HOJA
DE NIGGLE
J.
R.R. Tolkien
Había
una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. Él
no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba
en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en
camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.
Niggle
era pintor. No muy famoso, en parte porque tenía otras muchas cosas que
atender, la mayoría de las cuales se le antojaban un engorro; pero cuando no
podía evitarlas (lo que en su opinión ocurría con excesiva frecuencia) ponía
en ellas todo su empeño. Las leyes del país eran bastante estrictas. Y
existían además otros obstáculos. Algunas veces se sentía un tanto perezoso
y no hacía nada. Por otro lado, era en cierta forma un buenazo. Ya conocen esa
clase de bondad. Con más frecuencia lo hacía sentirse incómodo que obligado a
realizar algo. E incluso cuando pasaba a la acción, ello no era óbice para que
gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces por lo
bajo).
En
cualquier caso, lo llevaba a hacer un montón de chapuzas para su vecino el
señor Parish, que era cojo. A veces incluso echaba una mano a gentes más
distantes si acudían a él en busca de ayuda. Al mismo tiempo, y de cuando en
cuando, recordaba su viaje y comenzaba sin mucha convicción a empaquetar
algunas cosillas. En estas ocasiones no pintaba mucho. Tenía unos cuantos
cuadros comenzados, casi todos demasiado grandes y ambiciosos para su
capacidad. Era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los
árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando
captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Pero su
afán era pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y
todas distintas.
Había
un cuadro en especial que le preocupaba. Había comenzado como una hoja
arrastrada por el viento y se había convertido en un árbol. Y el árbol
creció, dando numerosas ramas y echando las más fantásticas raíces. Llegaron
extraños pájaros que se posaron en las ramitas, y hubo que atenderlos.
Después, todo alrededor del árbol y detrás de él, en los espacios que
dejaban las hojas y las ramas, comenzó a crecer un paisaje. Y aparecieron
atisbos de un bosque que avanzaba sobre las tierras de labor y montañas
coronadas de nieve. Niggle dejó de interesare por sus otras pinturas. O si lo
hizo fue para intentar adosarlas a los extremos de su gran obra. Pronto el
lienzo se había ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera; y
corría, arriba y abajo, dejando una pincelada aquí, borrando allá unos
trazos. Cuando llegaban visitas se portaba con la cortesía exigida, aunque no
dejaba de jugar con el lápiz sobre la mesa. Escuchaba Lo que le decían, sí,
pero seguía pensando en su gran lienzo, para el que había levantado un enorme
cobertizo en el huerto, sobre una parcela en la que en otro tiempo cultivara
patatas.
No
podía evitar ser amable. "Me gustaría tener más carácter", se decía
algunas veces, queriendo expresar su deseo de que los problemas de otras
personas no le afectasen. Pasó algún tiempo sin que le molestaran mucho.
"Cueste lo que cueste", solía decir, "acabaré este
cuadro,
mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito
viaje". Pero comenzaba a darse cuenta de que no podría posponerlo
indefinidamente. El cuadro tenía que dejar de crecer y había que terminarlo.
Un día, Niggle se plantó delante de su obra, un poco alejado, y la contempló
con especial atención y desapasionamiento. No tenía sobre ella una opinión
muy definida, y habría deseado tener algún amigo que lo orientase. En realidad
no le satisfacía en absoluto, y sin embargo la encontraba muy hermosa, el
único cuadro verdaderamente hermoso del mundo. En aquellos momentos le hubiera
gustado verse a sí mismo entrar en el cobertizo, darse unas palmaditas en la
espalda y decir (con absoluta sinceridad): "¡Realmente magnífico! Para mí
está muy claro lo que te propones. Adelante, y no te preocupes por nada más.
Te conseguiremos una subvención oficial para que no tengas problemas".
Sin
embargo, no había subvención. Y él era muy consciente dc que necesitaba
concentrarse, trabajar, un trabajo serio e ininterrumpido, si quería terminar
el cuadro, incluso aunque no lo ampliase más. Se arremangó y comenzó a
concentrarse. Durante varios días intentó no preocuparse por otros temas. Pero
se vio interrumpido de forma casi continua. En casa las cosas se torcieron; tuvo
que ir a la ciudad a formar parte de un jurado; un conocido cayó enfermo; el
señor Parish sufrió un ataque de lumbago y no cesaron de llegar visitas. Era
primavera y les apetecía un té gratis en el campo. Niggle vivía en una casita
agradable, a varias millas de la ciudad. En su interior los maldecía, pero no
podía negar que él mismo los había invitado tiempo atrás, en el invierno,
cuando a él no le había parecido una interrupción ir de tiendas y tomar el
té en la ciudad con sus amistades. Trató de endurecer su corazón, pero sin
resultado. Había muchas cosas a las que no tenía cara para negarse, las
considerase obligaciones o no; y había ciertas cosas que se veía obligado a
hacer, pensara lo que pensase. Algunas de las visitas dieron a entender que el
huerto parecía bastante descuidado y que podría recibir la visita de un
inspector. Desde luego, pocos tenían noticia de cuadro; pero aunque lo hubiesen
sabido, tampoco había mucha diferencia. Dudo que hubiesen pensado que era muy
importante. Me atrevería a decir que no era muy bueno, aunque tuviera algunas
partes logradas. El árbol, sobre todo, era curioso. En cierto modo, muy
original. Igual que Niggle, aunque él era también un hombrecillo de lo más
común, y bastante simple.
Llegó
por íin el momento en que el tiempo de Niggle se volvió sumamente precioso.
