosescenas fugaces de las que fui único testigo, en la terraza, valoré,una vez más, hasta qué punto necesitaba mi dueño retornar a la pazconstructiva de sus cuadernos, ennegrecidos por los trazos de lacaligrafía nerviosa. Ya no sentía yo celos del adolescente romano. Y alotro día, mientras caminábamos por el pueblo, mientras recorríamos,las cuadras que encendía el sol, en medio de la lucha iracunda de losdos altoparlantes —el que repetía tangos rezongones, desde el hotel delsindicato, y el que multiplicaba los anuncios comerciales, desde lamunicipalidad—, me alegró que Heliogábalo, fino y desnudo, caminasetambién con nosotros.
 
XIX
LAS CUEVAS PINTADAS



Pocotiempo después de lo que narro, cayó en las manos de mi señor unsucinto folleto, de origen oficial, dedicado al Parque Arqueológicodel Cerro Colorado. Leyó en él párrafos de una prosa tan enervantecomo la que sigue: "Los afloramientos presentan señales evidentes deldiatrofismo y se caracterizan por fuertes pendientes debido a losmovimientos del zócalo cristalino del faldeo de la sierra grande."Pese a la traba seria que implicaba esa literatura, lo recorrió hastael final. Supo así que el verdadero descubridor de las raraspictografías que cubren allá las paredes de las cuevas, fue LeopoldoLugones, quien publicó un artículo sobre ellas en 1903. Quizás, yaentonces, el Destino lo guiaba hacia el sitio encantado donde loaguardaban la sencillez y la claridad de la revelación. Un sabioafectuoso, conocedor de su interés por el asunto, le envió desde BuenosAires un segundo folleto, más extenso y mejor redactado, "Laspictografías de Córdoba", de Clemente Ricci, y si el hecho de que elgran poeta hubiese sido quien comunicó la existencia de las pinturasindígenas reforzó su entusiasmo, los elementos que le suministró esteanálisis lo afirmaron en la idea de que debía llegarse hasta el parajeque las alberga, en los límites de Córdoba y de Santiago del Estero.Efectivamente, en 1928, Ricci arriesgaba la tesis de que las grutasfueron templos consagrados al culto solar, que pasó de América a Asia yde allí a Grecia y Roma para incorporarse luego al Cristianismo. Susbóvedas, según el estudioso mentado, reproducen en su escueto grafismoal firmamento cordobés, en las medianoches correspondientes alequinoccio de primavera. El bello mito de los adoradores del Sol y delos planetas, razón de ser de la vida del sacudido Heliogábalo, estabapresente a algunas leguas de la quinta. Hilos misteriosos enlazaban,por encima de los hemisferios, al héroe Cal antihéroe) de su libroprobable, con la atmósfera que nos rodeaba, y el Escritor presumió—porque esas grutas serían, sin duda, numerosas, y muchas no halladasencuadrarían también al quintón en las próximas sierras— que tal vezen su ámbito encontraría la fuerza inspiradora que exigía su trabajoescurridizo y que se le rehusaba hasta entonces.
