KARI Falda-de-Madera
Seleccionados y presentados por Ulf Diederichs
Erase una vez un rey que se había quedado viudo. Con su esposa, había tenido una hija que tenía tan buen corazón y era tan bella que nadie podía tener mejor corazón y ser más bella que ella. El rey guardó luto por su esposa durante mucho tiempo, por lo mucho que la había amado; finalmente, sin embargo, se cansó de sentirse tan solo, de modo que se casó con una reina viuda que también tenía una hija, pero tan fea y tan mala como bella y buena era la otra.
La madrastra y su hija envidiaban la belleza de la princesa, pero, mientras el rey permaneció en casa, no se atrevieron a hacerle ningún daño, dado lo mucho que el rey la quería.
Pasado un tiempo, sin embargo, el rey entró en guerra con otro rey y partióa la batalla. La reina pensó entonces que había llegado el momento de hacer lo que quisiera, así que golpeó a la princesa, le hizo pasar hambre y la echó de todas partes. Todo le parecía demasiado bueno para la princesa. Finalmente, decidió que tenía que cuidar las vacas, llevarlas a pacer al bosque y a la montaña. Le daban muy poco de comer, incluso a veces no le daban absolutamente nada; la princesa se quedó pálida y flaca, y siempre estaba afligida y llorando.
En el rebaño que apacentaba había un gran toro azul que se mantenía siempre limpio y reluciente. A menudo, se acercaba a la princesa y dejaba que ésta le acariciara la cabeza. Una vez que ella estaba muy afligida, llorando, se le acercó y le preguntó por qué estaba siempre tan triste. Pero ella no le contestó; simplemente siguió llorando.
-Creo que ya sé qué es lo que te pasa -dijo el toro-, aunque no me lo quieras decir. Lloras porque la reina es siempre mala contigo y porque casi te mata de hambre. Pero por la comida y la bebida no tienes que preocuparte: en mi oreja izquierda hay un mantel; si lo sacas y lo extiendes, tendrás todo lo que pidas tanto de comer como de beber.
Asi lo hizo. Sacó el mantel, lo extendió sobre la hierba y a continuación éste se llenó de los más deliciosos manjares que uno pueda desear, Además de vino, aguamiel y turrones. Pronto volvió a recuperar las fuerzas y se puso tan atractiva, tan sonrosada y tan blanca que la reina y su flaca y seca hija se quedaron verdes y amarillas de pura rabia.
La reina no podía explicarse cómo era posible que su hijastra tuviera tan buen aspecto con lo mal que la alimentaba; por esta razón, ordenó a una muchacha que la siguiera al bosque y descubriera a qué se debía, ya que pensaba que alguno de los criados le estaba dando algo de comer. Así pues, la muchacha la siguió hasta el bosque y la observó; entonces vio cómo la hijastra sacaba el mantel de la oreja del toro azul y lo extendía sobre la hierba, tras lo cual éste se llenaba de los más deliciosos manjares que la princesa se comía y con los que se regalaba. La muchacha se lo contó a la reina.
Pero el rey estaba ya de regreso a casa tras haber vencido al otro rey contra el que había entrado en campaña. El palacio entero se llenó de alegría, pero nadie se alegró más que la hija del rey. La reina, sin embargo, fingió estar enferma y sobornó al médico para que dijera que no sanaría si no le daban de comer la carne del toro azul. La princesa y la gente de palacio preguntaron al médico si no habría alguna otra cosa que pudiera ayudar y suplicaron por el toro, pues todos le tenían en gran estima y decían que en todo el reino no había un animal como aquél; pero no, debía y tendría que ser sacrificado; no quedaba más remedio.
Cuando la princesa oyó aquello, se afligió mucho y bajó al establo a ver al toro. Allí estaba con la cabeza gacha y parecía tan afligido que ella se echó a llorar.
-¿Por qué lloras? -preguntó el toro.
Entonces le contó que el rey había vuelto a casa, que la reina había fingido estar enferma y había obligado al médico a decir que no volvería a sanar si no le daban de comer la carne del toro azul, así que habían decidido sacrificarlo.
El toro respondió:
-Una vez que me hayan matado a mí, te matarán también a tí; pero si no quieres que esto suceda, marchémonos los dos de aquí esta misma noche.
La princesa pensó que no estaba bien abandonar a su padre, pero que peor sería quedarse en casa con la reina, así que le prometió al toro que se marcharía con él.