Sus amistades, allá lejos en la ciudad, comenzaron a recordar que el pobre
hombre debía hacer un penoso viaje, y algunos calculaban ya cuánto tiempo,
como máximo, podría posponerlo. Se preguntaban quién se quedaría con la casa
y si el huerto presentaría un aspecto más cuidado.
Había
llegado el otoño, muy húmedo y ventoso. El hombre se encontraba en el
cobertizo. Estaba subido en la escalera tratando de plasmar el reverbero del sol
poniente sobre la nevada cumbre de una montaña que había visualizado justo
a la izquierda y al extremo de una rama cargada de hojas. Sabía que se vería
obligado a marcharse pronto; quizás al comienzo del nuevo año. Sólo tenía
tiempo de terminar el cuadro, y aun así no de modo definitivo: había algunos
puntos donde sólo tendría tiempo para esbozar lo que pretendía.
Llamaron a la puerta. "!Adelante!", dijo con brusquedad, y bajó de la
escalera. Era su vecino Parish: el único cercano, pues los demás vivían a
bastante distancia. No sentía, sin embargo, un aprecio especial por él, porque
a menudo se veía en apuros y precisaba ayuda, y en parte también porque no le
interesaba nada la pintura, al tiempo que no cesaba de criticarle el huerto.
Cuando Parish lo contemplaba (lo que ocurría con frecuencia) veía sobre todo
malas hierbas; y cuando miraba los cuadros de Niggle (rara vez), sólo veía
manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban completamente sin
sentido. No le importaba hablar de las hierbas (era su deber de vecino), pero se
abstenía de dar cualquier opinión sobre los cuadros. Pensaba que era una
postura muy agradable, y no se daba cuenta de que, aun siéndolo, no resultaba
suficiente. Un poco de ayuda con las hierbas (y quizás alguna alabanza para los
cuadros) habría sido mejor.
"Bien,
Parish, ¿qué hay?", dijo Niggle.
"Ya
sé que no debería interrumpirlo", dijo Parish, sin echar una sola mirada
al cuadro. "Estará usted ocupadísimo, estoy seguro." Niggle había
pensado decir algo
por el estilo, pero perdió la oportunidad. Todo lo que dijo fue:
"Sí".
"Pero
no tengo ningún otro a quien acudir", añadió Parish.
"Así
es", dijo Niggle con un suspiro: uno de esos suspiros que son un comentario
personal, pero que en parte dejamos aflorar. "En qué puedo ayudarlo?"
"Mi
mujer lleva ya algunos días enferma y estoy empezando a preocuparme", dijo
Parish. "Y el viento se ha llevado la mitad de las tejas de mi casa
y me entra la lluvia en el dormitorio. Creo que debería llamar al doctor y a
los albañiles, pero ¡tardan tanto en acudir! Pensaba
si no tendría usted algunas maderas y lienzos que no le hagan falta, aunque
sólo sea para poner un parche y poder tirar un día o dos más." Fue
entonces cuando dirigió la mirada al cuadro.
"Vaya,
vaya!», dijo Niggle. "Sí que tiene mala suerte. Espero que lo de su
esposa sólo sea un constipado. En seguida voy y le ayudo a trasladarla al piso
bajo."
"Muchas
gracias", dijo Parish un notable frialdad, "pero no es un constipado;
es una calentura. No lo hubiera molestado por un simple catarro. Y mi mujer ya
guarda cama en el piso bajo: con esta pierna no puedo andar subiendo y bajando
bandejas. Pero ya veo que está ocupado. Lamento de veras la molestia. Tenía
esperanzas de que pudiese perder el tiempo preciso para ir a avisar al médico,
viendo la situación en que me hallo; y al albañil también, si de verdad no le
sobran lienzos.»
"No
faltaba más", dijo Niggle, aunque otras palabras se le agolpaban en el
ánimo, donde en aquel momento había más debilidad que amabilidad. "Podna
ir; iré, si está tan preocupado."
"Lo
estoy, y mucho. ¡Ojalá no padeciera esta cojera!", dijo Parish.
Así
que Niggle fue. Ya veis, aquello resultaba de lo más curioso. Parish era su
vecino más cercano; los demás quedaban bastante lejos. Niggle tenía una
bicicleta, y Parish no; ni siquiera podía montar: era cojo de una pierna, una
cojera seria que le causaba muchos dolores; merecía la pena tenerlo en cuenta,
igual que su expresión desabrida y su voz quejumbrosa. A su vez, Niggle tenía
un cuadro y apenas tiempo para terminarlo. Parecía lógico que fuese Parish el
que tuviese
aquello
en cuenta, no Niggle. Parish, sin embargo, no se tomaba en serio la pintura, y
Niggle no podía cambiar aquel hecho.
"Maldita
sea!", rezongó para sí mientras sacaba la bicicleta.
Había
humedad y viento, y la luz del día estaba ya desvaneciéndose.
"Hoy
se acabó el trabajo para mí", pensó Niggle. Y mientras pedaleaba, no
cesó de echar pestes para sus adentros ni de ver pinceladas en la montaña y en
la vegetación inmediata, que, en un principio, había imaginado primaveral. Sus
dedos se crispaban sobre el manillar. Ahora que ya no estaba en el cobertizo
intuyó perfectamente la forma de tratar aquella brillante línea de hojas que
enmarcaba la lejana silueta de la montaña. Pero pesaba en su corazón una
congoja, una especie de temor de que nunca tendría ya la oportunidad de
intentarlo.