Desde ese momento,sólo pensó en organizar el viaje, y lo consiguió con ayuda de buenosamigos. Una mañana, a las siete, partieron cuatro automóviles rumbo alCerro. En uno de ellos, conducido por el coleccionista de santosantiguos, a quien debimos el hechizo de Victoria de los Ángeles, ibanasimismo mi amo, el museólogo y el muchachito que parece un modelo deBenvenuto Cellini y que testimonió la colocación de la estatua deAquiles en la Via Appia. Yo me ovillé a sus pies, metido el hocico bajouno de los asientos, y jamás sufrí un mareo tan total como el queexperimenté durante horas de menearnos y brincar y andar a lostopetazos, en pos de las consabidas pinturas. De vez en vez, alzabamis ojos melancólicos y mi nariz saturada por el hedor de la naftahacia las pupilas del Escritor. Veía desfilar, por las galerías de sualma, a Lugones —a quien mi amo trató diariamente, años y años atrás,durante su época de periodista, y de quien conserva una cartagenerosa—, a Heliogábalo, al pequeño Cellini y, lo que es másinesperado y me llenó de regocijo, a mí mismo, ya elástico y corredor,ya tendido y escultórico. También, de repente, surgió allí la imagensemiconjurada de Leonardo. Fue a la sazón cuando brilló el mirar de miamo, porque recordó, súbitamente, las predicciones que le formularonlos versos de Ovidio, en la casa de Günter, y la lectura de sus manospor Madame Pamela, augurándole el uno que el mozo se separaría de supadre y se remontaría hacia el triunfo del vasto cielo, y el otro queel poderoso sería abandonado por el débil. ¿Era él, acaso, el poderoso?¿En qué parte residía el poder? Aventó la preocupación y fijó sus ojosen el paisaje. Al rato había descartado esa pasajera inquietud y yo,nuevamente yo, el mareado Cecil Whippet, torné, para mi rebosantejúbilo, a apoderarme de su imaginación.
La tierra roja ("es como siestuviéramos en Misiones", dijo el Escritor, por no perder lacostumbre) preludió, a eso de las once y media, la cercanía del CerroColorado. En el curso del trayecto había llovido, cosa excepcional quefacilitó la excursión, porque nos habían prevenido de que aquella eszona de calores grandes. Divisamos, por fin, a la izquierda, la masaondulante de rocas, recogimos en una parada a un guía amable y tosco—pues la autoridad, algo tardíamente, no permite que la visita serealice sin su asistencia, para evitar robos de estúpidos acaparadoresde "recuerdos" y fervores de enamorados en vacaciones, ansiosos porinmortalizar iniciales, nombres y fechas junto a los arcaicos dibujos—,y pronto bajamos de los vehículos. Me desentumecí, estiré elespinazo, bebí la pureza del aire, y observé que mi dueño considerabacon cariño mi silueta huesuda. Ya nos interpelaban los demás miembrosdel safan. Estaban allí, entre otros, la fotógrafa prestigiosa,coautora de un notable libro de imágenes de los escritoreslatinoamericanos; el pintor amigo de mi señor; el periodista cordobésque se especializa en la crítica teatral; el sensible hombre de letrasque dirige el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; la romanainteligente, becada por la Universidad de Nuevo México para prepararuna tesis sobre lo grotesco y lo irónico en la obra de mi amo, a partirde su novela del siglo XVI; y varios parientes jóvenes y animosos. Mequitaron la trailla y, feliz, eché a correr, precediendo al grupo. Ésteme siguió, zigzagueando. Sobre nosotros, el vasto cielo desgarraba susnubarrones y mostraba, como correspondía al lugar, su azul bruñido porel sol. El Cerro, los cerros, se agrietaban, diabólicos, corroídos porla violencia de las tempestades y de las ahora ausentesprecipitaciones de agua. En ciertas partes, el suelo oblicuo seestiraba como una pareja, resbaladiza sábana, verde y gris; en otros seapiñaban los peñascos ocres que los líquenes convertían en bárbaras ygigantescas joyas. Y arriba las cuevas abrían sus fauces, sus rotasdentaduras, sus negras órbitas que sombreaban, como párpadosresquebrajados, los repliegues que burilaba la cruel erosión. Allá nosesperaban, como esperaron al poeta, en las dos cavernas principales,los 482 motivos proclamados por el orgullo del guía, "de los que 231son figuras humanas y el resto motivos geométricos".
Treparon losexcursionistas, resbalando, apoyándose en bastones, asiéndose dematas, buscando senderos imposibles. Mi amo se ató el sombrero de pajacon un pañolón. Me puse a su lado y lo oí jadear. A diestro ysiniestro, sonaba el clic-clic de las fotografías, y el atribuladoEscritor trataba, vanamente, ingenuamente, de adoptar actitudesperdurables. Me sentí más liviano que nunca, más contento de ser lo quesoy, un flaco lebrel inglés, tataranieto de Anubis... aunque a Anubislo hubiesen transportado en andas, balanceándose sobre hombros morenose inseguros, mientras que yo saltaba de piedra en piedra y probaba quemis patitas, de apariencia tan frágil, poseen la solidez y laflexibilidad del acero.