Cuando llegó la noche y todos se habían retirado ya a descansar, la princesa bajó a hurtadillas al establo; allí, el toro se la cargó sobre el lomo y se marchó con ella lo más deprisa que pudo. A la mañana siguiente, cuando la gente se levantó y fue a sacrificar al toro, éste había desaparecido; y cuando el rey se levantó y preguntó por su hija, descubrió que ésta también había desaparecido. El rey, decidido a encontrarla, envió mensajeros a todos los confines de la tierra y la hizo llamar echando todas las campanas al vuelo, pero nadie pudo descubrir ni rastro de ella. Entretanto, el toro siguió avanzando al trote con la princesa por muchos países extraños, hasta que finalmente llegaron a un gran bosque de cobre en el que tanto los árboles como las ramas, las hojas y las flores eran de cobre puro. Pero, antes de continuar su camino, el toro le dijo a la princesa:
-Cuando entremos en este bosque, habrás de tener cuidado de no tocar ni siquiera una hojita; si lo haces, ambos estaremos perdidos, pues aquí vive un trol con tres cabezas que es el amo.
¡No, por Dios! Tendría cuidado y no tocaría nada.
Se adentraron con mucho cuidado en el bosque. La princesa se inclinaba, se agachaba y apartaba las ramas con las manos, pero el bosque era tan tupido que resultaba casi imposible pasar a través de él y, por más cuidado que puso, no se dio cuenta de que una hoja se desprendía y le caía en la mano.
-¡Oh, no! ¿Qué has hecho? -dijo el toro-. Ahora tendré que pelear a vida o muerte. En fin, guarda bien la hoja.
Al poco tiempo llegaron al final del bosque. Entonces apareció resollando un gran trol que tenía tres cabezas.
-¿Quién ha tocado mi bosque? -exclamó.
-Este bosque es tan mío como tuyo -dijo el toro.
-¡Eso ya lo veremos! -gritó el trol.
-¡Pues vamos a verlo! -dijo el toro.
Se abalanzaron el uno sobre el otro y el toro embistió y golpeó con todas sus fuerzas; pero como el trol no le iba a la zaga, pasó un día entero hasta que el toro pudo vencerlo. Sin embargo, tenía tantas heridas por todo el cuerpo y estaba tan agotado que era incapaz de dar un paso. Tuvieron que descansar un día entero. Transcurrido ese día, el toro le pidió a la princesa que cogiera el cuerno con ungüento que el espíritu maligno llevaba colgando de su cinturón y que le untara las heridas con el ungüento. Cuando la princesa lo hubo hecho, el toro volvió inmediatamente a estar fresco y sano, de modo que al día siguiente pudieron continuar su viaje.
Viajaron días y días, y por fin llegaron a un bosque de plata; allí, tanto los árboles como las ramas y las hojas y las flores eran de plata pura. Pero, antes de proseguir su viaje, el toro dijo a la princesa:
-Cuando entremos en este bosque has de tener mucho cuidado. No debes tocar nada; no debes arrancar ni siquiera una hojita; de lo contrario, ambos estaremos perdidos, pues aquí vive un trol con seis cabezas, al cual pertenece este bosque y contra el que yo creo que no podré hacer nada.
La princesa dijo que tendría mucho cuidado y no tocaría ni lo más mínimo. Pero, cuando entraron en el bosque, se dio cuenta de que éste era también tan tupido y espeso que apenas podían avanzar. La princesa tuvo todo el cuidado que pudo, apartó con las manos las ramas que se interponían en su camino, pero las ramas le golpeaban constantemente en los ojos y, sin saber muy bien cómo, volvió a arrancar una hoja.
-¡Oh, no! ¿Qué has hecho? -exclamó el toro-. Ahora tendré que volver a pelearme a vida o muerte, pues el trol que vive aquí tiene seis cabezas y es el doble de grande que el anterior. En fin, guarda la hoja con mucho cuidado.
Poco después llegó el trol.
-¿Quién ha tocado mi bosque? -exclamó.
-Este bosque es tan mío como tuyo -dijo el toro.
-¡Eso ya lo veremos! -gritó el trol.