Niggle encontró al médico, y dejó una nota donde el albañil, que ya había
cerrado para írse a descansar junto al fuego de su chimenea. Niggle se empapó
hasta los huesos, y cogió también él un resfriado. El médico no se dio tanta
prisa como Niggle. Llegó al día siguiente, lo que le resultó mucho más
cómodo, pues para entonces ya había, en casas vecinas, dos pacientes a los que
atender. Niggle estaba en cama con fiebre alta, y en su cabeza y en el techo
tomaban forma maravillosos entramados de hojas y ramas. No le fue de ningún
consuelo saber que la señora Parish sólo tenía catarro, y que ya lo
estaba superando. Volvió la cara hacia la pared, y buscó refugio en las hojas.
Permaneció
en cama algún tiempo. El viento seguía soplando y se llevó otro buen número
de tejas en casa
de
Parish, y también algunas en la de Niggle. En el tejado aparecieron goteras. El
albañil seguía sin presentarse. Niggle no se preocupó; al menos, durante un
día o dos. Luego se arrastró fuera de la cama para buscar algo de comer (Niggle
no tenía mujer). Parish no volvió. La humedad se le había metido en la
pierna, que le dolía, y su mujer estaba muy ocupada recogiendo el agua y
preguntándose si «ese señor Niggle» no se habría olvidado de avisar al
albañil. Si ella hubiera entrevisto la más mínima posibilidad de pedirle
prestado algo que les fuese útil, habría enviado allí a Parish, le doliese o
no la pierna; pero no se le ocurrió nada, de modo que se olvidaron del vecino.
Al
cabo de unos siete días, Niggle volvió con pasos inseguros hasta el cobertizo.
Intentó subirse a la escalera, pero la cabeza se le iba. Sentó y contempló el
cuadro; aquel día no había hojas en su imaginación ni vislumbres de
montañas. Podía haber pintado un desierto arenoso que se perdía allá a lo
lejos, pero le faltaron energías.
Al
día siguiente se sintió mucho mejor. Subió a la escalera y empezó a pintar.
Había comenzado ya a enfrascarse en el trabajo cuando oyó una llamada en la
puerta.
"¡Maldita
sea!", dijo Niggle; aunque le hubiera dado igual responder con educación:
"¡Adelante!", porque de todas maneras la puerta se abrió. En esta
ocasión entró un hombre de buena estatura, un perfecto desconocido.
"Esto
es un estudio privado", dijo Niggle. "Estoy ocupado, ¡váyase!"
"Soy inspector de inmuebles" , dijo el hombre, manteniendo en
alto sus credenciales de forma que Niggle las pudiera ver desde la escalera.
"¡Oh!",
dijo.
"La
casa de su vecino está muy descuidada", dijo el inspector.
"Ya
lo sé", dijo Niggle. "Les dejé una nota a los albañiles hace
bastante tiempo, pero no han venido. Luego yo caí enfermo."
"Ya",
dijo el Inspector. "Pero ahora no está enfermo."
"Pero
yo no soy el albañil. Parish debió presentar una reclamación al ayuntamiento
y conseguir ayuda del Servicio de Urgencias."
"Están
ocupados con daños más importantes que cualquiera de éstos", dijo el
Inspector. "Ha habido inundaciones en el valle y numerosas familias se han
quedado sin hogar. Usted debía haber ayudado a su vecino a hacer unos arreglos
provisionales y evitar así perjuicios cuya reparación fuese más costosa. Lo
dicta la ley. Tiene aquí cantidad de materiales: lienzo, madera, pintura
impermeable."
"¿Dónde?",
preguntó Niggle indignado.
"Ahí",
dijo el Inspector señalando el cuadro.
"Mi
cuadro", exclamó Niggle.
"Me
temo que sí». dijo el Inspector, «pero primero son las casas. La ley es la
ley».
"Pero
no puedo.." Niggle no dijo más, porque en ese momento entró otro hombre.
Se parecía mucho al Inspector, casi corno un doble, alto, vestido de negro.
"Vamos",
dijo. "Soy el chófer."
Niggle
bajó la escalera tambaleándose. Parecía haberle vuelto la liebre y la cabeza
se le iba. Sintió frío en todo el cuerpo.
"¡Ah!",
dijo el maletero. "Es usted. ¡Sígame! ¡Cómo! ¿No tiene equipaje?
Tendrá que ir al asilo."
Niggle
se sintió muy enfermo y cayó desmayado en el andén. Lo subieron a una
ambulancia y se lo llevaron a a enfermería del asilo. No le gustó nada el
tratamiento. La medicación que le daban era amarga. Los enfermeros y celadores
eran fríos, silenciosos y estrictos: y nunca veía a otras personas, salvo a un
médico muy severo que lo visitaba de cuando en cuando. Más parecía
encontrarse en una cárcel que en un hospital. Tenía que realizar un trabajo
pesado, de acuerdo con un horario establecido: cavar, carpintería, y pintar de
un solo color simples tableros. Nunca se le permitió salir, y todas las
ventanas daban al interior. Lo mantenían a oscuras durante horas y horas,
"para que pueda meditar", decían. Perdió la noción del tiempo. Y no
parecía que empezase a mejorar, al menos si por mejorar entendemos encontrar
algún placer en realizar las cosas. Ni siquiera ir a dormir se lo
proporcionaba.