De esa suerte, socorriéndose entre sí lospobres humanos, llegamos todos a las guaridas que custodian laspinturas. No diré, por cierto, que éstas defraudasen a los viajeros,mucho más artistas que arqueólogos, pero sí subrayaré en seguida quemás les impresionaron las grutas y el fabuloso paisaje que desde ellasse abarca, que los grafismos propiamente dichos, quizás porque estosúltimos son exiguos y pálidos, si se los coteja con los de esas cuevasde Alta-mira y Lascaux que no cesaban de citar, y porque en cambio lascavernas de escasa profundidad y extensión son maravillosamenteextrañas e irisadas, casi frenéticas con tanto jirón, rasgadura yboquete, y porque el panorama del contorno se dilata doquier,multiplicando formas y lejanías. En cuanto a los diseños rupestres,hay allí también —como los huéspedes se repitieron— síntesisoriginalísimas de exactitud e invención, y diseminan en las paredesenjambres de animales —llamas, guanacos, reptiles, cóndores— y depersonajes curiosos que comprenden desde el conquistador hispano, en sutemible corcel, hasta procesiones de estilizados guerreros indios aquienes preside la eminente silueta del hechicero.
Miráronlas yremiráronlas mis amigos. Las discutieron, las fotografiaron, alabaronel negro, el blanco y el rojo que utilizaron sus creadores. Otro tantohizo mi dueño, pero yo, que capto sus emociones mejor que nadie, losentí como despegado del asunto —a él, que había provocado la gira—, locual me intrigó sobremanera, y aproveché una ocasión en que,habiéndose apartado de los restantes, oteaba el ancho horizonte desdeuna anfractuosidad, para deslizarme hasta él y discernir qué le pasaba.Entonces me asombró comprobar que estaba como encendido por dentro yque esa luz cálida lo transportaba de alegría. Como es lógico, aquelladicha insólita me contagió un alborozo que no supe reprimir y, noobstante el riesgo físico que implicaba mi exaltación al borde delabismo, rompí a brincar en torno. Entretanto advertí que, del mismomodo que en las grutas se entrelazaban, agrupaban y desasían lasimágenes indígenas, en su mente se sucedían, concertaban y separabanlas representaciones de los seres naturales o sobrenaturales que yoconocía harto bien: Heliogábalo, Aquiles, la Reina Loca, las Tías, lamadre del Escritor, Mr. Littlemore, Leonardo, Madame Pamela y hastaMiel y la gata Sara, y lo que colmó mi frenesí fue comprobar que mipropia y mezquina estampa los ganaba a todos en estatura, porque yoiba y venía por el laberinto de su cabeza, como propietario de suintimidad, y estaba simultáneamente en el conjunto de sus galeríassecretas.
La euforia que estremecía a mi amo no lo abandonó nidurante el improvisado almuerzo que se desarrolló en la margen del ríomedio oculto por la arboleda, donde antaño debieron cobijarse laschozas de los autóctonos pintores; ni durante la visita a dostristísimas casas que habían incluido en el itinerario de regreso —lanatal de Lugones y la que vio la muerte de Fernando Fader—; ni en elcurso del viaje de vuelta a la quinta. Mientras el auto nos zamarreabade lo lindo, le oí contar, para el coleccionista de santos coloniales,el museólogo (que no paró de protestar por el estado de las casas querecorrimos) y para el pequeño Cellini, la historia de Heliogábalo queya sé de memoria. Y del fervor que puso al hacerlo, inferí que en lascuevas dibujadas su luminosa felicidad derivó de que finalmente habíatenido la visión completa de su libro, y de que en cualquier momentoempezaría a escribir la novela del emperador romano.