-¡Pues vamos a verlo! -dijo el toro y se abalanzó sobre el trol, le perforó los ojos y le atravesó el cuerpo con los cuernos de tal forma que le hizo jirones los intestinos; pero, a pesar de eso, el trol se defendió con valentía, así que pasaron tres días enteros antes de que el toro pudiera acabar con él. Sin embargo, se quedó tan agotado y en un estado tan lamentable que apenas se podía mover; su cuerpo estaba lleno de heridas de las que manaba sangre. Entonces le dijo a la princesa que cogiera el cuerno con ungüento que el trol llevaba colgando de su cinturón y le untara las heridas con el ungüento. Ella así lo hizo y las heridas volvieron a curarse enseguida. Pero el toro estaba tan agotado que tuvieron que descansar una semana entera hasta que estuvo en condiciones de seguir adelante.
Volvieron a ponerse en marcha, pero el toro seguía estando tan débil que al principio sólo pudieron ir muy despacio. Para que no tuviera que hacer tanto esfuerzo, la princesa le dijo que ella era joven y tenía el paso ligero, de modo que podía ir andando, pero el toro no consintió y le dijo que se volviera a montar en él. Así, siguieron viajando mucho, mucho tiempo, y atravesaron tantos países que la princesa ya no sabía en qué lugar del mundo se encontraban.
Pero llegaron por fin a un bosque tan bello que destilaba oro por todas partes, pues tanto los árboles como las ramas y las hojas y las flores eran de oro puro. Y todo volvió a ocurrir exactamente igual a como había sucedido en el bosque de cobre y en el bosque de plata. El toro le dijo a la princesa que bajo ningún concepto podía tocar hoja alguna, pues allí vivía un trol de nueve cabezas que era mucho más grande y mucho más fuerte aún que los otros dos juntos, y que creía que a éste sería absolutamente incapaz de vencerlo. Ella dijo que no, que tendría mucho cuidado y no tocaría absolutamente nada, que podía estar seguro de ello.
Pero, cuando entraron en el bosque, descubrió que éste era mucho más tupido y más espeso aún que el de plata. A medida que iban adentrándose en él, iba siendo cada vez peor: el bosque se iba volviendo cada vez más tupido y más espeso, y al final parecía ya completamente imposible atravesarlo. La princesa se inclinaba, se agachaba y apartaba las ramas con las manos, pero éstas le golpeaban constantemente en los ojos; llegó un momento en que ya no pudo ver nada y, antes de que pudiera darse cuenta, tenía en la mano una manzana dorada. Entonces se sintió aterrorizada, se echó a llorar y quiso tirar la manzana. Pero el toro le dijo que se quedara con ella y que la guardara bien, y la consoló lo mejor que pudo, aunque dijo que iba a ser una lucha dura y que no sabía si esta vez todo iría tan bien.
No había pasado mucho tiempo cuando llegó el trol de las nueve cabezas.
-¿Quién ha tocado mi bosque? -exclamó.
-Este bosque es tan mío como tuyo -dijo el toro.
-¡Eso ya lo veremos! -gritó el trol.
-¡Pues vamos a verlo! -dijo el toro, y entonces se abalanzaron el uno sobre el otro de una forma tan violenta que la princesa estuvo a punto de desmayarse. El toro le perforó los ojos, se los arrancó de la cabeza y le atravesó el cuerpo con los cuernos de tal forma que se le salieron los intestinos. Pero, a pesar de ello, el trol seguía luchando con la misma bravura; en cuanto el toro mataba una cabeza, las otras volvían a cobrar vida inmediatamente, de modo que pasó toda una semana hasta que el toro consiguió matar al trol.
Pero también él estaba tan agotado y en un estado tan lamentable que no podía moverse; ni siquiera tenía fuerzas para decirle a la princesa que cogiera el cuerno con ungüento que el trol llevaba colgado del cinturón y le untara el ungüento; ella lo hizo sin que nadie se lo dijera, y entonces el toro volvió a sentirse mejor. Pero tuvieron que pasar allí más de tres semanas enteras hasta que pudo recobrar las fuerzas necesarias para poder continuar el viaje.
Siguieron avanzando poco a poco, pues el toro dijo que aún les quedaba camino que recorrer. Después de haber viajado un tiempo y de haber cruzado muchas montañas cubiertas de bosques, llegaron por fin a una roca.
-¿Ves algo? -preguntó el toro.
-No. Lo único que veo es el cielo y este agreste terreno rocoso -repuso la princesa.
Pero cuando se adentraron más en la montaña, el terreno se volvió más llano y tuvieron una vista amplia.
-¿Ves algo ahora? -preguntó el toro.
-Sí. Veo un pequeño palacio, allí, muy lejos -dijo la princesa.
-Bueno, el palacio no es precisamente pequeño -dijo el toro. Llegaron después a una gran dehesa en la que había un escarpado muro rocoso.