Al principio, durante el primer siglo o así (yo me limito simplemente a exponer
sus impresiones) solía preocuparse sin ningún sentido por el pasado. Mientras
permanecía echado en la oscuridad, se repetía una y otra vez lo mismo:
"¡Ojalá hubiera visitado a Parish durante la mañana que siguió al
ventarrón! Era mi intención. Hubiera sido fácil volver a colocar las primera
tejas sueltas. Seguro que entonces la señora Parish no habría cogido aquel
catarro. Y yo tampoco me habría resfriado. Habría dispuesto de una semana
más". Pero con el tiempo fue olvidando para qué había deseado aquellos
siete días. A partir de entonces, si se preocupó de algo fue de sus tareas en
el hospital. Las planeaba con antelación, pensando cuánto tiempo le llevaría
evitar que se resquebrajase aquel tablero, ajustar una puerta o arreglar la pata
de la mesa. Parece fuera de duda que llegó a ser bastante servicial, si bien
nadie se lo dijo nunca. Aunque, claro, no era ésta la razón por la que
retuvieron tanto tiempo al pobrecillo. Debían haber estado esperando a que
mejorase, y juzgaban la "mejoría" de acuerdo con un extraño y
peculiar sistema médico.
De
todas formas, el pobre Niggle no obtenía ningún placer de aquella vida. Ni
siquiera los que él había aprendido a llamar placeres. No se divertía, desde
luego; pero tampoco podía negarse que comenzaba a experimentar un sentimiento
de, digamos, satisfacción:
a falta de pan... Se había acostumbrado a iniciar su trabajo tan pronto
como sonaba una campana y a dejarlo al sonar la siguiente todo recogido y listo
para poderlo continuar cuando fuera preciso. Hacía muchas cosas al cabo del
día. Terminaba sus trabajillos con todo primor. No tenía tiempo libre (excepto
cuando se encontraba solo en su celda) y, sin embargo, comenzaba a ser dueño
del tiempo; comenzaba a saber qué hacer con él. Allí no existía ninguna
sensación de prisa. Disfrutaba ahora de mayor paz interior, y en los momentos
de descanso podía descansar de verdad.
Entonces, de improviso, le cambiaron todo el horario; casi no le permitían
ir a la cama. Lo apartaron totalmente de la carpintería y lo mantuvieron
cavando una jornada tras otra. Lo acepto bastante bien: pasó mucho tiempo antes
de que intentase rebuscar en el fondo de su espíritu las maldiciones que casi
había olvidado. Estuvo cavando hasta que le dio la impresión de tener rota
la espalda, las manos se le quedaron en carne viva y comprendió que era incapaz
de levantar
una
palada más de tierra. Nadie le dio las gracias. Pero el médico se acercó y
echó una ojeada.
"Basta!",
dijo. "Descanso absoluto. A oscuras."
Niggle
yacía en la oscuridad, completamente relajado, y como no había sentido ni
pensado nada en absoluto, no podía asegurar si llevaba allí horas o años. Fue
entonces cuando oyó voces: unas voces que nunca había oído antes. Parecía
tratarse de un consejo de médicos, o quizá de un jurado reunido allí al lado,
en una habitación inmediata y seguramente con la puerta abierta, aunque no
percibía ninguna luz.
"Ahora
el caso Niggle", dijo una Voz severa, más severa que la del doctor.
"¿De
qué se trata?", dijo una Segunda Voz, que se podría calificar de amable,
aunque no era suave; era una voz que destilaba autoridad y sonaba a un tiempo
esperanzadora y triste. "¿Qué le pasa a Niggle? Tenía el corazón en su
sitio.»
"Si, pero no funcionaba bien", dijo la Primera Voz. "Y no tenía la
cabeza bien encajada; pocas veces se detenía a pensar. Fíjese en el tiempo
que perdía, y sin siquiera divertirse. Nunca terminó de prepararse para el
viaje. Vivía con cierto desahogo y, sin embargo, llegó aquí con lo puesto,
y hubo que ponerlo en el ala de beneficencia. Me temo que es un caso difícil.
Creo que debería quedarse algún tiempo más."
"Puede
que no le sentara mal", dijo la Segunda Voz. "Pero no hay que olvidar
que es un pobre hombre. Jamás se pretendió que de verdad llegase a ser
alguien. Y nunca fue muy fuerte. Vamos a ver los registros... Sí. Hay algunos
puntos a su favor, en efecto."
"Quizá",
dijo la Voz Primera. "Pero pocos de ellos resistirían un análisis
exhaustivo."
"Bueno",
contestó la Voz Segunda, "tenemos esto:
era pintor por vocación; de segunda fila, desde luego. Con todo, una hoja
pintada por Niggle posee un encanto propio. Se tomó muchísimo trabajo con las
hojas, y sólo por cariño. Nunca creyó que aquello fuera a hacerlo importante.
Tampoco aparece en los Registros que pretendiese, ni siquiera ante sí mismo,
excusar con esto su olvido de las leyes."
"Entonces
no habría olvidado tantas", dijo la Primera Voz.
"De
cualquier modo, Niggle respondió a muchísimas llamadas."
"A un pequeño porcentaje, la mayoría muy fáciles; y las calificaba de
“interrupciones”. Esa palabra aparece por todas partes en los Registros,
junto con un montón de quejas e imprecaciones estúpidas.»
"Cierto.
Pero a él, pobre hombre, le parecieron sin duda interrupciones.
Por otro lado, jamás esperaba ninguna recompensa, como tantos de su clase lo
llaman. Tenemos el caso de Parish, por ejemplo, que ingresó después. Era el
vecino de Niggle. Nunca movió un dedo por él, y en rarísimas ocasiones llegó
a mostrar alguna gratitud. Sin embargo, nada en los Registros indica que Niggle
esperara la gratitud de Parish. No parece haber pensado en ello."