Lo confirmé aldía siguiente, cuando descendió a la biblioteca, se acomodó frente alescritorio y abrió un gran cuaderno de gruesas tapas azules. Me atrevía empinarme a su lado y cuáles no serían mi arrebato y mi sorpresa,cuando avizoré que en la página virgen, allí donde supuse quetrazaría, con firmes letras de imprenta, el título "Heliogábalo", envez diseñaba lentamente mi nombre, "Cecil".
Se volvió hacia mí, quetemblaba y hacía relampaguear de gozo las piedras esmeraldinas delcollar. Me acarició el lomo, la cabeza, el hocico y hasta los ojos enlos que espejeaba el llanto. Luego tomó su vieja pluma y la tintaennegreció las líneas leves. Contuve la respiración y lancé un suaveladrido amoroso, en tanto se armaba el párrafo inicial:
"Creo que lohe fascinado y sé que él me ha fascinado también. Presumo que nosperteneceremos el uno al otro hasta que la muerte ocurra. ¿Cuál vendráprimero, desnuda, fría y alta, a visitarnos? ¿La suya, la mía? La mía,probablemente, pese a que él está lejos ya de ser un niño..."


6 de noviembre de 1971 — 21 de febrero de 1972.



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Nunca supe que hubiera apellido Whippet, yo poseo un auto de esa marca del año 1926, la historia de la marca dice que pusieron ese nombre por una raza de perros muy rapida de origen ingles..
publicado por Atilio Pagani, el 15.10.2008 21:45
Cierto, El whippet es una raza de perro de origen británico, esbelto y de porte elegante.
Cecil es un whippet que lleva ese nombre en honor a Cecil Beaton, pues los Cárcano se lo regalaron en su estancia San Miguel, en Ascochinga, el día en que conoció al famoso fotógrafo. El recurso literario ya había sido empleado por Virginia Woolf con su “Flush” , en el que un cocker spaniel cuenta la vida de la poetisa Elizabeth Barret-Browning. Aquí Cecil nos cuenta la vida del novelista instalado para siempre en las sierras de Córdoba.
“Cecil” es su primer libro escrito en El Paraíso, Córdoba (hoy en dia es un museo que recomiendo que visiten, a mi me encanto. ayor informacion en: http://www.fundacionmujicalainez.com).
Saludos y gracias por el comentario.
publicado por xaver, el 17.10.2008 03:22
hola esto no me sirve para nada
yo estoy buscando cosas de hadas y su dignidad o fortalez a si que ya borran esto puede ser?
POR FAVORRRRRRRRRRRRRRRRR
publicado por melina, el 03.05.2010 20:50
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Alberto Javier Maidana

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No soy escritor, poeta, ni licenciado en letras, soy: programador de oficio, ex-estudiante de física, estudiante de ingeniería , y empleado publico, pero también soy coleccionista de cuentos (sobre todo de hadas, antiguas sagas, mitos y leyendas) me fascina las historias Nórdicas, Germanas, Celtas y Griegas. Recopilo cuentos en la red y en libros. Cito las fuentes por sobre todo por respeto a su labor como autor, editor , traductor. Espero algún día poder publicar algo 100% mio ya que no solo acopio, sino que también aprendo. También invito a quien tenga alguna historia, cuento o mito que desee compartir , me lo envían por email y lo publico formando este parte de la colección.
Dedico este blog a dos personas muy especiales para mi, a Cecilia (que será ;yo siento; en un futuro cercano, una gran y prestigiosa Licenciada en letras "y por que no Doctora en letras") y Juanito (un ángel con todo una vida por delante) quienes compartieron un momentos de su vida conmigo pero el destino nos separo, pero siempre estarán en mi corazón.
Agradezco a todos que se tomaron su valioso tiempo en ver mis publicaciones y quienes ingresen al blog por lo mismo, a quienes se tomaron el trabajo de comentar, pero por mi carencia no pude contestar.
Y no puedo terminar sin decir perdón por mis faltas y gracias por compartir conmigo este rincón que quise que sea mágico y puro ya que no soy escritor pero me siento un NARRADOR DE CUENTOS y ese es el fin de este blog. saludos Xaver
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