-¿Ves algo ahora? -volvió a preguntar el toro.
-Sí. Ahora veo el palacio muy, muy cerca; ahora es mucho más grande que antes -dijo la princesa.
-¡Allí tienes que ir! -dijo el toro-. En el palacio, justo abajo, hay una pocilga; cuando entres, encontrarás una falda de madera; póntela, ve con ella al palacio, di que te llamas Kari Falda-de-Madera y pide que te den trabajo. Pero ahora debes coger tu cuchillo y cortarme la cabeza con él; cuando lo hayas hecho, desóllame, coloca dentro de mi piel la hoja de cobre, la hoja de plata y la manzana de oro y guárdalo todo abajo, al pie del muro de roca. En la montaña hay un bastón; cuando en el futuro quieras algo de mí, no tienes más que golpear el muro de roca con el bastón.
Al principio, la princesa no se sentía en absoluto capaz de cortarle la cabeza al toro. Pero cuando éste le dijo que era el único agradecimiento que esperaba por todo lo que había hecho por ella, no le quedó más remedio; con todo el dolor de su corazón, cogió el cuchillo y le rebanó la cabeza, le arrancó la piel, metió dentro de ella la hoja de cobre, la de plata y la manzana de oro y a continuación lo guardó todo abajo, al pie del muro de roca.
Una vez hubo terminado, entró en la pocilga llorando y llena de una gran aflicción. Allí se puso la falda de madera y se encaminó con ella al palacio real. Entró primero en la cocina, pidió trabajo y dijo que se llamaba Kari Falda-de-Madera. Sí, dijo el cocinero, claro que le podían dar trabajo si quería fregar y limpiar en el palacio, pues la que lo hacía antes había huido de allí.
-Pero seguro que, cuando lleves una temporada aquí, te hartarás y acabarás huyendo también -dijo.
Ella dijo que no, que seguro que no lo haría.
Así que se quedó en el palacio y realizó su trabajo ordenada y puntualmente. Un domingo que esperaban visita de fuera, Kari pidió permiso para que le dejaran subirle al príncipe el agua para lavarse. Los demás se rieron de ella y dijeron:
-¿Qué vas a hacer tú con el príncipe? ¿Crees que el príncipe va a querer saber algo de ti con el aspecto que tienes?
Pero ella no se dio por vencida, sino que siguió implorando hasta que le dieron el permiso. Cuando subió por las escaleras, hizo tal ruido con su falda de madera que el príncipe salió y le preguntó:
-¿Qué clase de individuo eres tú?
-Oh, sólo quería subirle al príncipe el agua para lavarse -dijo ella.
-¿Crees que voy a querer el agua que me traes? -dijo el príncipe, derramándosela por la cabeza.
Tuvo que retirarse sin haber logrado su propósito. Decidió pedir permiso para ir a la iglesia, cosa que no le podían negar. Sin embargo, antes fue a la montaña y golpeó el muro de roca con el bastón, tal como el toro le había dicho. El muro se abrió inmediatamente y de él salió un hombre que le preguntó qué quería. La princesa dijo que le habían dado permiso para ir a la iglesia a oír al predicador, pero que no tenía ningún vestido que ponerse. Entonces, el hombre le dio un vestido que era tan reluciente como el bosque de cobre; y también le dio un caballo y una silla de montar.
Cuando entró en la iglesia, estaba tan bella y elegante que todos se asombraron mucho y no podían explicarse quién era. Casi nadie escuchó las palabras del predicador, porque todos se dedicaron a observarla. El propio príncipe se quedó tan prendado de ella que no le quitó ojo de encima.
Cuando se disponía a salir de la iglesia, el príncipe se acercó a ella por detrás. Ella salió, el príncipe cerró la puerta de la iglesia y entonces se dio cuenta de que tenía entre las manos uno de los guantes de ella. Cuando la muchacha se había montado ya en su caballo, el príncipe se le acercó y le preguntó de dónde era.
-Soy del País de Lavar -dijo Kari.
Mientras el príncipe sacaba el guante para entregárselo, ella dijo estas palabras:
¡
Oscuridad tras de mí
y claridad por delante!
¡
Vamonos de aquí!
¡
Que el príncipe no vea
adonde me lleva
mi corcel galopante!
El príncipe nunca antes había visto un guante tan bello. Viajó de acá para allá, preguntando por el país del que procedía aquella distinguida dama que había dejado abandonado su guante. Pero nadie supo decirle dónde estaba.