"Sí,
eso es algo", dijo la Primera Voz, "aunque bastante poco. Lo que ocurre, como podrá comprobar, es que muchas veces Niggle
simplemente lo olvidaba. Borraba de su mente, como una pesadilla ya pasada, todo
lo que había hecho por Parish".
"Nos
queda aún el último informe", dijo la Segunda Voz. «El viaje
en bicicleta bajo la lluvia. Quisiera destacarlo. Parece evidente que
fue un auténtico sacrificio:
Niggle
sospechaba que estaba echando por la borda su última oportunidad con el cuadro,
y
sospechaba,
también, que no había razones de peso para la preocupación de Parish.»"
"Creo
que le da más valor del que tiene", dijo la Voz Primera. "Pero usted
tiene la última palabra. Tarea suya es, desde luego, presentar la mejor
interpretación de los hechos. A veces la tienen. ¿Cuál es su propuesta?"
"Creo
que el caso está ahora listo para un tratamiento más amable", dijo la
Segunda Voz.
Niggle
pensó que nunca había oído nada tan generoso. Lo de "tratamiento
amable" hacía pensar en un cúmulo de espléndidos regalos y en la
invitación a un festín regio. En aquel momento, Niggle se sintió avergonzado.
Oír que se lo consideraba digno de un tratamiento bondadoso lo abrumaba y lo
hizo enrojecer en la oscuridad. Era como ser galardonado en público, cuando el
interesado y todos los presentes saben que el premio es inmerecido. Niggle
ocultó su sonrojo bajo la burda manta.
Hubo
un silencio. Luego la Voz Primera, muy cercana, se dirigió a él. "Ha estado
escuchando", dijo.
"Sí",
respondió.
"Bueno,
¿alguna observación?"
"Puede
darme noticias de Parish?", dijo Niggle. "Me gustaría volverlo a ver.
Espero que no se encuentre muy mal. ¿Pueden curarle la pierna? Le hacía pasar
malos ratos. Y, por favor, no se preocupen por nosotros dos. Era un buen
vecino y me proporcionaba patatas excelentes a muy buen precio, ahorrándome
mucho tiempo."
"Sí?",
dijo la Primera Voz. "Me alegra oírlo."
Hubo
otro silencio. Niggle se dio cuenta de que las voces se alejaban. "Bien, de
acuerdo", oyó que respondía en la distancia la Primera Voz. "Que
comience la segunda fase. Mañana mismo, si usted quiere."
Al
despertar, Niggle encontró çue las persianas estaban levantadas y su pequeña
celda inundada de sol. Se levantó y comprobó que le habían proporcionado
ropas cómodas, no el uniforme del hospital. Después del desayuno el doctor le
atendió las manos doloridas, dándole un ungüento que en seguida se las
mejoró. Le dio además unos cuantos consejos y un frasco de tónico, por si le
hacía falta. A media mañana le entregaron una galleta y un vaso de vino; y
luego un billete.
"Ya
puede ir a la estación", dijo el médico. "Lo acompañará el
maletero. Adiós. "
Niggle
se escabulló por la puerta principal y parpadeó algo sorprendido. Había un
sol radiante. Además, había esperado salir a una gran ciudad, a juzgar por el
tamaño de la estación. Pero no fue así. Se encontró en la cima de una
colina, verde, desnuda, barrida por un viento vigorizador. No había nadie más
por allí. Lejos, al pie de la colina, vio brillar el tejado de la estación.
Caminó
hacia ella colina abaje con paso rápido, pero sin prisa. El maletero lo descubrió en seguida.
"Por
aquí", dijo, y condujo a Niggle a un andén donde se encontraba, listo ya,
un tren de cercanías muy coquetón: un solo coche y una pequeña locomotora,
muy relucientes los dos, límpios y recién pintados. Parecían a punto para un
viaje inaugural. Incluso el carril que se veía ante la locomotora parecía
nuevo:
brillaban
los railes, los cojinetes estaban pintados de verde, y las traviesas, al cálido
sol, dejaban escapar un delicioso olor a brea fresca. El coche estaba vacío.
"¿Adónde
va este tren, mozo?", preguntó Niggle.
"Creo
que no han colocado aún el cartel de destino", dijo el mozo. "Pero lo
encontrará satisfactorio." Y cerró la puerta.
El
tren arrancó al punto. Niggle se recostó en el asiento. La pequeña locomotora
avanzaba entre borbotones de humo por el fondo de un cañón de altas paredes
verdes al que un cielo azul servía de dosel. No parecía haber pasado mucho
tiempo, cuando la locomotora dio un silbido; entraron en acción los frenos y el
tren se detuvo. No había estación ni cartel indicador, sólo un tramo de
peldaños que subía por el verde talud. Al final de la escalera se abría un
postigo en un seto muy cuidado. Junto a él estaba su bicicleta: por lo menos
parecía la suya y llevaba una etiqueta amarilla atada al manillar, con la
palabra NIGGLE escrita en grandes letras negras.
Abrió
la puerta de la barrera, saltó a la bicicleta y se lanzó colina abajo,
acariciado por el sol primaveral. Pronto comprobó que desaparecía el camino
que había venido siguiendo y que la bicicleta rodaba sobre un césped
maravilloso. Era verde y tupido; podía apreciar, sin embargo, cada brizna de
hierba. Le parecía recordar que en algún lugar había visto o soñado
este prado. Las ondulaciones del terreno le resultaban en cierta forma
familiares. Sí, el terreno se nivelaba, coincidiendo con sus recuerdos, y
después, claro está, comenzaba a ascender de nuevo. Una gran sombra verde se
interpuso entre él y el sol. Niggle levantó la vista y se cayó de
la bicicleta. Ante él se encontraba el Árbol, su Árbol, ya terminado,
si tal cosa puede afirmarse de un árbol que
está vivo, cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen en aquel
aire que Niggle tantas veces había imaginado y que tantas veces había
intentado en vano captar. Miró el Árbol, y lentamente levantó y extendió los
brazos.
"Es
un don", dijo. Se refería a su arte, y también a la obra pictórica; pero
estaba usando la palabra en su sentido más literal.
Siguió
mirando el Árbol. Todas las hojas sobre las que él había trabajado estaban
allí, más como él las había intuido que como había logrado plasmarlas. Y
había otras que sólo fueron brotes en su imaginación y muchas más que hubieran
brotado de haber tenido tiempo. No había nada escrito en ellas; eran sólo
hojas exquisitas; pero todas llevaban una fecha, nítidas como las de un
calendario. Se veía que algunas de las más hermosas y características, las
que mejor reflejaban el estilo de Niggle, habían si realizadas en colaboración
con el señor Parish: no hay otra forma de decirlo.
Los
pájaros hacían sus nidos en el Árbol. Pájaros sorprendentes: ¡qué forma de
trinar! Se apareaban, echaban, echaban plumas y se internaban gorjeando en el
Bosque, incluso mientras los contemplaba. Entonces se dio cuenta de que el
Bosque estaba también allí, abriéndose a ambos lados y extendiéndose en la
distancia. A lo lejos reverberaban los montes.
Después
de algún tiempo, Niggle se dirigió hacia la espesura. No es que se hubiese
cansado ya del Árbol, pero ahora parecía tenerlo todo claro en su mente, y lo
comprendía, y era consciente de su crecimiento aunque no estuviese
contemplándolo. Mientras caminaba descubrió algo curioso: el Bosque era, por
supuesto, un bosque lejano, y sin embargo él podía aproximarse, incluso entrar
en él, sin que por ello perdiese su peculiar encanto. Antes no había
conseguido nunca entrar en la
distancia sin que ésta se convirtiese en meros alrededores. Se añadía
así un considerable atractivo al hecho de pasear por el campo, porque al andar
se desplegaban ante él nuevas distancias; de modo que ahora se lograban
perspectivas dobles, triples, e incluso cuádruples, y ello con doblado,
triplicado o cuadruplicado encanto. Podías seguir andando hasta lograr reunir
todo un horizonte en un jardín, o en un cuadro (si uno prefería llamarlo
así). Podías seguir andando, pero acaso no indefinidamente. Al fondo estaban
las Montañas. Se iban aproximando, muy despacio. No parecían formar parte del
cuadro, o en todo caso sólo como nexo de unión con algo más, algo distinto
entrevisto tras los árboles, una dimensión más, otro paisaje.
Niggle
paseaba, pero no se limitaba a vagar. Observaba con detalle el entorno. El
Árbol estaba completo, aunque no terminado. ("Justo todo lo contrario de
lo que antes ocurría", pensó.) Pero en el Bosque había unas cuantas
parcelas por concluir, que todavía necesitaban ideas y trabajo. Ya no era
necesario hacer modificaciones, todo estaba bien, pero había que proseguir
hasta lograr el toque definitivo. Y en cada momento Niggle veía la pincelada
precisa.
Se
sentó bajo un árbol distante y muy hermoso:
una variedad del Gran Árbol, pero con su propia identidad o a
punto de alcanzarla, si recibía un poco más de atención. Y se puso a hacer
cábalas sobre dónde empezar el trabajo y dónde terminarlo y cuánto tiempo le
llevaría. No pudo concluir todo el esquema.
"¡Claro!",
dijo. "Necesito a Parish! Hay muchas cosas de la tierra, las plantas
y los árboles que él entiende y yo no. No puedo concebir este lugar como
mi coto privado. Necesito ayuda y consejo.¡Tenía que haberlos pedido
antes!"
Se
levantó y caminó hasta el lugar en que había decidido comenzar el trabajo. Se
quitó la chaqueta. En aquel momento, medio escondido en una hondonada que lo
protegía de otras miradas, vio a un hombre que, con cierto asombro, paseaba la
vista en derredor. Se apoyaba en una pala, pero estaba claro que no sabía qué
hacer. Niggle lo saludó: "¡Parish!", gritó.
Parish
se echó la pala al hombro y vino hacia él. Aún cojeaba un poco. Ninguno
habló; simplemente se saludaron con un movimiento de cabeza, como solían hacer
cuando se cruzaban en el camino; sólo que ahora se pusieron a caminar juntos,
tomados del brazo. Sin una sola palabra, Niggle y Parish se pusieron de acuerdo
sobre el lugar exacto donde levantar la casita y el jardín que se les antojaban
necesarios.
Mientras
trabajaban al unísono, se hizo evidente que Niggle era el más capacitado de
los dos a la hora de distribuirse el tiempo y llevar a buen término la tarea.
Aunque parezca extraño fue Niggle el que más se absorbió en la construcción
y jardinería, mientras que Parish se extasiaba en la contemplación de los
árboles y especialmente del Árbol.
Un
día Niggle estaba atareado plantando un seto; Parish se encontraba muy cerca,
echado sobre la hierba y observando con atención una bella y delicada flor
amarilla que crecía entre el verde césped. Niggle había sembrado hacia algún
tiempo un buen número entre las raíces de su Árbol. De pronto, Parish
levantó la vista. Su cara resplandecía bajo el sol mientras sonreía.