El domingo siguiente, alguien tenía que subir a llevarle una toalla al príncipe.
-Ay, ¿no podría subir yo? -dijo Kari.
-¿Por qué no? -dijeron los demás que estaban en la cocina-. ¿Es que ya no te acuerdas de cómo te fue la última vez?
Sin embargo, Kari no se dio por vencida, siguió implorando hasta que le dieron permiso y, después, subió las escaleras corriendo de tal forma con su falda de madera que hizo mucho ruido. El príncipe salió el oír el ruido. Cuando vio a Kari, le arrancó la toalla de las manos y se la tiró a la cabeza.
-¡Lárgate de aquí, monstruo repulsivo! -dijo-. ¿Crees que me voy a secar con una toalla que has tocado con tus sucios dedos?
Luego el príncipe se marchó a la iglesia; Kari pidió permiso para ir también. Los demás, sin embargo, le preguntaron qué iba a hacer ella en la iglesia si no tenía otra cosa que ponerse que su falda de madera tan sucia y de aspecto tan repulsivo. Pero Kari dijo que le gustaban mucho las palabras del predicador y que sacaba mucho provecho de ellas. Entonces la dejaron ir. Pero antes fue a la montaña y golpeó con el bastón. Inmediatamente volvió a salir el hombre, que le dio un vestido mucho más bello y más lujoso aún que el primero. Estaba recubierto de plata por todas partes y relucía igual que el bosque de plata; el hombre le dio un bello caballo con una gualdrapa recamada en plata y riendas de plata. Cuando llegó a la iglesia, los feligreses que estaban en la puerta se quedaron asombradísimos y no pudieron explicarse quién era. El príncipe se acercó inmediatamente a ella para sujetarle el caballo mientras desmontaba. Pero ella se apeó rápidamente, de un salto, y le dijo que no era necesario, pues su caballo estaba tan bien adiestrado que se quedaba quieto cuando ella se lo ordenaba, y que a una señal suya iba y venía. A continuación entraron todos en la iglesia. Pero casi nadie escuchó las palabras del predicador, porque se dedicaron todos a observarla. El príncipe se quedó todavía más prendado de ella que la vez anterior.
Cuando terminó la misa, ella cruzó la puerta y fue a montar en su caballo. El príncipe se le volvió a acercar y le preguntó de dónde era.
-Soy del País de la Toalla -dijo la princesa, y en ese mismo momento dejó caer su fusta.
Cuando el príncipe se agachó para recogerla, ella dijo las siguientes palabras:
¡
Oscuridad tras de mí
y claridad por delante!
¡
Vamonos de aquí!
¡
Que el príncipe no vea
adónde me lleva
mi corcel galopante!
Desapareció y nadie supo hacia dónde se había encaminado rápidamente o hacia dónde había volado. El principe volvió a viajar de acá para allá, preguntando por el País de la Toalla. Pero nadie supo decirle dónde estaba, así que tuvo que regresar a su hogar sin haber logrado su propósito.
El domingo siguiente, alguien tenía que subirle un peine al príncipe. Kan volvió a pedir permiso para subir; pero los demás le recordaron cómo le había ido la última vez y se burlaron de ella por querer presentarse ante el príncipe tan mugrienta y tan fea como estaba con su falda de madera. Pero ella no paró de implorar, hasta que por fin la dejaron ir.
Cuando subió haciendo ruido por las escaleras, el príncipe salió rápidamente, le arrancó el peine de la mano y se lo tiró a la cabeza, diciéndole que se largara de allí inmediatamente. A continuación, el príncipe se marchó a la iglesia y Kari pidió permiso para ir también. Volvieron a preguntarle qué iba a hacer allí, que estaba tan mugrienta y tan fea y que ni siquiera tenía un vestido con el que presentarse ante la gente.
-Si el príncipe o cualquier otro te ve -dijeron-, lo pasaremos mal tanto tú como nosotros.
Pero Kari dijo que seguro que la gente tenía cosas más interesantes que mirar y no dejó de implorar hasta que, finalmente, le dejaron ir.
Y volvió a ocurrir lo mismo que en las dos ocasiones anteriores. Kari fue a la montaña y llamó con el bastón. Entonces volvió a salir el hombre y le dio un vestido que era todavía más elegante que el anterior, pues era de oro puro, adornado con muchos diamantes; y le dio también un caballo con gualdrapas bordadas en oro y riendas de oro.