"¡Esto
es extraordinario!", dijo."En realidad yo no debía estar aquí:
gracias por hablar en mi favor."
"Bah,
tonterías!", dijo Niggle. "No recuerdo lo que dije, pero, de todas
formas, no tuvo importancia."
"¡Oh,
sí!", dijo Parish, "la tiene. Me rescató mucho antes. La Segunda
Voz, ya sabes, hizo que me enviaran aquí. Dijo que tú habías pedido verme.
Esto te lo debo a ti."
"No. Se lo debemos a la Segunda Voz", dijo Niggle. "Los
dos."
Siguieron
viviendo y trabajando juntos. No sé por cuánto tiempo. No sirve de nada negar
que al comienzo había ocasiones en que no se entendían, sobre todo cuando
estaban cansados. Porque en un principio, de cuando en cuando, se cansaban.
Comprobaron que a ambos les habían entregado un reconstituyente. Los dos
frascos llevaban la misma indicación: "Tomar unas pocas gotas diluidas en
agua del Manantial, antes de descansar".
Encontraron
el Manantial en el corazón del Bosque; sólo una vez, hacía muchísimo tiempo,
había pensado Niggle en él; pero no llegó nunca a dibujarlo. Ahora
comprendió que era el origen del lago que brillaba a lo lejos y la razón de
cuanto crecía en los contornos. Aquellas pocas gotas convertían el agua en un
astringente, que, aunque bastante amargo, era reconfortante y despejaba la
cabeza. Después de beber descansaban a solas; luego se levantaban y las cosas
marchaban de maravilla. En tales ocasiones Niggle soñaba con nuevas y
espléndidas flores y plantas, y Parish sabía siempre cómo colocarlas y dónde
habían de quedar mejor. Bastante antes de que se les terminase el tónico,
habían dejado de necesitarlo. También desapareció la cojera de Parish.
A
medida que el trabajo progresaba se permitían
más
y más tiernpo para pasear por los alrededores, contemplando los árboles y las
flores, las luces, las sombras y la condición de los campos. En ocasiones
cantaban a una. Pero Niggle se dio cuenta de que comenzaba a volver los ojos, cada
vez con mayor frecuencia, hacia las Montañas.
Pronto
tuvieron casi todo terminado: la casa de la hondonada, el césped del bosque, el
lago y todo el paisaje, cada uno en su propio estilo. El Gran Árbol estaba en
plena floración.
"Terminaremos
al atardecer", dijo Parish un día. "Luego nos iremos a dar un
paseo que esta vez será realmente largo."
Partieron
al día siguiente y cruzaron la distancia hasta llegar al confín. Éste no era
visible, por supuesto:
no había ninguna línea, valla o muro; pero supieron que habían llegado
al extremo de aquella región. Vieron a un hombre con pinta de pastor. Se
dirigía a ellos por los declives tapizados de hierba que llevaban hacia las
Montañas.
"¿Necesitan
un guía?", preguntó. "¿Van a seguir adelante?"
Durante
unos momentos se extendió una sombra entre Parish y Niggle, porque éste sabía
ahora que sí quería continuar y (en cierto sentido) tenía que hacerlo. Pero
Parish no quería seguir ni estaba aún preparado.
"Tengo
que esperar a mi mujer", le dijo a Niggle. "Se encontrará sola. Creí
oírlos que la enviarían después de mí en cualquier momento, cuando estuviese
lista y yo lo tuviera todo preparado. La casa ya está terminada, e hicimos lo
que estaba en nuestras manos. Pero me gustaría enseñársela. Espero que ella
pueda mejorarla, hacerla más hogareña. Y confio que también le guste el
sitio." Se volvió hacia el pastor. "¿Es usted guía?",
preguntó. "¿Puede decirme cómo se llama este lugar?"
"¿No
lo sabe?, dijo el hombre. "Es la comarca de Niggle. Es el
paisaje que Niggle pintó, o una buena parte de él. El resto se llama
ahora el Jardín de Parish."
"¡El
paisaje de Niggle!", dijo Parish, asombrado. "¿Imaginaste tú todo
esto? Nunca pensé que fueras tan listo. ¿Por qué no me dijiste nada?"
"Intentó
hacerlo hace tiempo", dijo el hombre, "pero usted no prestaba
atención. En aquellos días sólo tenía el lienzo y los colores,
y usted pretendía arreglar el tejado con ellos. Esto es lo que usted y su mujer
solían llamar 'el disparate de Niggle', o 'ese Mamarracho'."
"¡Pero
entonces no tenía este aspecto; no parecía real!", dijo Parish.
"No,
entonces era sólo una vislumbre", dijo el hombre; "pero usted podía
haberlo captado si hubiera creído que merecía la pena intentarlo".
"Nunca
te di muchas facilidades", dijo Niggle. "Jamás intenté darte una
explicación. Solía llamarte Viejo Destripaterrones. Pero, ¡qué importa eso
ahora! Hemos vivido y trabajado juntos últimamente. Las cosas podían haber
sido diferentes, pero no mejores. En cualquier caso, me temo que yo he de seguir
adelante. Espero que volvamos a vemos: debe haber muchas más cosas que podamos
hacer juntos. Adiós."
Estrechó
con calor la mano de Parish: una mano que dejaba traslucir bondad, firmeza y
sinceridad. Se volvió y miró un momento hacia atrás. Las flores del Gran
Árbol brillaban como una llama. Los pájaros cruzaban el aire entre trinos.
Sonrió, al tiempo que se despedía de Parish con una inclinación de cabeza, y
siguió al pastor.
Iba
a aprender a cuidar ovejas y a saber de los pastos altos y a contemplar un cielo
más amplio y caminar siempre más y más en permanente ascensión hacia las
Montañas. No alcanzo a imaginar qué fue de él tras haberlas cruzado. Incluso
el infeliz de Niggle podía en su antiguo hogar vislumbrar las lejanas
Montañas, y éstas encontraron un lugar en su cuadro; pero cómo sean en
realidad, o qué pueda haber al otro lado, sólo lo saben quienes han ascendido
a su cima.
"Creo
que era un pobre estúpido", dijo el Concejal Tompkins. "Desde luego,
un inútil. Sin ningún valor para la sociedad."
"Bueno,
no sé", dijo Atkins que sólo era un maestro, alguien sin mayor
importancia. "No estoy muy seguro. Depende de lo que se entienda por valor."
"Sin
utilidad práctica o económica", dijo Tompkins. "Me atrevería a
decir que se podría haber hecho de él un ser de alguna utilidad si ustedes los
maestros supiesen cuál es su obligación. Pero no la saben. Y así nos
encontramos con inútiles como éste. Si yo mandase en este país, los pondría
a él y a los de su clase a trabajar en algo apropiado para ellos, lavando
platos en la cocina comunal o algo por el estilo, y me preocuparía de que lo
hiciesen bien. O los pondría en la calle. Hace tiempo que debí haberlo echado."
"¿Echarlo?
¿Quiere decir que lo habría obligado a salir de viaje antes de cumplirse
el tiempo?"
"Si,
si usted se empeña en usar esa expresión vacía y anticuada. Empujarlo a
través del Túnel al Gran Vertedero: eso era lo que yo quería decir."
"Entonces
no cree que la pintura valga nada, que no hay por qué conservarla,
mejorarla, o aun utilizarla."
"Claro,
la pintura es útil", dijo Tompkins. "Pero no se podía usar la suya.
Hay cantidad de oportunidades para los jóvenes agresivos que no teman las ideas
ni los métodos nuevos. Ninguna para esta vieja morralla. Sólo son ensueños
personales. No hubiese sido capaz de diseñar un buen poster ni aunque lo
matasen. Siempre jugueteando con hojas y flores. En cierta ocasión le pregunté
la causa. ¡Me contestó que las encontraba hermosas! ¿Puede creerlo? ¡Dijo hermosas!
¿qué?, le pregunté yo, ¿los órganos digestivos y genitales de las
plantas? Y no encontró contestación. Pobre majadero."
"¡Majadero!",
suspiró Atkins. "Si, pobre hombre, nunca terminó nada. Bueno, sus
telas han quedado para 'mejores usos' desde que él se marchó. Pero yo no
estoy muy seguro, Tompkins. ¿Recuerda aquella grande que emplearon para
reparar la casa vecina después del ventarrón y las inundaciones?
Encontré tirada en el campo una de las esquinas. Estaba estropeada, pero
se podía distinguir el dibujo: la cima de un monte y un grupo de hojas.
No puedo quitármelo de la mente."
"¿De
dónde?", dijo Tompkins.
"¿De
qué estáis hablando?", terció Perkins, intentando evitar la
discusión. Atkins se había puesto completamente colorado.
"No
merece la pena repetir la palabra", dijo Tompkins. "No sé por qué
perdemos el tiempo hablando de esto. Él no vivió en la ciudad."
"No",
dijo Atkins. "Pero usted de todas formas ya le había echado el ojo a su
casa. Por esa razón solía visitarlo y burlarse de él mientras se tomaba su
té. Bueno, ahora ya ha conseguido la casa, además de la que tiene en la
ciudad. Así que ya no necesita envidiarlo. Hablábamos de Niggle, si le
interesa, Perkins.»
"¡Oh,
pobrecillo Niggle!", comentó Perkins. "No sabía que pintase."
Aquélla
fue seguramente la última vez que el nombre de Niggle surgió en una
conversación. A pesar de todo, Atkins conservó aquel único retazo de lienzo.
La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció
intacta. Atkins la hizo enmarcar. Más tarde la donó al Museo Municipal, y
durante algún tiempo el cuadro titulado Hoja, de Niggle estuvo colgado
en un lugar apartado y sólo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el
Museo ardió, y el país se olvidó por completo de la hoja y de Niggle.
"Desde
luego, está resultando muy útil", dijo la Segunda Voz. "Como lugar
de vacaciones y de descanso. Es magnífico para los convalecientes; y no sólo
por eso: a muchos les resulta la mejor preparación para las Montañas. En
algunos casos logra maravillas. Cada vez envío más gente allí. Rara vez
tienen que regresar."
"Sí,
es cierto", dijo la Primera Voz. "Creo que deberíamos dar un nombre a
esa comarca. ¿Cuál sugiere?"
"El
Maletero se encargó de ello hace ya algún tiempo", dijo la Segunda Voz. «El
tren de Niggle-Parish está a punto de salir: eso es lo que ha venido
gritando durante años. Niggle-Parish. Les envié un mensaje a los dos para
comunicárselo."
"¿Y
qué opinaron?"
"Se
rieron. Se rieron, y las Montañas resonaron con su risa." (*)
(*)
Fuente:
J. R.R. Tolkien, "Hoja de Niggle", en Arbol
y hoja, Barcelona, Ed. Minotauro, pp. 101-129.
fuente: http://www.temakel.com/hojaniggle.htm