Cuando la princesa llegó a la iglesia, el predicador y los feligreses estaban todavía en la puerta, de modo que la esperaron. El príncipe fue a sujetarle el caballo, pero ella se apeó rápidamente, de un salto, y dijo:
-No es necesario, pues mi caballo está tan bien adiestrado que se queda quieto en cuanto se lo ordeno.
A continuación, entraron todos en la iglesia y el predicador subió al pulpito. Pero nadie escuchó sus palabras, pues lo único que hacían todos era observarla y romperse la cabeza pensando de dónde podría ser. El príncipe se quedó todavía más prendado de ella que la vez anterior; no veía ni oía más que a ella.
Cuando terminó la misa y la princesa se disponía a salir de la iglesia, descubrió que el príncipe había vertido una cuba de alquitrán en el atrio para disponer de una excusa para ayudarla. Pero ella no se preocupó, puso el pie en mitad del alquitrán y montó en su caballo de un salto; sin embargo, su zapato de oro se quedó pegado al suelo. Cuando ya estaba montada en su caballo, el príncipe volvió a acercarse a ella y le preguntó de dónde era.
-Soy del País del Peine -dijo Kari.
Y cuando el príncipe se disponía a devolverle el zapato de oro, dijo estas palabras:
¡
Oscuridad tras de mí
y claridad por delante!
¡
Vamonos de aquí!
¡
Que el príncipe no vea
adonde me lleva
mi corcel galopante!
El príncipe, una vez más, no supo dónde se había metido, así que viajó durante mucho tiempo por todo el mundo, preguntando por el País del Peine. Pero como nadie supo decirle dónde estaba, hizo saber que tomaría por esposa a aquella a la que le encajase perfectamente el zapato. Llegaron entonces guapas y feas de todos los confines del mundo; pero tenían todas el pie tan grande que apenas podían intentar introducirlo en el zapato de oro. Llegó también la mala madrastra de Kari Falda-de-Madera con su hija, y a esta última sí le cabía el zapato. Pero era tan fea y tan mal parecida, que el príncipe sólo mantuvo su palabra muy a su pesar.
Se preparó pues la boda y a la hija la ataviaron como a una novia. Pero cuando el príncipe iba con ella a caballo hacia la iglesia, se encontró con un pajarillo en un árbol que cantaba:
Aquí un trozo de talón,
allá un trozo de los dedos.
El zapato de Kari de sangre lleno
y la novia llena de dolor.
Enseguida se dieron cuenta de que el pájaro tenía razón, pues la sangre rezumaba del zapato. Entonces todas las sirvientas y todas las mujeres del palacio tuvieron que probarse el zapato, pero entre ellas no hubo ni una sola que pudiera ponérselo.
-¿Dónde está Kari Falda-de-Madera -preguntó por fin el príncipe, cuando ya todas las demás se habían probado el zapato; y es que él entendía bien el canto de los pájaros y sabía muy bien cómo había sonado.
-¡Bah, ésa! -dijeron las demás-. Es inútil probar con ella, pues tiene las piernas tan grandes como las patas de un caballo.
-Puede ser -dijo el príncipe-. Pero ya que todas las demás habéis intentado poneros el zapato, también ella debe probárselo. ¡Kari! -gritó por la puerta.
Y Kari subió las escaleras corriendo, con su falda de madera haciendo muchísimo ruido.
-¡Ahora resulta que también tú tienes que probarte el zapato y convertirte en princesa! -dijeron las demás criadas riéndose y burlándose de ella.
Pero Kari cogió el zapato, metió el pie en él como si tal cosa, tiró su falda de madera y apareció con su vestido de oro, todo reluciente; y en el otro pie llevaba puesto el otro zapato de oro. Cuando el príncipe la reconoció, se alegró sobremanera, corrió hacia ella, la abrazó y la besó. Cuando después se enteró de que era una princesa, se alegró aún más, y luego celebraron las bodas.
Y colorín, colorado,
este cuento se ha acabado.
. Kari Falda-de-Madera (Kari Traestak)
Peter Christen Asbjornsen y Jorgen Moë, Norske Folkeeventyr, vol. I:
Christiania, 1843-44, N.9 19.
Traducción al alemán de Friedrich Bresemann, en: Norwegische Volksmährchen, reunidos por P. Asbjornsen y Jorgen Moë, primer tomo, Berlín, 1847, N.9 19.
Traducidos del alemán por José Miguel Rodrí¬guez Clemente a partir de DER MARCHEN PALAST, publicado por la editorial Droemer Knaur